“Una fe práctica”- "¿Sirve para algo orar?" – 5. Entonces… ¿sirve para algo la oración?

 

Una vez concluido con el texto del libro “Lo que pasa cuando te confiesas” pasamos a otro, ahora de título “¿Sirve para algo orar?

 “En esto está la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo  según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que hayamos pedido.”

1 Jn 5, 14-15

Cuando nos reconocemos hijos de Dios, y nos damos cuenta de que eso ha de suponer algo en nuestra vida, acude a nuestro corazón algo sin lo cual no podemos vivir bien nuestra fe: la oración.

Orar es, se suele decir, no siempre fácil porque abunda en nuestra vida mucho que nos distrae de tan sana práctica espiritual. Es decir, repetir oraciones que hemos aprendido cuando, de niños, se nos enseñaron o, ya de mayores si se trata de una conversión posterior, no encierra problema alguno. Otra cosa es lo que eso pueda significar para nosotros. Pero, en verdad, si bien es fácil decir muchas veces oraciones como el Padre nuestro, el Ave María o el Gloria (la básica trilogía espiritual del Creyente católico) no es tanto profundizar en la oración, ir más allá, llegar más lejos con y en ella.

Sin embargo, sabemos más que bien que la oración es muy necesaria. Es más, una vida sin oración viene a ser como un querer y no poder o, mejor, un saber y no querer ejercer de lo que somos. 

Hay grandes maestros que han escrito sobre la oración. En ellos podemos inspirarnos para llevar una vida de fe profunda y adecuada a nuestro corazón que ama a Dios, Quien lo creó y mantiene.

Por ejemplo, San Francisco de Sales, en su importante obra de título “Introducción a la vida devota” nos dice, en la Segunda parte de la Introducción (Capítulo I) esto que sigue:

“La oración al llevar nuestro entendimiento hacia las claridades de la luz divina y al inflamar nuestra voluntad en el fuego del amor celestial, purifica nuestro entendimiento de sus ignorancias, y nuestra voluntad de sus depravados afectos; es el agua de bendición que, con su riego, hace reverdecer y florecer las plantas de nuestros buenos deseos, lava nuestras almas de sus imperfecciones y apaga en nuestros corazones la sed de las pasiones.”

También podemos traer aquí lo dicho, a tal respecto, por Santa Teresa de Jesús. Es bien cierto que los escritos de la Doctora de la Iglesia (El 27 de septiembre de 1970 Pablo VI le reconoció este título), nacida en Ávila hacen especial hincapié en el espíritu de oración, en cómo practicarlo y, sobre todo, en los frutos que produce una buena práctica orante. Es más, teniendo en cuenta el tiempo que le tocó vivir y la labor que desempeñó en lo tocante a la fundación de conventos, tal espíritu de oración (que reflejan sus obras escritas) muestra el propio vigor de la santa y, más que nada, su capacidad de recogimiento. 

Pues bien, en las “Moradas del castillo interior” (Moradas Primeras, capítulo 1, 7) dice esto:                                                                                

“Porque, a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración, no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración; porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios; porque aunque algunas veces sí será, aunque no lleve este cuidado, mas es habiéndole llevado otras.”

La oración, para un creyente católico, ha de ser un instrumento espiritual sobre el que construir su vida. Sin oración, en verdad, no hay vida cristiana porque la misma supone ponernos en comunicación directa con nuestro Creador como muy bien nos dice los tres autores traídos aquí.

Pero también podemos acogernos a las Sagradas Escrituras donde la oración es puesta, muchas veces, en práctica por aquellos que, inspirados por Dios, han sabido dejar escrito lo que tanto bien nos hace.

Así, con el Salmo 139 también pedimos algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón, 
ponme a prueba y conoce mis sentimientos, 
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que nos lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios. Y con la oración lo recorremos en la seguridad de no ser nunca abandonados por nuestro Creador.

En realidad, la oración, orar, para nosotros los hijos de Dios, debe ser como el alimento que hace crecer nuestro corazón y nuestro espíritu. Es decir, que a menor oración, menor será el crecimiento de los mismos y, por tanto, la falta de desarrollo de la relación que debemos mantener con nuestro Creador. Y al contrario: a más oración, más profunda y cercana será la que mantengamos con el Todopoderoso.

Arriba hemos dicho que desde que somos niños llegan a nuestro corazón unas palabras que, nos dicen, nos ponen en contacto con Dios. Eso, así dicho y al principio, no solemos comprenderlo. Sin embargo, nos sirve para ir creyendo que nuestra fe tiene su base en una práctica que debemos tener como gozosa y no como actuación aburrida o, en exceso, repetitiva.

Luego, cuando crecemos físicamente también debemos hacerlo espiritualmente. Eso supone que aquellas oraciones aprendidas en la infancia han de haber sido practicadas muchas veces. Pero eso no es suficiente. Y es que ha de aparecer en nuestra vida una oración, digamos, extensiva. Es decir, no debemos olvidar que el contenido de la oración puede ser, es, muy diverso: la oración de alabanza o adoración, la que es de petición (o de súplica) y  de intercesión (si pedimos para otros), la de acción de gracias y la oración de alabanza.

Así, por ejemplo, alabamos a Dios cuando le manifestamos que agradecemos su especial miramiento por su descendencia y que tenemos por muy de tener en cuenta lo que ha hecho por cada uno de nosotros. Así adoramos, así alabamos a Quien todo lo ha hecho y mantiene.

Y pedimos, suplicamos. Es, seguramente, la forma con la que más nos dirigimos a Dios. Y es que tenemos mucho por lo que hablar con el Creador en este sentido. A este respecto podemos pedir, digamos, cosas materiales (a cualquiera se le ocurren algunas) o cosas espirituales (vencer un defecto, acercarnos más al Padre, a rezar mejor…)

Siempre es importante no olvidarse nunca del prójimo. Es decir, debemos tener por bueno y verdad que Dios ha de recibir con alegría que un ser humano no pida para sí mismo siempre sino que tenga en cuenta a quien pueda necesitar ayuda. Y es que así se muestra una escasez de egoísmo que, en orden a acumular para la vida eterna, nos viene la mar de bien.

Y podemos pedir perdón. Sí, en la oración podemos decirle a Dios que hemos pecado. Es cierto que ya lo sabe pero no por eso vamos a dejar de cumplir una obligación básica como es reconocer lo que somos: nada y pecadores. Eso, de todas formas, no quita ni disminuye la necesidad de acudir al Sacramento de la Reconciliación o, por decirlo de otra forma, no nos hace innecesaria la confesión.

Hay, sin embargo, una forma de orar, un sentido de darle a la oración, que tiene que ver, lo que más tiene que ver, con nuestra propia realidad. Nos referimos a la oración de acción de gracias.

Tenemos por verdad el dicho que refiere que es “de bien nacidos ser agradecidos”. Y nosotros, que hemos nacido por voluntad de nuestro Creador, ¿no vamos a agradecer, al menos, eso?

Sin embargo, hay mucho más que agradecer. A cualquiera se le ocurrirían, ahora mismo, decenas de realidades y circunstancias por las que dar gracias a Dios.

En primer lugar, porque nos ama. Dios nos ama y eso lo sabemos tan sólo con mirarnos a nosotros mismos: nos ha hecho así, como somos y, como diría san Juan, ¡lo somos!

Pero también podemos darle gracias por aquello que tenemos. Y es que solemos creer que nuestras cosas materiales son nuestras por nuestra actividad laboral. Es cierto que eso es así pero todo viene, como diría Jesús a Pilatos refiriéndose a su poder, de “arriba”. Y arriba ya sabemos Quién está.

Pero también podemos dar gracias por aquello que, no teniendo carácter positivo, nos acaece. ¡Sí!, también debemos dar gracias a Dios por la enfermedad o por los malos momentos por los que estemos pasando. Y no se trata de manifestar actitud masoquista alguna ante nuestra realidad sino de saber ser capaces de sobrenaturalizar tales sufrimientos y llevarlos al corazón de Dios manifestando fidelidad a nuestro Creador.

Y, por supuesto, y muy relacionado con lo que hemos dicho arriba, podemos dar gracias a Dios por perdonarnos siempre. Y, aunque eso no suponga para nosotros una especie de patente de corso para hacer lo que nos plazca, no podemos negar que tener tal esperanza hecha realidad es algo más que bueno.

Y ofrecernos. También, en la oración, podemos ofrecer a Dios, por ejemplo, algo que nos cuesta hacer. Se lo regalamos en la oración, lo entregamos a su corazón para que lo acaricie y lo transforme en dones para sus hijos; también le podemos ofrecer que no volveremos a pecar (a modo de voto particular o privado) o que vamos a hacer determinado sacrificio que sabemos, por nuestra forma de ser, que nos cuesta mucho llevar a cabo.

Eso en cuanto al contenido de la oración. Pero tampoco podemos olvidar que una tal práctica espiritual tiene una forma de hacerse. Es decir, nosotros podemos orar de una forma o de otra.

Dice, a tal respecto, el Catecismo de la Iglesia católica (2699) que “La tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración.”

Vemos, pues, que la oración puede ser de tres tipos: vocal, meditada o contemplativa.

Si nos referimos a la primera de ellas es la que se expresa mediante palabras articuladas o pronunciadas. Sin embargo, se tiene por este tipo de oración aquella que hace uso de fórmulas preestablecidas y conocidas por todos los creyentes (el Padrenuestro o el Avemaría) porque están tomadas de la Biblia o las que vienen de la tradición espiritual como, por ejemplo, el Beni Sancte Spiritus, la Salve, el Señor mío Jesucristo, etc. o, por último, aquellas que, como la jaculatoria, expresan de forma breve un pensamiento espiritual y de fe.  

En cuanto a la oración a la que se aplica el término de “meditación” supone la orientación del pensamiento hacia Dios y, desde el Creador, mirar hacia el propio existir para valorarlo y acomodarlo a la propia vida y a la comunión que la une con el Todopoderoso. También se la llama “mental”.

Es bien cierto que la meditación supone la realización de un esfuerzo interior que va más allá del que se realiza para orar vocalmente. Por eso el Catecismo (2705) dice de ella que es “sobre todo, una búsqueda” y toda búsqueda supone, siempre, un esfuerzo a llevar a cabo.

Y, por último, la llamada “oración contemplativa” es una forma de llevar a cabo la experiencia cristiana de relacionarse con Dios a la que también se denomina “oración interior” u “oración del corazón”. Lo que se pretende con este tipo de oración es buscar silencio para estar con Dios pues, como dijo san Pablo “somos templo del Espíritu Santo” (cf. 1 Cor 3, 16).

Es bien cierto que este tipo de oración, para poder llevarlo a cabo, se necesita un esfuerzo mayor que para las otras dos formas. Sin embargo, no se trata de una que sólo esté destinada a ser llevada a cabo por personas religiosas en sus claustros y comunidades contemplativas. No. Ciertamente, no es fácil contemplar, en el sentido interior a que nos referimos. Sin embargo, este tipo de oración es, al contrario de lo que gusta al Enemigo suscitar en nuestro corazón, para todo aquel creyente que anhele buscarla pues, como dice Santa Teresa de Jesús la oración contemplativa es la “Fuente de Agua Viva” de la que Jesús habla a la samaritana junto al pozo de Jacob. Y ya sabemos, a tal respecto, lo que le dijo Cristo: “todo el que beba de esta agua no volverá a tener sed” (Jn 4, 13).

De todas formas, el fruto que debemos querer obtener de la oración es triple:

1. Descubrir la voluntad de Dios para nuestra vida.

2. Hacernos dóciles a la voluntad de Dios.

3. Que se la voluntad de Dios la que rija nuestra existencia.

Ya vamos viendo que orar, lo que se dice orar, se puede hacer de muchas formas o, mejor, hay muchos tipos o clases de oración. No podemos decir, por tanto, que el campo sea poco amplio y que no sepamos a qué atenernos.

Acabemos, ya, esta introducción con algo dicho por San Agustín que tiene todo que ver con la oración y con lo que con ella pretendemos. Nos nuestra el converso africano algo muy importante como es que una cosa es lo que queremos y otra, muy distinta, lo que nos conviene:

“A veces no tenemos lo que pedimos en la oración porque: oramos mal, o sea sin atención o sin fe. U oramos siendo malos, o sea sin querer mejorar nuestra conducta. O pedimos cosas que nos hacen mal, por ejemplo bienes materiales que podrían hacer más mal que bien a nuestra eterna salvación. Pero toda oración es escuchada, y si Dios no nos da lo que pedimos, nos dará algo que será mucho mejor.”

Confianza, pues, en Dios, es lo que nos corresponde tener cuando oramos al Padre Todopoderoso. Él siempre sabe lo que nos corresponde tener o alcanzar.

5. Entonces… ¿sirve para algo la oración?

La pregunta de este capítulo es terrible. Queremos decir que a un creyente católico no le conviene, para nada, contestar de según qué forma a la misma.

No  podemos negar que en el mundo en el que nos ha tocado vivir prima, tiene más importancia, aquello de lo que se obtiene un resultado práctico. Así, quien trabaja para ganarse la vida lo que quiere es… ganarse la vida; quien entrena durante muchas horas porque practica determinado deporte quiere obtener resultados satisfactorios, etc.

Lo que planteamos es que alguien puede hacer la pregunta (y muchas personas nada creyentes o, en el fondo, poco, se la hacen) que aquí traemos porque, de antemano, sabe que el resultado no se va a adecuar a sus patrones de vida común en el mundo.

Podemos resumir esto diciendo que hay personas para las que la oración no sirve de nada. Así de claro. Y plantean  las cosas como si de la misma se debiera obtener un rápido rédito, una ventaja mundana.

Lo que a tal respecto resulta más curioso es que, de hecho, se obtienen ventajas muy buenas para quien ora con fe. Lo que pasa es que no son del tipo que a muchos les gustaría y, por eso, no les parece nada bien andar tiempo y tiempo hablando con Dios o dedicando minutos y minutos que ellos emplearían en otra cosa, dicen, “más provechosa”.

De todas formas, no es poco cierto que si un católico lleva mucho tiempo sin orar no puede hacerlo de cualquier forma como tampoco podría una persona que lleva mucho tiempo postrada en la cama (pongamos, cinco o seis años) levantarse y ponerse a caminar sin ayuda de nadie. Baste, por ejemplo, esto dicho por el evangelista san Mateo (que recoge unas palabras de Cristo) que es el consejo dado por Cristo, a la sazón, Maestro, también, de la oración:

Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido te recompensará”.

Y, desde tal momento, seguir adelante bien en oración personal (fuente de gozo y de unión con Dios), bien en oración comunitaria (fuente de comunidad de fe y fidelidad).

El caso es que, tanto para quien lleve tiempo sin orar como para quien no haya perdido una tan sana “costumbre espiritual”, aquí traemos una serie causas y de razones que motivan (hacen propio y personal) el valor de la oración. Y es que la oración sí sirve. Es más, sirve para todo esto y, seguramente, para mucho más:

1. Nos relaciona abiertamente con Dios.

Nosotros, hijos del Todopoderoso, somos capaces de mantener una relación estable con Aquel que nos ha creado. A través de la oración alimentamos el vínculo con Aquel que quiso hacernos a su imagen y semejanza.

Podemos decir que existe una relación directamente proporcional entre Dios y nosotros cuando oramos: a más oración, mejor es la relación que establecemos con nuestro Creador y Padre; a menor oración, la misma se va diluyendo hasta que, para nuestro mal, se acaba perdiendo del todo.

El caso es que orar es algo muy útil a este nivel. Es decir, no oramos solos aunque lo hagamos en soledad cuando así lo llevamos a la práctica. Queremos decir que cuando hacemos lo que Cristo dice (antes lo hemos escrito) que debemos hacer para pedir, dar gracias o lo que quiera que queramos hacer en la oración, está frente a nosotros Dios mismo.

Decimos que está frente a nosotros. No quiere decir eso que esté “contra” nosotros sino en el mismo sentido que tiene lo que escribe el evangelista san Juan en el mismo inicio de su Evangelio (cf Jn 1,1) cuando dice que la Palabra estaba con Dios en el sentido de “frente” a Dios, en actitud de diálogo. Y de tal diálogo, del amor así expresado, surge el Espíritu Santo que luego enviaría cabe sí.

Pues bien, al orar nos damos cuenta que el Todopoderoso nos ama. Por eso Santa Teresa llegó a decir que “Orar es hablar con aquel que sabemos que nos ama”. Y es que, al fin y al cabo “Orar es ponerse en manos de Dios, a su disposición, y escuchar su voz en lo profundo de nuestros corazones” (Beata Teresa de Calcula) para hablar ¿de qué?: “De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias…, ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!” (San Josemaría, Camino 91)

Por eso en la oración, con ella, nos abrimos a Dios y queremos manifestarle que confiamos en su santa Providencia. Nos dirigimos a Quien está atento y no a Quien mira para otro lado cuando le hablamos o manifestamos una tal cercanía espiritual.

2. Nos ayuda a expresar nuestra fe y a vivir conscientes de que somos hijos de Dios. Hace crecer nuestra vida espiritual.

Orar es, sin duda alguna, el medio más directo con el que expresamos lo que, espiritualmente, somos. Si bien es posible manifestarlo de forma pública de otras formas (asistencia a la celebración de sacramentos, participación en grupos parroquiales, por ejemplo) no es poco cierto que cuando un creyente católico se pone ante Dios para orar está haciendo lo que, en el acto, lo define como creyente y como católico… practicante.

¿Qué se consigue orando?

Más arriba ya hemos dicho algo sobre los frutos de la oración. Pero aquí no tratamos de eso ya dicho sino de lo que, para el creyente católico, supone orar, para sí mismo. Y es que una cosa es lo que, exteriormente, pueda alcanzar el orante (también luego hablaremos de eso acerca de nosotros y el prójimo) y otra, distinta y gozosa, es lo que se puede alcanzar con la oración a nivelo íntimo, personal e intransferible.

En primer lugar, nos da seguridad en la fe que tenemos porque afirmamos, nos afirmamos, la misma a través de la práctica de la oración (divina rutina que debemos amar más que mucho). Por eso crecemos espiritualmente cuando oramos y nos sentimos fuertes frente a las asechanzas del enemigo.

Sobre esto último, valga decir que quien hace poca oración (por una supuesta falta de tiempo o, simplemente, por falta de fe en lo que eso supone) no puede enfrentarse a las tribulaciones por las que pueda pasar de igual forma a como sí puede hacerlo quien hace bastante, mucha o suficiente. Y esto es porque las barreras que podemos poner a la entrada en nuestro corazón de lo malo, cizañoso o contrario a nuestra doctrina católica serán mucho más apreciables y sólidas cuando arraiguen sobre una oración firme, franca y segura.

Crecer, espiritualmente hablando, no es poca cosa. Es más, es lo único que debemos querer porque supone el alimento que nuestra alma recibe. Sin él acabará muriendo porque aun no siendo cuerpo material el componente espiritual del que estamos dotados no puede quedarse anquilosado en el momento en el que nos fue infundido por Dios. Al contrario ha de ser la verdad: debemos hacer todo lo posible para que nuestra alma se vigorice pues es la que, en su momento, acudirá al Tribunal de Dios en nuestro juicio particular. Y no es nada conveniente que la misma esté desinflada y tenga las características de alguien que no ha sido alimentado sin culpa suya.

En segundo lugar, nos hace conscientes de que somos hijos de Dios pues al relacionarnos de esta forma con el Padre vemos cumplida una Voluntad (la suya) que tiene todo que ver con el Amor hacia sus hijos y, claro, con la relación que establezca su descendencia con su corazón.

Hay, sin embargo, algo más.

La oración, orar, nos proporciona algo que ha de ser muy buscado: la paz interior. No hablamos aquí de ningún tipo de silencio tipo budista u orientalista en el sentido de querer apartarnos del mundo para alcanzar algún estado espiritual. No. Nos referimos a darnos cuenta de una plenitud que antes de orar no teníamos o a un poder apreciar que la relación directa con Dios, de tal manera, nos procura una especie de silencio gozoso en el que vive el alma y en el que desarrolla las potencialidades que el Creador le entregó cuando nos fue infundida.

3. Nos permite abrirnos al prójimo y a sus necesidades.

De todas formas, por mucho que sostengamos que la oración nos sirve, muy bien, a nivel personal e íntimo, no podemos negar (porque sería faltar a la verdad) que orar tiene, entre sus vocaciones, una que manifiesta el sentido exacto de lo que supone ser hijo de Dios y hermano de Cristo: el prójimo, nuestro prójimo y, a modo de externalidad (algo que tiene efectos más allá de donde emerge) a la humanidad toda.

Esto viene al caso por lo siguiente.

Una de las formas de oración o, mejor, uno de los contenidos de la oración, es pedir no ya por uno mismo sino por el otro, por el prójimo.

Queremos decir que está entre nuestras obligaciones, graves, tener en cuenta las necesidades de quien está con nosotros e, incluso (como decimos arriba) de todo aquel ser humano que, por el hecho de serlo, es hermano nuestro por ser hijo de Dios.

Pues bien. Cuando oramos hemos de incluir, en aquello que hacemos, a todo aquel que conozcamos y que sepamos necesitado, precisamente, de oración.

Es evidente que cualquiera que pueda leer esto (o que no lo lea en absoluto) tiene en su mente y en su corazón, las necesidades de otros seres humanos distintos a sí mismo. Y son tales hermanos los que han de ser objeto de nuestra oración a Dios.

Al Todopoderoso le podemos pedir por aquello que necesitan y, también, pedir por aquello que creemos no es tan importante para ellos. Y es que es más que conocido que todos tenemos sueños más o menos realizables pero muchos que están muy lejos de ser conseguidos y sólo nos procuran decepciones y situaciones similares.

Pedimos, pues, a Dios por el prójimo. Y eso nos hace abrir nuestro corazón para que no quepa el egoísmo sino el hermano necesitado. Ablandamos, así, la piedra que pueda formar al mismo y la transformamos en carne porque, por ejemplo, tal es la voluntad de Dios (cf. Ez 11, 19; Ez 36, 26). Así, por ejemplo, podemos pedir a Dios “por las necesidades de aquellos que lo conocen pero no quieren tenerlo en cuenta”, “por aquellos que creen en el primado de Su corazón sobre sus vidas pero se olvidan de dárselo a entender”, “por aquellos que se alejaron de Su corazón por comodidades o egoísmos”, “por aquellos que están muy lejos de llevar una vida de oración digna de ser así llamada” o, en general, “por todo aquel que mire en exceso el suelo que pisa y no dirija su mirada al Cielo donde está el Padre”.

En fin, vemos que no es extraño que pidamos por nuestro prójimo. Es más, es muy bueno que eso hagamos. Y lo es porque a Dios siempre le ha de gustar (y gozar con ello) cuando ve que alguno de sus hijos (mejor si son la gran mayoría) se preocupa por el bien espiritual del otro, de quien no es él mismo. Y es quien ama tanto como ama el Padre quiere que su semejanza haga lo mismo. Es más, cuando hablamos de que Dios nos creó a su “imagen y semejanza” no queremos decir (aunque, a lo mejor se entiende así) que nosotros somos así, físicamente hablando, y que Dios, por tanto (al ser nosotros semejanza suya) ha de ser igual. No, la semejanza e imagen de la que hablan las Sagradas Escrituras tiene más que ver, todo que ver, con el componente espiritual del Padre. Es decir, somos semejanza suya en cuanto manifestemos amor como El Señor manifiesta, en cuanto seamos dignos de ser llamados hijos suyos porque hemos entendido lo que significa el auxilio y el echar una mano a quien lo necesita, perdonar a quien nos ha ofendido o, en fin, porque sabemos que el Padre quiere de nosotros, exactamente, eso. Y eso fue lo que, precisamente, pasó con Jesucristo que supo comprender, entender y aprehender lo que significaba la santa Voluntad de Dios. Y la llevó a cabo a rajatabla y, como se dice en la Biblia, hasta el extremo (cf. Jn 13,1). ¡Y qué extremo!

4. Nos facilita el camino a la vida eterna y nos libera de las ataduras del mundo.

Se suele decir que el camino al Infierno está empedrado de buenas intenciones. Pues también podemos decir que el que lleva al Cielo lo está de buenas oraciones. Y nos explicamos.

Debemos tener en cuenta, al respecto de este apartado, que existen dos tipos de vida: la que llevamos aquí, en el siglo (ahora mismo y mientras vivimos) y la que viene después de ésta. A nosotros nos interesan las dos pero, sobre todo, nos interesa la segunda porque dura, como diría Santa Teresa, para siempre, siempre, siempre.

No podemos negar, a tal respecto, que la oración también es muy útil al respecto de la vida que llevamos en este mundo. Y decimos eso porque una vida rica en oración nos procurará una que lo sea digna y propia de un hijo de Dios. Queremos decir que, cuando oramos, también buscamos una mejoría en nuestra forma de ser y, por tanto, eso se verá reflejado en las relaciones que mantenemos con el prójimo. Y no nos referimos (de eso ya hemos hablado antes) a interceder ante Dios por el mismo sino a vivencia puramente humana y de contacto diario.

Sin embargo, lo que tiene una relación directa con nosotros, con nuestra realidad espiritual, es lo que nos procuramos con la oración de cara a la otra vida, la que está más allá de este más acá en el que vivimos y existimos.

En efecto, queremos decir que es la vida eterna la que tiene relación con aquello que oramos, con cómo lo hacemos y, en definitiva, con el principal anhelo que debemos tener y que no es otro que la Visión Beatífica y el goce de la Bienaventuranza. ¡El Cielo!, queremos decir el Cielo como destino concreto para nuestra alma.

Para la vida eterna la oración es absolutamente necesaria. No quiere decir que quien no ore nada no alcanza la vida que dura para siempre sino que es mejor orar para que la vida dure para siempre. Y es que pueden darse casos (eso ya lo contemplará Dios según es su Misericordia y su Amor) de personas que, no conociendo al Todopoderoso no se dirijan al Señor mediante la oración.

De todas formas nosotros estamos hablando y tratando de acercar al creyente católico lo importante que es orar para gozar de la vida eterna y para ser de aquellos a los que Dios ponga a su derecha y les entregue su definitivo Reino. Nosotros, en realidad, queremos ser de estos:

“Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.”

Esto se recoge en el evangelio de San Mateo (25, 34-36) que, para nuestro tema bien podía quedar así:

“Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque pedisteis por quienes tenían hambre; pedisteis por quienes tenían sed; pedisteis para que el forastero fuera acogido; pedisteis para que se vistiera al desnudo y para que se visitara al enfermo y a quien estaba encarcelado.”

Y para ser de las personas a las que Dios tenga en tal consideración (y a las que entregue su definitivo Reino) debemos, además, arrimar el hombro en el sentido de las tales necesidades, pedir (orar) al Creador para que su Amor cambie muchos corazones que siguen siendo de piedra. El caso es que ya hemos dicho arriba algo acerca de las necesidades del prójimo. Aquí, sin embargo, lo hacemos yendo más allá de lo que supone el hecho mismo de orar por lo que el otro necesita porque el camino hacia el Cielo ha de estar empedrado de oraciones santas y no puede haber nada más agradable al corazón de Dios que ser mensajeros de las necesidades ajenas. Antes, seguramente, que de las nuestras.

Y es que todo se resume en esto:                             

Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).

¿Y qué es que no sea Dios y Cristo el Amor y la Misericordia?

Pues bien, la vida eterna, a ella, se llega (también) a través de la oración. Y si la misma es continua… mucho mejor. Y es que deberíamos estar en un estado tal de oración que no supiésemos distinguirlo de otra forma de vida, que no tuviéramos otra forma de vida: ofrecer cada cosa que hacemos, orar por el prójimo, encomendarnos a Dios para nuestras diarias labores; orar, orar, orar.

El caso es que, cuando hablamos de oración, de orar, los Salmos son, seguramente, el ejemplo perfecto para mostrarnos que la oración tiene utilidad espiritual pero, no pocas veces, material. Así por ejemplo,     

En momentos de dolor, el Salmo 130 nos dice: “Desde lo más profundo clamo a ti, Señor”.

Cuando nos encontremos en peligro, el Salmo 23 nos asegura que: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

Cuando sintamos el pecado cometido, el Salmo 51 nos ofrece esta posibilidad de decir al Creador: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme”.

Cuando necesitemos orar por la familia o por el hogar, con el  Salmo 127 estaremos seguros que: “Si el Señor no construye la casa, en vano se esfuerzan los albañiles”.

Si se da el caso de dar comienzo a un nuevo trabajo, el Salmo 1 nos asegura que: “Es como un árbol plantado junto al río: da fruto a su tiempo y sus hojas no se marchitan”.

Si la situación por la que pasamos no nos deja conciliar el sueño,  con el Salmo 4 podemos estar seguros que: “Me acuesto tranquilo y enseguida me duermo, porque sólo tú, Señor, me haces descansar en paz”.

Si, en fin, anhelamos a Dios, el Salmo 42 nos muestra el camino: “Como busca la cierva corrientes de agua, así, Dios mío, te busca todo mi ser”.

Y es que la oración, como vemos con tales ejemplos, es algo más que un simple “hablar” (o hacerlo en silencio) pues tiene todo que ver con la vida del creyente que ora. No es algo abstracto sino que forma un todo con nuestra vida de hijos de Dios.

  

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Por la libertad de Asia Bibi. 

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Por el respeto a la libertad religiosa.

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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Orar no es sólo, importante sino muy conveniente. 

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Para leer Fe y Obras.

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.

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4 comentarios

  
Silvia Liliana Sueyro
Gracias pir ayudarme a saber que significa La Oracion.Rece por mi porque mi oracion a veces decae .Saludos en Cristo y Maria.
01/06/16 3:56 PM
  
Franco
¿Va a haber más artículos sobre la oración?

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EFG

Sobre este libro, en concreto, queda el artículo de la semana que viene pero no descarto seguir escribiendo, con la ayuda de Dios, más sobre la oración.
Gracias por su interés.
02/06/16 12:16 AM
  
Franco
¿Cómo dudar de la providencia? Que hayas hecho este post justo hoy... No puede ser casualidad.
02/06/16 12:24 AM
  
Franco
Eleuterio, espero no ser molesto si te pregunto: ¿Podrías rezar por mí? Desde ya te agradezco.


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EFG


Faltaría más. Lo puede dar por hecho.
04/06/16 11:59 PM

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