San Josemaría y la lucha interior - La respuesta de nuestra fe

¿Cómo entiende el fundador del Opus Dei la lucha interior? ¿Cómo cree que debe plantearse la misma cada hijo de Dios? o ¿Es posible salir vencedor de tal enfrentamiento con nosotros mismos?

El joven Escrivá sabía de luchas interiores porque era una criatura de Dios consciente de lo que eso supone. Por eso, en el punto  729 de “Camino” exclama “¡Oh, Dios mío: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Ti! Reconocía, por una parte, su propia debilidad y por otra la tabla de salvación que tenía en el Creador.

Entre las muchas homilías que se encuentran recogidas en “Es Cristo que pasa” la que corresponde al 4 de abril de 1971, a la sazón Domingo de Ramos, tiene como objeto, entre otros, manifestar qué es la lucha interior y cómo ha de encarar el discípulo de Cristo la misma.

Y es que el cristiano, como persona que se inmiscuye en el mundo porque en el mundo vive y habita, ha de enfrentarse contra aquella tendencia, natural y propiamente humana, de actuar en contra de la voluntad de Dios y en perjuicio directo de su propia existencia. Ahí se encuentra la lucha interior y ahí, exactamente, el Espíritu de Dios echa su cuarto a espadas en la defensa de sus hijos.

Si hay, por lo tanto, una lucha que el cristiano debe, siempre, afrontar, es la que ha de tener con su propio corazón. Pero también reconocemos que la dificultad que encierra tal lucha es grande porque el mundo y sus llamadas hacen, a veces, difícil la pervivencia de la llama de la fe.

Tenemos, por tanto, enemigos que batir en nuestro corazónmundo, demonio y carne. Y, aunque pueda parecer que se trata de un posicionamiento algo antiguo, que cada cual haga examen de conciencia y vea si es o no cierto lo dicho por san Josemaría.

Muchas veces, sin embargo, caemos y nos dejamos llevar por nuestras humanas inclinaciones. Bien sabemos que, como dijo san Pablo, a veces hacemos lo que no debemos a pesar de que sabemos que no debemos hacerlo. Sin embargo, ante esto, nos dice el autor de Camino lo siguiente (punto 711):

“Otra caída… y ¡qué caída!… ¿Desesperarte?… No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. —Un “miserere” y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo”.

Es decir, en nuestra lucha interior no estamos solos. Ni mucho menos. Muy al contrario, nos acompañan tanto Jesús como su Madre, María. Así bien podemos decir que nuestro camino no es tan arduo… aunque lo sea.

Eso mismo nos dice en otro puntoel 721:

Si se tambalea tu edificio espiritual, si todo te parece estar en el aire…, apóyate en la confianza filial en Jesús y en María, piedra firme y segura sobre la que debiste edificar desde el principio”.

Pero… ante esto, ¿Qué podemos tener como seguro? Pues algo muy sencillo:

¡Que cuesta! —Ya lo sé. Pero, ¡adelante!: nadie será premiado —y ¡qué premio!— sino el que pelee con bravura”.

En este punto, el que hace 720 de “Camino” nos pone, sobre nuestros hombros, una carga que ha de ser gozosa: hay que pelear con bravura y no vale mantenerse al margen de lo que, espiritualmente, nos pase.

Y, sobre todo, lo siguiente (punto 733):

Confía siempre en tu Dios.-Él nunca pierde batallas”.

Digamos, ya para terminar, que en el texto de la homilía que aquí traemos se ha respetado la división que ha hecho de la misma el libro citado supra “Es Cristo que pasa” donde está contenida (numerando, así, según consta en el mismo). Lo único que hemos hecho, de nuevo, por así decirlo, es titular cada uno de los apartados relativos, precisamente, a la lucha interior además, claro está, comentarlos.

 

La respuesta de nuestra fe

 (78)

El que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos. Como la mortificación es también oración —plegaria de los sentidos—, podemos describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos.

Quisiera que considerásemos ahora ese manantial de gracia divina de los Sacramentos, maravillosa manifestación de la misericordia de Dios. Meditemos despacio la definición que recoge el Catecismo de san Pío V: ciertas señales sensibles que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, como poniéndola delante de los ojos. Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia y su piedad con nosotros no admiten límites. Y, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente —sólo Él podía hacerlo— estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención.

Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana. Sin embargo, no se nos oculta que particularmente en esta época nuestra no faltan quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo. Es doloroso hablar de esta llaga de la sociedad que se llama cristiana, pero resulta necesario, para que en nuestras almas se afiance el deseo de acudir con más amor y gratitud a esas fuentes de santificación.

Deciden sin el menor escrúpulo retardar el bautismo de los recién nacidos, privándoles —con un grave atentado contra la justicia y contra la caridad— de la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original. Pretenden también desvirtuar la naturaleza propia del Sacramento de la Confirmación, en el que la Tradición unánimemente ha visto siempre un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar —miles Christi, como soldado de Cristo— en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia.

Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.

Verdaderamente es infinita la ternura de Nuestro Señor. Mirad con qué delicadeza trata a sus hijos. Ha hecho del matrimonio un vínculo santo, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios, un ambiente de paz y de concordia, escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios. De ahí arranca el amable deber de veneración, que corresponde a los hijos. Con razón, el cuarto mandamiento puede llamarse —lo escribí hace tantos años— dulcísimo precepto del decálogo. Si se vive el matrimonio como Dios quiere, santamente, el hogar será un rincón de paz, luminoso y alegre”.

 

80

 

Pero sigamos contemplando la maravilla de los Sacramentos. En la Unción de los enfermos, como ahora llaman a la Extrema Unción, asistimos a una amorosa preparación del viaje, que terminará en la casa del Padre. Y con la Sagrada Eucaristía, sacramento —si podemos expresarnos así— del derroche divino, nos concede su gracia, y se nos entrega Dios mismo: Jesucristo, que está realmente presente siempre —y no sólo durante la Santa Misa— con su Cuerpo, con su Alma, con su Sangre y con su Divinidad.

Pienso repetidamente en la responsabilidad, que incumbe a los sacerdotes, de asegurar a todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos. La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo.

Hablábamos antes de lucha. Pero la lucha exige entrenamiento, una alimentación adecuada, una medicina urgente en caso de enfermedad, de contusiones, de heridas. Los Sacramentos, medicina principal de la Iglesia, no son superfluos: cuando se abandonan voluntariamente, no es posible dar un paso en el camino del seguimiento de Jesucristo: los necesitamos como la respiración, como el circular de la sangre, como la luz, para apreciar en cualquier instante lo que el Señor quiere de nosotros.

La ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el Creador. Somos la oscuridad, y El es clarísimo resplandor; somos la enfermedad, y El es salud robusta; somos la escasez, y El la infinita riqueza; somos la debilidad, y El nos sustenta, quia tu es, Deus, fortitudo mea, porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza. Nada hay en esta tierra capaz de oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de Cristo. Pero la pequeñez humana puede velar los ojos, de modo que no adviertan la grandeza divina. De ahí la responsabilidad de todos los fieles, y especialmente de los que tienen el oficio de dirigir —de servir— espiritualmente al Pueblo de Dios, de no cegar las fuentes de la gracia, de no avergonzarse de la Cruz de Cristo”.

 

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Nuestra fe tiene respuestas o, mejor, nos auxilia en nuestra lucha interior. No hay que ir demasiado lejos para darnos cuenta de que en aquello que hizo y propuso Jesucristo encontramos lo necesario para enfrentar a nuestros enemigos interiores y a todo lo que se oponga a una vida plena de creyente en Dios Todopoderoso y en nuestra filiación divina.

San Josemaría, como hemos dicho a lo largo de las páginas anteriores, conoce muy bien lo que supone la lucha interior para el creyente y hasta qué punto de tensión espiritual puede llevarle e, incluso, las noches oscuras en las que puede hacerle caer. Por eso habla, en estos apartados de su Homilía, de los Sacramentos que son, por lo dicho por el santo de lo ordinario, un instrumento espiritual totalmente eficaz. Y los tiene en cuenta para ser instrumentos, por eso mismo, en la lucha que el hijo de Dios mantiene consigo mismo para vencer contra las muchas asechanzas que sufre su alma y que pretende apartarlo del Quien la infundió en el corazón de su creatura.

Dice san Josemaría algo que, de pasarse por alto, haría todo lo referido a la lucha interior muy de menos: “El que desea luchar”.

Por tanto, la lucha interior es expresión de voluntad espiritual de quien es cristiano de criterio, discípulo de Cristo con conciencia de filiación divina.

En efecto, luchar en cuanto a lo espiritual (y su trascendencia en lo material si se da la correspondiente unidad de vida) consiste, primero, en darse cuenta de la necesidad de tal lucha; después, en querer hacerlo y, por último, en palabras del santo aragonés, en “poner los medios”.

Es evidente que quien se sabe cristiano conoce que no se enfrenta a sus inclinaciones mundanas en solitario. Es más, tiene conciencia clara que, de querer hacerlo solo (sin determinados auxilios de los que ahora hablamos) el fracaso será total pues, no obstante, Cristo ya dijo que “sin mí nada podéis hacer” (cf. Jn 15, 5).

Y, refiriéndonos a Jesucristo y a la necesidad que tenemos del Hijo, ¿qué mejor que los Sacramentos instituidos por Él como instrumentos que nos ayuden a enfrentar nuestras caídas? En realidad, no hay nada nuevo, nada que crear que no exista ya y nada que inventar fuera de lo que el Mesías ya hizo en su día. Tan sólo nos queda ponerlo en práctica.

Por eso deja escrito san Josemaría, “¡Qué bondad la de Cristo al dejar a su Iglesia los Sacramentos! -Son remedio para cada necesidad” (1).

Llama san Josemaría, en este número 78 de “Es Cristo que pasa” a los Sacramentos “manantial de gracia” y es que, en verdad, en ellos podemos calmar nuestra sed de espíritu zaherido por todo aquello que se pone en nuestra contra y nos hace caer, las más de las veces, sin excusa por nuestra parte.

Es bien cierto que no todos los Sacramentos tienen la misma utilidad espiritual para llevar a cabo una lucha interior provechosa pero también lo que es que algunos de ellos son más que aptos para ello.

Al respecto de la lucha interior, dice el Catecismo de la Iglesia Católica (2) algo que nos debe hacer creer que, de verdad, debemos luchar contra lo que nos inclina a lo no bueno y mejor. Dice lo que sigue:

“El Bautismo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los pecados. Pero el bautizado debe seguir luchando contra la concupiscencia de la carne y los apetitos desordenados. Con la gracia de Dios lo consigue

– mediante la virtud y el don de la castidad, pues la castidad permite amar con un corazón recto e indiviso;

– mediante la pureza de intención, que consiste en buscar el fin verdadero del hombre: con una mirada limpia el bautizado se afana por encontrar y realizar en todo la voluntad de Dios (cf. Rm 12, 2; Col 1, 10);

– mediante la pureza de la mirada exterior e interior; mediante la disciplina de los sentidos y la imaginación; mediante el rechazo de toda complacencia en los pensamientos impuros que inclinan a apartarse del camino de los mandamientos divinos: ‘la vista despierta la pasión de los insensatos’ (Sb 15, 5);

– mediante la oración:

Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí; siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: que nadie puede ser continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado (S. Agustín, conf. 6, 11, 20)”.

Vemos, por tanto, que todo empieza, precisamente, con un Sacramento: el Bautismo. A partir del mismo, y por habernos infundido el Espíritu Santo, formamos parte de la Iglesia católica y somos considerados, formalmente, hijos de Dios. Y desde entonces, claro está que cuando tenemos uso de razón y podemos darnos cuenta de las cosas espirituales en su profundidad adecuada, debemos plantar cara a lo que nos obnubila y los aleja de Dios.

Pues bien, el los Sacramentos encontramos el instrumento adecuado para llevar esto a cabo.

Dice san Josemaría, en este mismo número, que en los Sacramentos encontramos una “maravillosa manifestación de la misericordia de Dios”. Y es que, en efecto, a través de ellos, instituidos por su Hijo Jesucristo, nosotros, sus hermanos, podemos aprovechar, espiritualmente hablando, estos “siete signos eficaces”. Y aunque sea cierto que alguno de ellos pudiera parecer no apto para la lucha interior, sí es cierto que algún lo es sobremanera.

Es más, “si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana”. Por eso dice san Josemaría que son “causa y signo de la gracia santificante” (3) pues les reconoce toda la virtualidad que contienen cada una de ellos.

Estamos, pues, bautizados pero en determinados momentos de nuestra vida nos vemos sometidos a presiones espirituales que pueden abocarnos a un abandono de nuestra fe, a la no práctica religiosa o, en fin, a dejarnos someter por el mundo, por el siglo. Y, así, podemos caer en actitudes pecaminosas (“de palabra, obra u omisión” (4)) contra las que debemos luchar. Y debemos hacerlo antes de que se produzcan (5) en un combate en el que mucho nos conviene salir vencedores.

¿Qué, pues, referido a los Sacramentos es importante tener en cuenta?

Hemos dicho ya, primero, que existen; luego, que no debemos abandonarlos. Pero es que, además, la santidad, la nuestra está en juego. Y tal es así porque de resultar vencedores de nuestra continua lucha interior es bien cierto que el camino hacia la bienaventuranza, hacia la vida eterna, estará algo más despejado. Por eso nos dice nuestro santo autor que “La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo —que viene a inhabitar en nuestras almas—, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante”.

Y añade:

“Hijo mío, no nos hagamos ilusiones: tú y yo —no me cansaré de repetirlo— tendremos que pelear siempre, siempre, hasta el final de nuestra vida. Así amaremos la paz, y daremos la paz, y recibiremos el premio eterno” (6).

El caso es que bautizados, ya somos y confirmados robustecemos “la vida espiritual” y se nos procura “una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar, en esta batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia” nos dice san Josemaría este número 78 de “Es Cristo que pasa”.

Luego, la Eucaristía, que al desavisado pudiera parecer que poco tiene que ver con la lucha interior, sirve, nos sirve, de semilla para afrontar la misma con eficacia. Y es que en Forja escribe “Qué estupenda es la eficacia de la Sagrada Eucaristía, en la acción —y antes en el espíritu— de las personas que la reciben con frecuencia y piadosamente” (7).

Vemos, por tanto, que la Eucaristía es eficaz “antes en el espíritu” porque, en efecto, auxilia a nuestra alma a vencer lo que ha de ser vencido para que nuestra vida se corresponda con la propia de un hijo de Dios. Y, luego, claro está, lo es en cuanto que vencidas las tentaciones de obrar contra el Padre una vida digna es la que se lleva a cabo.

Tal interpretación del sentido de la Eucaristía se deriva, lógicamente, de lo que es la misma para el católico y la eficacia de la Santa Misa radica en lo que, para los discípulos de Cristo supone querer imitar al Maestro. Y a tal respecto escribió san Josemaría que “Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús” (8). Y ¿qué mejor identificación con Jesucristo que ser capaces de luchar contra nuestras tentaciones como hizo Él en el desierto tras su bautismo en el Jordán?

Lucha interior, pues, centrada en Quien supo mantenerse firme ante lo malo y peor y hacerlo, siempre, con el sustento de Dios y de su santa Palabra (cf. Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13).

Luchamos, por tanto, interiormente mediante estos tres Sacramentos (cada cual en el sentido adecuado): Bautismo-Confirmación-Eucaristía que no por casualidad sino por santa Providencia de Dios son los propios de la iniciación cristiana y, con ella, de la cierta posibilidad de alcanzar la vida eterna la cual, no lo olvidemos, depende muy mucho de nosotros y de nuestro proceder.

Pero tenemos, de todas formas, un aliado espiritual de notable importancia a la hora de encarar la lucha que debemos mantener con aquello que acecha nuestra alma y nuestro corazón cristiano: el sacerdote (9).

La importancia del sacerdote en toda esta “economía de lucha interior” (como podríamos llamarla) a nadie se le escapa. Y es que en cada uno de los Sacramentos más directamente relacionados con el combate espiritual que mantenemos con nosotros mismos aquel juega un papel muy importante.

A tal respecto dice san Josemaría, en este número 80 de “Es Cristo que pasa” que el sacerdote asegura” a todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos” y, por eso mismo, cabe considerarlo esencial para que seamos capaces de hacer provechoso uso de los mismos. Por eso en “Amar a la Iglesia” (10) escribe el santo de lo ordinario que “Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad”. Y, por tanto, nos procura, a los fieles, una herramienta espiritual de primer orden para llevar a cabo una fructífera lucha interior.

Podemos decir, a tal respecto, que cada fiel, cada hijo de Dios, es un mundo particular que requiere su especial y concreta atención porque cada cual tenemos unas causas bien determinadas de lucha interior por las que batallar. Por eso apunta san Josemaría que “La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal” (80 de “Es Cristo que pasa”)

El caso es que el sacerdote, en el desempeño de su especial función espiritual, ha de hacer todo lo posible para “procurar que todos los católicos se acerquen al Santo Sacrificio siempre con más pureza, humildad y veneración” (11) pues de la misma pureza se derivará una lucha interior victoriosa, de la humildad que se habrá vencido la soberbia y, por fin, de la veneración, que se comprende lo que supone, para nosotros, un Sacrificio tan santo como el del Único Santo, Jesucristo.

Tenemos, pues, al sacerdote como gran aliado en la lucha interior. Él imita a Cristo y nosotros, que también queremos hacer lo mismo, procuramos no abandonar una medicina espiritual que, siendo principal en la Iglesia, es fuente de luz y de esperanza en la tiniebla espiritual por la que estemos pasando: los Sacramentos y, con ellos, el sacerdote como expresión viva de Jesucristo Vivo para siempre.

Digamos, por último, algo que san Josemaría destaca en algunas ocasiones al respecto del sacerdote y aquí mismo lo dice.

Tenemos al hermano en la fe que ha querido seguir la llamada de Dios y se ha ordenado sacerdote como un instrumento espiritual puesto por el Creador para dirección y corrección de errores o equivocaciones de sus hijos los hombres. Pero, para eso, el sacerdote ha de desempeñar su función de forma que no se pueda desprender de ella ningún tipo de menoscabo para el fiel católico. Así, por ejemplo, al final de este punto (78) hace hincapié en la “responsabilidad de todos los fieles, y especialmente de los que tienen el oficio de dirigir –de servir- espiritualmente al Pueblo de Dios, de no cegar las fuentes de la gracia, de no  avergonzarse de la Cruz de Cristo”. Y, abundando en eso, escribe que “se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él, especialmente en aquellos momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre y cuando, en nombre de Dios, en la Confesión sacramental auricular y secreta, perdona los pecados. La administración de estos dos Sacramentos es tan capital en la misión del sacerdote, que todo lo demás debe girar alrededor. Otras tareas sacerdotales -la predicación y la instrucción en la fe- carecerían de base, si no estuvieran dirigidas a enseñar a tratar a Cristo, a encontrarse con él en el tribunal amoroso de la Penitencia y en la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, en la Santa Misa” (12).

Y es que, como ya hemos dicho, imitar al Maestro, por ejemplo, en su lucha interior, sólo puede ser, sólo es, fuente de luz y de esperanza.

NOTAS

(1) Camino,  n. 521.      

(2) Número 2520.

(3) Amar a la Iglesia, n. 24

(4) Fórmula propia del Acto Penitencial de la Santa Misa.

(5) No obstante bien pedimos a Dios, en el Padre Nuestro, que “no nos deje caer en la tentación”  pues la misma puede existir pero en nuestra lucha está el no caer en ella.

(6) Por los dos últimos entrecomillados, Forja, Otra vez a luchar,  n. 429.

(7) Forja, Puedes,  n. 303    

(8) Es Cristo que pasa,  n. 87.

(9) Es bien cierto que san Josemaría trata, en esta misma Homilía, del Sacramento del Orden pero no es menos cierto que en este punto se refiere, precisamente, al auxilio que el sacerdote puede prestar al fiel en materia de lucha interior.

(10) Amar a la Iglesia-Sacerdote para la eternidad,  n. 39.

(11)  Amar a la Iglesia-Sacerdote para la eternidad, n. 46.

(12)  Amar a la Iglesia-Sacerdote para la eternidad, n. 43.

Eleuterio Fernández Guzmán

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Luchar contra nosotros mismos es síntoma de querer mejorar.

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1 comentario

  
Yuri Haraguchi
Sin los Sacramentos como dice San José María de Balaguer no tendría verdadera vida cristiana, pues seguir al Señor no es nada fácil. Sin la acción del Santo Espíritu ¿que puede el hombre frágil criatura?. En cada Sacramento está la acción del Espíritu de Dios que derrama su gracia sobre uno y por ella podemos seguir el camino de la santidad aún en medio de las sombras y escollos del camino. La gracia de Dios es la Luz que nos ilumina, es la fuerza que nos sostiene y nos levanta cuando caemos es el Amor que cura nuestras heridas para poder seguir adelante.
02/04/16 2:46 AM

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