Rebelión en la Serranía (y III)

Abd ar Rahmán III y la muerte de Samuel ben Hafsun

La fortaleza de carácter del nuevo emir se puso pronto de manifiesto: prometió perdón pleno a todos los rebeldes que se sometieran, y la muerte a los que se resistieran. La mayoría de los señores de castillos muladíes que aún abrazaban la rebelión se sometieron.

Los mozárabes se hallaban cansados de la guerra y las devastaciones, algunos de los señores de castillos se habían convertido en simples bandidos que oprimían por igual a árabes y a hispanos. No pocos, en fin, recordaban que bajo el sultán sufrían discriminación religiosa, pero tenían al menos paz y orden, por lo que el espíritu belicoso andaba tan decaído que ben Hafsun hubo de acogerse a un expediente realmente desastroso: contrató berberiscos mercenarios de Tánger para sostener su ejército. Tales guerreros se venden al mejor postor y son la peor opción para una guerra de raza y religión. Cada año que pasaba era evidente que los serranos de Reiyo no eran los astures, y que Samuel ben Hafsun no se convertiría en el Pelayo del sur.

Abd ar Rahmán puso a su mejor general, Bader, al mando de una expedición que obtuvo la rendición de Écija en 912, pese a la fortaleza que los hispanos tenían en aquella comarca (una de las pocas ciudades donde los cristianos todavía eran mayoría), esa misma columna obtuvo un éxito en Archidona, que se había rendido, y a la cual amenazaba el ejército mozárabe de Samuel, el cual hubo de retirarse ante la llegada de Bader. Mientras, el propio emir se puso al frente de otro ejército y logró la rendición de todos los castillos de Albuxarat (Jaen) que todavía obedecían a ben Hafsun. Entre ellos destacan los de las plazas fuertes de Monteleón, Cazlona y Mentesa. A continuación entró en la provincia de Ilbira, donde rindió de igual modo Tíjola, Baza, Morbit, Guadix y las Alpujarras. En virtud de la rendición pactada musulmana, el aman, el emir respetó las vidas de los señores y los envió a Córdoba con sus familias para servirle allí.

Estando en sierra Nevada supo que Samuel amenazaba de nuevo la ciudad de Elvira, que se había convertido en su obsesión particular, una especie de Stalingrado para Hitler o Bilbao para los carlistas. Envió una avanzada rápida que, unida a la guarnición, puso en fuga a las tropas mozárabes, capturando a Omar ben Ayub, nieto del propio caudillo hispanogodo. Luego sitió Jubiles, donde había una fuerte guarnición, pero tras dos semanas de asedio, los muladíes de la plaza la entregaron al emir, que respetó sus vidas y degolló cruelmente a los mozárabes. Esta entrega de los hispanos cristianos al emir por mano de hispanos musulmanes fue toda una premonición del cambio de situación que se avecinaba, y de la desaparición paulatina de la solidaridad entre hispanos de diversas religiones. Tras conquistar los castillos de Santesteban y Peña Ferrata, cercanos a Elvira, dejó pacificada la provincia y pasó a ocuparse durante los dos años siguientes de la rebelión árabe de Sevilla.

Ben Hafsun, mientras tanto, desesperado por salvar su causa, cometió un error más. Abatidos los aglabíes abbásidas del norte de África, buscó el apoyo de sus sucesores, los fatimíes de Egipto, con cuyo gobernador en África, Ubaid Allah, estableció contacto. Los fatimíes eran de la secta chíita, y sus predicadores llegados a Reiyo de mano de Samuel horrorizaron a los muladíes, que eran devotos sunnitas (musulmanes ortodoxos). Si algún apoyo le quedaba al caudillo de Bobastro entre los musulmanes hispanos, lo perdió para siempre. Los fatimíes no tenían fuerza para apoyarle, y jamás lo intentaron (salvo algunos envíos de víveres), pero su sometimiento, aunque fuese teórico, a ellos, arruinó definitivamente su prestigio entre los muladíes.

Ben Hafsun intentó un último apoyo a los árabes yemenitas Ben Hachach de Sevilla, irónicamente sus únicos aliados en estos años, pero la derrota a las puertas de la ciudad en 913 selló definitivamente su destino. Sometida la capital hispalense, Abd ar Rahmán preparó una gran expedición para acabar definitivamente con la rebelión serrana. Sabía que Reiyo, casi enteramente cristiana, no sería tan fácil de someter como Iblira o Albujarrat, pero a pesar de ello se sintió frustrado por su fracaso en el sitio de Torrox, defendida por el mismo ben Hafsun, y poco después ante los muros de Belda. Una flota emiral destruyó los suministros que del África le traían a Samuel los fatimíes.
Abd ar Rahmán optó por extender el perdón también a los cristianos que se rindiesen. Tan baja era la moral que algunos castillos de la propia serranía de Reiyo aceptaron los términos, y el emir los cumplió escrupulosamente. Un lento goteo de rendiciones se fue produciendo hasta 916, en que el emir intentó de nuevo la conquista de los nidos de los mozárabes de la Serranía. Mas fracasó de nuevo ante los muros de Bobastro y de Monterrubio, donde murió el general cordobés Abbás ben Ahmed. Como era previsible, los mozárabes de Reiyo se mostraron duros contrincantes en su propia tierra.

Parece ser que sus últimos meses de vida, Samuel llegó a ofrecer, como otras veces, su sometimiento al emir. Tenía 62 años cuando, en septiembre de 917 enfermó, y finalmente murió en su fortaleza de Bobastro donde, según las propias fuentes musulmanas, fue enterrado según los ritos cristianos. Otro testimonio que prueba la sinceridad de su conversión, visto que los musulmanes dan una importancia capital a ser enterrado al modo tradicional de los sumisos a Alá.

Descendiente de la pequeña nobleza goda sumisa a los árabes, Samuel ben Hafsun, nacido Omar, fue el caudillo natural de la raza hispana del sur de Al Andalus en pleno dominio omeya, rebelada ante los abusos de emires y aristócratas árabes. Pese a carecer de verdadero genio militar, mostró astucia política y supo ganarse la simpatía general; dominando en algunos momentos grandes extensiones en varias provincias meridionales. Fue el portavoz de los anhelos y frustraciones de los hispanogodos sometidos y, en sus últimos años, señor genuino de los últimos mozárabes activos de la España musulmana. Tuvo carácter belicoso y rufianesco. Fue bandolero, señor, político y guerrero. Puso en aprietos a los árabes de España como nadie más lo había hecho desde la rota de Guadalete y murió indomable en su fortaleza roqueña. A su muerte, la causa mozárabe ya estaba sentenciada por las nuevas formas de gobierno en Córdoba impulsadas por su enérgico y astuto monarca, que pronto desembocarían en la tiranía.

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El fin de la guerra

Su primogénito Chafar heredó su señorío en Bobastro, y su futuro no era muy halagüeño. Sulaimán, el segundo hijo de ben Hafsun, señor de Úbeda de Elvira, fue derrotado y capturado por los cordobeses en marzo de 918, y hubo de enrolarse en el ejército emiral, marchando hacia el norte donde tomó parte en las campañas contra los leoneses. El tercer hijo, Abd ar Rahmán, señor de Torrox, se rindió poco después junto a la plaza, y fue llevado a Córdoba, donde pasó el resto de su vida dedicado a copiar libros, su gran afición. En 919 el emir se puso personalmente al frente de un ejército y perdió Chafar más plazas, como el bastión de Belda, donde los mozárabes, traicionados por los muladíes que colaboraron con el sultán, lucharon con valor hasta el último hombre. Llegado hasta los alrededores de Bobastro, taló toda la comarca. Chafar se avino a someterse y Abd ar Rahmán aceptó los rehenes y la promesa de tributos del hispanogodo.

Chafar creyó poder revertir la fortuna de sus armas deshaciendo el camino emprendido por su padre. Anunció su intención de volver a profesar el islamismo, con la idea de atraerse de nuevo a los muladíes. Fue un error fatal: desde hacía 20 años, los ben Hafsun habían ligado su suerte a los mozárabes y la fe de sus antepasados; debían sostenerse con ellos o perecer a su lado. La guardia mozárabe le asesinó en 920, instigada por su hermano Sulaimán, y fue enterrado en Bobastro al lado de la tumba de su padre.

Sulaimán ben Hafsun mostró inicialmente dotes de mando que evocaban el talento de su padre. Supo escapar de la vigilancia de los militares árabes y llegó a Bobastro donde fue reconocido como señor de los mozárabes de Reiyo. Ese año logró recuperar Ojén y Torrox, pero en 921 perdió esas plazas (que fueron arrasadas), así como Almundal, Jerte y Almuñecar. También los hijos de Ibn Mastaba, antiguo compañero de armas de Samuel, perdieron en esa campaña los castillos que aún poseían en la sierra de Priego. En 922 Abd ar Rahmán sitió infructuosamente Monterrubio, entre Reiyo y la cura de Córdoba. Una nueva expedición emiral en 923 estrechó seriamente a Bobastro, y en la fortaleza comenzaron a crearse dos partidos: uno que estaba dispuesto a resistir hasta el fin, y otro que proponía acogerse a las medidas de gracia que el emir prometía a los que se sometían voluntariamente. Parece que Sulaimán se inclinó a este último partido, aumentando las tensiones. Su hermano menor, Hafs, encargado de la defensa del castillo de Cámara, prestó vasallaje secreto a Abd ar Rahmán, que le prometió mantenerle en posesión de una plaza.

Finalmente estalló una insurrección dentro del propio Bobastro, y los más celosos expulsaron a Sulaimán de la fortaleza, liberando a los cautivos que había hecho. Auxiliado por sus partidarios, logró regresar poco después, haciendo un escarmiento entre sus enemigos, matando a muchos y saqueando sus bienes para repartirlos entre sus fieles. Tales métodos (que jamás habían empleados los cristianos contra los suyos) terminaron con la poca moral que quedaba en el campo mozárabe. Abd ar Rahmán se retiró tras dos meses, pero dejó lugartenientes en varios castillos de la cercanías para que se encargaran de mantener estrechado el cerco.

Durante cuatro años más logró Suleimán mantenerse precariamente, pero en febrero de 927 fue derribado de su caballo en una salida contra los sitiadores. Lo mataron a lanzadas y tajos y descuartizaron su cuerpo. Sus restos fueron llevados en gran triunfo a Córdoba, y colgados sobre la puerta Azuda, para escarmiento de otros rebeldes y satisfacción de la ferocidad musulmana, que también asistió a la crucifixión simultánea de otros partidarios mozárabes de ben Hafsun en la pradera que existía ante el alcázar.

Ya quedaba poco para el fin de la insurrección. Hafs, el menor de los hijos varones de Samuel, heredó un señorío desalentado y en ruinas, y apenas tuvo tiempo para disfrutarlo. En 926 se había rendido Monterrubio, la otra gran fortaleza mozárabe de la Sierra. En junio de 927 Abd ar Rahmán emprendió una expedición decidido a tomar definitivamente el bastión cristiano de Bobastro. Estableció un asedio en toda regla, cortando toda posibilidad de recibir suministros. Otros contingentes del ejército emiral habían reforzado las guarniciones de las ciudades con gran población cristiana como Archidona, para evitar que sus habitantes cedieran a la tentación de socorrer a los ben Hafsun. Hafs se sostuvo con gran presencia de ánimo durante más de seis meses, pero finalmente se rindió con los suyos al emir el 21 de enero de 928. Sus vidas fueron respetadas, y se les llevó a Córdoba, donde hubieron de servir a Abd ar Rahmán de diversas maneras.

Unas pocas plazas que todavía estaban en poder de los mozárabes (Sancti Petri, Turón, Pomares) se rindieron prontamente. Todos los cristianos fueron desterrados a Córdoba y otras partes del reino. Los castillos fueron demolidos, las iglesias y monasterios arrasados, y toda presencia cristiana eliminada de la Serranía. En marzo de 928, Abd ar Rahmán quiso visitar personalmente la imponente fortaleza que había desafiado a cuatro emires durante 50 años. Quedó tan admirado de las formidables defensas de la plaza, que mostró una gran alegría por su conquista. Alentado por sus faquíes, abrió las tumbas de los hafsuníes. Al ver que Samuel y su hijo Chafar habían sido enterrados al modo cristiano, ordenó desenterrar los cuerpos y trasladarlos a Córdoba, donde fueron macabramente crucificados junto a los restos de Sulaimán. Aunque no pocos autores han hablado de la personalidad desequilibrada y melancólica del que poco después se proclamó primer califa de Al Andalus, la crueldad con la que habían tratado los cadáveres de los hispanos rebeldes había ya tenido ejemplos previos con los anteriores sultanes.


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Santa Argéntea

Este capítulo de la historia de España se cerró, muy simbólicamente, con un martirio. Entre los miembros de la familia hafsuní llevada a Córdoba destacó una de las hijas de Samuel, Argéntea, que había solicitado desde la muerte de su madre Columba retirarse a la vida monacal. Cautiva en la capital califal, acudió a visitar a la cárcel a Wulfura, un franco que, atraído por las historias de los mártires de Córdoba, había acudido a la ciudad a predicar a Jesucristo. Fue puesto en prisión en atención a que era extranjero, pero se le amenazó con la ejecución si no cesaba en su predicación. En una de las visitas, se averiguó la identidad de Argéntea, que proclamó orgullosa su fe. Como su padre había nacido musulmán, las leyes islámicas le condenaban a muerte por su conversión. Dada su alcurnia y que era hermana de Hafs, que servía en el ejército califal, el cadí intentó convencerla para que abjurara. Como aquella lo rechazara, fue torturada y alcanzó la palma del martirio junto a Wulfura el 13 de mayo de 931. Fue enterrada en la iglesia de los Tres Santos.

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Epílogo

Abd ar Rahman III acabó con todas las rebeliones, implantó el califato y contuvo eficazmente a los reinos cristianos del norte. Inauguró un siglo de esplendor del Al Andalus califal. Una de sus principales preocupaciones fue terminar con la heterogeneidad étnica y religiosa, origen de tantos conflictos en el pasado: a partir de su reinado todas las razas andalusíes fueron igualadas ante la ley, y todas sometidas a la soberanía absoluta del califa (continuada a finales del siglo XI con la tiranía del dictador Abu Amir Muhammad Ben Amir, llamado “El Victorioso” o Al Mansur, y conocido por los cristianos como Almanzor, que fue rey en todo menos el nombre). El islam se convirtió en la religión oficial y única válida ante la ley, y el cristianismo, cada vez más minoritario e identificado con la fe de los enemigos del norte, fue arrinconado y progresivamente peor tolerado, hasta que la llegada de los invasores africanos a partir de 1085 prácticamente lo borró. Abd ar Rahmán no logró la plena fusión de todas las etnias en una única raza andalusí, pero sí obtuvo un éxito considerable al elevar a los muladíes a la misma dignidad que los árabes (y todos ellos muy por debajo del “Comendador de los creyentes”), acabando con todo motivo de rebelión debida a la desigualdad y ganándose su fidelidad incondicional al trono. Sobre todo, árabes y muladíes (y en menor medida los eslavos) comenzaron a enlazarse por matrimonio, creando una identidad nacional propia, de la que derivarían los andalusíes propiamente dichos, más adelante llamados por los cristianos, moriscos o moros (término que provoca confusión con los mauritanos del norte de África, los moros- mauros- originales). A partir de su reinado, los hispanogodos cristianos que quedaron en Al Andalus fueron considerados cada vez más como extranjeros en su propia tierra (algo similar a lo que ocurre actualmente con los caldeos en Irak), marginados, y obligados de forma directa o indirecta a emigrar o apostatar.

Las antaño prósperas comunidades mozárabes languidecieron a finales del siglo X hasta desaparecer en muchos lugares. La rebelión de Samuel Ben Hafsun comenzó como un grito de los muladíes contra las injusticias y la opresión de los árabes y las prácticas discriminatorias del emir, pero terminó, por mor de la conversión de su caudillo, en la postrera resistencia de los mozárabes en territorio musulmán. Los veinticinco años finales de su lucha los hafsuníes gobernaron una serranía casi enteramente cristiana e hispana, que presentó la última batalla desesperada para defender su herencia y su fe contra los invasores musulmanes que habían desembarcado doscientos años antes desde Mauritania.

Ben Hafsun encarna el fin del mozarabismo a efectos prácticos. En cierto modo, la conclusión de una civilización hispana y católica que enlazaba su fe y su cultura con el poderoso reino godo de Hispania. La última estación de un camino de cuatro siglos. A partir de entonces, el cristianismo tendría sus campeones en los reinos del norte, los luchadores de la Reconquista, que sin duda poseían un importante elemento mozárabe, pero también poderosas influencias astures, galaicas, vasconas y francas. En definitiva, unos reinos que ya no eran hermanos ni sentían ningún parentesco con los andalusíes del sur, sino un encono irreparable. Unos enemigos mutuos que combatirían durante siglos hasta la derrota del último reino islámico en 1492 y la expulsión de los últimos musulmanes en 1609.

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Bibliografía:

LA ESPAÑA MUSULMANA. Claudio Sánchez Albronoz
HISTORIA DE ESPAÑA. Pedro Aguado Bleye
HISTORIA DE ESPAÑA. Ramón Menéndez Pidal
HISTOIRE DES MUSULMANS D´ESPAGNE. Reinhart Dozy
HISTORIA DE LOS MOZÁRABES DE ESPAÑA. Francisco Javier Simonet

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