Prisciliano (y IV)

La carta al papa san Dámaso
Resulta irónico que la filosofía modernista (falsamente llamada progresista) que se hace presente en nuestra Iglesia actual, guste de considerar a Prisciliano como una especie de héroe de la libre interpretación evangélica, abierta al pueblo llano, frente a una Iglesia jerárquica servidora de los intereses de los poderosos. Lo cierto es que el movimiento priscilanista estuvo dirigido y alimentado en buena medida por miembros de las clases más pudientes de la sociedad hispanorromana, y de hecho la mayor parte de sus miembros conocidos son sacerdotes, diáconos e incluso obispos.

Más bien se podría decir que la doctrina gnóstica ganó a sectores enteros de la Iglesia, la nobleza y la sociedad de algunos territorios hispanos, generando una verdadera división civil. En este artículo se puede ver un buen resumen sobre la estirpe aristocrática y privilegiada de los principales impulsores del grupo prisciliano.

En efecto, los directores de la secta, parte importante de la élite de sus provincias, no temieron apelar a las más altas instancias del imperio para defender la ortodoxia de su enseñanza, auxiliados de su elocuencia, su influencia social y sus riquezas, provechosamente utilizables para abrir puertas en la corte romana bajoimperial. Ante el edicto imperial, Prisciliano, en su nombre y en los de los otros dos obispos gnósticos, Salviano e Instancio, redactó a mediados de 381 una carta apologética, la ya citada liber ad Damasum episcopum, en la que hacía su particular resumen de lo sucedido en Lusitania y Galecia desde el concilio de Zaragoza, que no reconocía, y se defendía de las acusaciones de sus enemigos. Esta carta estaba dirigida al obispo de Roma, Dámaso. Afirma en ella que España vivía en “católica paz”, hasta que sus seguidores comenzaron a ser perseguidos por Hidacio e Itacio a causa de las reprensiones que hacían de los vicios y desórdenes de muchos prelados, o por envidia de su vida y costumbres (se supone que insoportablemente ejemplares para el resto de obispos). Se jacta de que ninguno de los firmantes de la carta había sido acusado ante la autoridad civil de vida reprensible, y que no habían sido llamados, acusados o convictos en el concilio cesaraugustano (y esta es la única diferencia mayor con el relato de Sulpicio Severo, que afirma expresamente lo contrario). Da a entender el heresiarca que todo el conflicto religioso hispano se circunscribe a la inquina de Hidacio e Itacio hacia su vida ejemplar y las denuncias que hacían los priscilanistas de los vicios de otros prelados. Para finalizar, reclama que el metropolitano de Mérida comparezca ante el tribunal de Dámaso, y si este (“en su gran benevolencia”) no deseara emitir sentencia, convoque un concilio de obispos en España para juzgar la causa entre Hidacio y los priscilanistas.

Esta carta es muy importante por dos aspectos. En primer lugar, los esfuerzos de Prisciliano prueban que, pese a la división que había provocado en las provincias más occidentales de Hispania, su comunidad deseaba mantenerse dentro de la Iglesia, y no emprender un camino cismático, cualidad en la que difiere de otros grupos gnósticos. Por otra parte, la apelación a Dámaso, obispo de Roma, como autoridad por encima de los obispos españoles es una prueba de la primacía que la cátedra de san Pedro sobre toda la Iglesia occidental, a despecho de las falsas interpretaciones modernas que pretenden que la institución del papado no llegaría hasta épocas muy posteriores. El Magno san Gregorio, impulsor de los rudimentos del papado moderno, aún tardaría en nacer 160 años, e incluso san León el Grande no comenzaría a prestigiar al obispado de Roma deteniendo a Átila hasta 70 años después. Esta carta prueba que el obispo romano, mucho antes de estos hitos, ya era considerado una autoridad entre sus pares. Es obvio que los priscilanistas no se “rebelaban contra la jerarquía dominante ortodoxa”, lo que pretendían era influir sobre ella y sustituirla.

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El viaje a Italia

Con objeto de entregar esta misiva exculpatoria, y entrevistarse con el papa y el emperador, Prisciliano y sus adeptos más señalados emprendieron un singular viaje a Italia. Los tres obispos heréticos hicieron primera parada en Aquitania, donde se aseguraban una buena recepción por los discípulos que el agapeta Marco había hecho varias décadas atrás. En Burdeos, el obispo Delfino se negó a comunicar con ellos o a recibirlos, en tanto no se sometieran al decreto sinodal que él mismo había firmado. A pesar de ello, obtuvieron un enorme éxito predicando en la tierra fértil a sus ideas que había dejado el egipcio, logrando hacer muchos prosélitos tanto entre los nobles como en la plebe, en Elusa (moderno Auch) y la campiña bordelesa. Se alojaron en la casa de Eucrocia, viuda del retórico Atio Delfidio (en el movimiento priscilanista, además de clérigos, encontramos numerosos literatos y poetas), cuya escuela era célebre en toda la Galia, y en cuyas inmensas posesiones convocaron a muchos discípulos, convirtiéndose en un auténtico acontecimiento provincial. Por cierto que Prisciliano se emparejó con Prócula, hija de Eucrocia, a la que dejó embarazada. Resulta extraña en un maestro gnóstico tal cesión carnal, dado el rechazo de estos al matrimonio, mucho más a la cópula, por su materialidad. Tal vez se trató de simple debilidad humana, pues no olvidemos que gracias a su elocuencia, a su erudición, a su porte y a su cortesía, el heresiarca se había convertido en lo que hoy llamaríamos una “estrella mediática”, sobre todo entre las mujeres. Resulta difícil resistir ciertas tentaciones, máxime cuando uno se considera único interprete válido de los Evangelios, por encima de tradiciones y concilios. Severo se hace eco de un rumor contemporáneo, por el cual Prócula habría empleado unas hierbas para abortar al hijo de su vientre. Tan grave acusación no se acompaña de más pruebas, y probablemente sea solo un infundio. Como tal lo consideraré, pues se trata de un crimen muy horrible para creerlo en quién tan altos ideales pretendía defender.

Acompañados de una gran cohorte de nobles partidarios, mayoritariamente mujeres, Prisiciliano y los suyos arribaron en 382 a Roma, donde les esperaba la primera decepción. Se daba la circunstancia de que ocupaba la silla el hispano san Dámaso, perfectamente al tanto de los manejos de los agapetas. Se negó a recibir la carta que habían traído para él, o a concederles audiencia, acogiéndose al decreto del concilio de Zaragoza que prohibía comunicar con herejes no retractados. Precisamente ese año el papa convocó un sínodo romano que establecía oficialmente el canon de las escrituras reveladas basándose en aquellas transmitidas por la Tradición y desautorizando los apócrifos gnósticos. El primer jarro de agua fría para los viajeros fue duro, pues el reconocimiento de san Dámaso de la sentencia del sínodo les ponía en situación difícil. Esperando la audiencia que nunca llegó, murió en Roma Salviano.

Igual desilusión recibieron los viajeros a su llegada a Milán, por entonces capital imperial, cuando el obispo local, nada menos que el gran san Ambrosio, se negó igualmente a comunicar con ellos, por las mismas razones que Dámaso. Las habilidades retóricas de los priscilianistas no tenían efecto en los obispos galos e italianos, que les remitían invariablemente a las actas del concilio que había condenado las enseñanzas de Prisciliano: para reconocerlos y recibirlos debían de abjurar expresamente de las prácticas heréticas y recibir la penitencia debida.

Más suerte obtuvieron en el que se reveló objeto principal de su periplo: levantar el edicto imperial que entorpecía sus actividades. Para ello se valieron del favor de Macedonio, magister officiorum o secretario general del emperador Graciano, partidario desde el principio de los suplicantes. Severo afirma que emplearon buena cantidad de oro para ablandar a los funcionarios de la corte, y esta acusación probablemente no se aleja mucho de la verdad, conociendo la venalidad pública de la época y la codicia que posteriormente despertaría la confiscación de los bienes de los priscilianos, tenidos por muy ricos. Macedonio presentó un rescripto al emperador, que de buen grado accedió a anular el primer edicto, devolviendo a los priscilianos sus iglesias y cargos. Podemos ir ya viendo (a despecho de interpretaciones contemporáneas excesivamente románticas y en ocasiones interesadas) como la intervención del poder civil en asuntos de doctrina, el origen auténtico del trágico fin de esta historia, fue solicitada por miembros de la Iglesia, y que precisamente fueron los heréticos los que con más fuerza buscaron esa protección oficial, para contrapesar el rechazo del colegio episcopal.

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El priscilanismo, doctrina oficial. Huida de Itacio
Prisciliano e Instancio regresaron triunfalmente a sus sedes, ahora investidos de la legitimidad imperial. Volvencio, procónsul o gobernador de la provincia Lusitana, antaño perseguidor de herejes, a la recepción del nuevo decreto tornóse súbitamente en martillo de católicos. Los priscilanistas recibieron de nuevo sus iglesias y sedes, de las que fueron expulsados los ortodoxos. Del metropolitano Hidacio no volvemos a saber nada, y la mano de la ley fue descargada más duramente sobre el celoso Itacio de Ossonoba. Éste juzgo oportuno huir de España y se refugió en el norte, buscando la apelación ante Gregorio, prefecto del pretorio de las Galias, es decir, gobernador general de las diócesis de Britania, Galia e Hispania. Conforme más avanzamos en la historia, más evidente se hace el fracaso de la Iglesia para resolver sus desviaciones doctrinales e imponer la disciplina entre los suyos, y más apremiantes las demandas de los cristianos por que la autoridad civil resolviera sus querellas, faltando fundamentalmente al consejo paulino de no llevar ante profanos los litigios entre cristianos.

Itacio vio atendida su petición y Gregorio, tras estudiar el caso, llamó a declarar a los que habían perseguido católicos en las provincias hispanas con presencia priscilanista para que respondieran de sus actos. Asimismo, el prefecto informó directamente al emperador de lo sucedido, denunciando los enredos y manipulaciones que sus propios consejeros le habían causado en este caso.

Pero las disputas de la corte prevalecieron sobre el sentido común: la privanza de Macedonio alcanzaba en aquellos momentos su cenit, y a principios de 383 Gregorio se encontró desposeído por orden imperial de la vista del caso, que fue transferido al vicario de la diócesis hispana, partidario seguro del valido imperial. Más aún, a instancias de los priscilanistas, envió hombres armados a Tréveris con orden de prender a Itacio (el cual se había acogido a la protección del obispo local Britano) y remitirlo a Milán para ser sometido a juicio. En esos momentos toda la Iglesia en Occidente estaba escandalizada por la situación a la que había derivado la herejía gnóstica. Incluso aunque algunos pudieran sentir tolerancia hacia las desviaciones doctrinales de Prisciliano, los obispos ortodoxos condenaban duramente la división, el odio y el sometimiento de la Iglesia a la corte imperial que sus partidarios estaban causando por afán de imponer sus doctrinas y conservar su influencia y sus cargos.

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El ascenso de Máximo. Ocasión para Itacio. Concilio de Burdeos
Es imposible saber que hubiese ocurrido de no haberse producido un abrupto cambio político precisamente en aquellas fechas. En efecto, desatada una nueva guerra contra los feroces pictos en la brumosa frontera britana, el general Clemente Máximo obtuvo una resonante victoria y sus tropas le proclamaron emperador en primavera de 383. Por ironías de la historia, el nuevo emperador Máximo era de origen hispano, se cree que gallego, como Prisicliano y como el papa contemporáneo, san Dámaso, que provenía bien de Galecia o de Lusitania, precisamente las provincias con mayor implantación de la secta. Tal parece como si por un breve tiempo todo el protagonismo de la historia de Occidente recayera sobre un grupo de gallegos, o a lo menos de españoles, pues también hispano de Cauca (Segovia), era Teodosio, a la sazón emperador de Oriente, y de cuyo padre de igual nombre y origen se cree que era cliente la familia de Máximo, que le debía su carrera militar. Así pues, se puede decir que entre españoles quedó el desenlace de esta historia.

Gracias a la traición de su comandante general, Merobaudes, Graciano fue abandonado por su ejército. Huido a Lyon con su guardia personal, fue allí atrapado y ejecutado por uno de los generales de Máximo. Este hizo su entrada triunfal en Tréveris, donde instaló su capital y comenzó a negociar con Teodosio su legitimidad y el papel que le tocaba en el imperio occidental junto al medio hermano de Graciano, llamado Valentiniano II, ahora su sucesor.

Mientras estas difíciles y largas embajadas tenían lugar, Itacio vio su oportunidad para ganar el favor del nuevo emperador que, al igual que Teodosio, era convencido y ferviente católico. Obtenida audiencia, presentó un escrito ante Máximo que hubiese sido templado si se limitara a recordar los errores doctrinales o las prácticas desviadas que ya señalara el concilio de Zaragoza. Pero Itacio albergaba ya mucho rencor, y según Sulpicio, su alegato estaba plagado de exageraciones, acusaciones infundadas, recriminaciones y todo tipo de rumores injuriosos sobre el movimiento priscilanista.

Clemente Máximo actuó inicialmente con gran prudencia, y devolvió el asunto a la disciplina eclesiástica, convocando un concilio en Burdeos durante 383 para que viese la acusación. La secta gnóstica quedó asociada al caído emperador Graciano y automáticamente vista como sospechosa por las nuevas autoridades civiles. El sínodo aquitano llamó a los principales cabecillas a juicio. Los ánimos estaban exaltados; durante el proceso, una turba apedreó hasta la muerte a Urbica, una de las discípulas de la secta. El obispo Instancio se defendió a sí mismo, disculpando y justificando su rebeldía frente al decreto cesaraugustano. Los padres conciliares consideraron insuficientes sus explicaciones y le aplicaron todo el rigor canónico, deponiéndole, excomulgándole y desterrándolo a una pequeña isla de Britania. Prisciliano trató de evitar similar condena, intentando repetir con Máximo la misma jugada que le había servido con Graciano. Fue una mala elección. El segundo acusado solicitó apelar al emperador y los obispos del concilio tuvieron la debilidad de consentirlo, sentando un peligroso precedente, el del arbitrio del poder civil sobre la autoridad religiosa dentro de la Iglesia. Para Prisciliano fue peor; acababa de ponerse la soga al cuello.

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El proceso de Tréveris
Probablemente el heresiarca no contaba con el pacto que en 384 Teodosio había alcanzado con Máximo, cediéndole el gobierno de la prefectura de las Galias, mientras Valentiniano II gobernaría Italia y África. Legitimado definitivamente, ahora el nuevo emperador de Occidente tenía las manos libres para ejercer su autocracia con total libertad. Mientras el reo era trasladado a la corte imperial de Tréveris, no pocos varones ilustres se dieron cuenta del error cometido tanto por él como por el concilio. San Martín, obispo de Tours (y maestro de nuestro principal cronista, Sulpicio Severo), se trasladó de inmediato a la ciudad, protestó contra la novedad disciplinar, escribió a los obispos reunidos en Burdeos rogando que diesen sentencia en rebeldía contra Prisciliano, o si los recusaba, que confiasen la decisión a un nuevo concilio, no permitiendo que el emperador interpusiese su dictamen sobre el de los propios órganos disciplinares de la Iglesia. Se entrevistó con Itacio, exhortándole a que retirara su pliego de acusaciones, lo que el rencoroso prelado lusitano rechazó, acusando al propio Martín de simpatizar con la herejía (causando a este el lógico disgusto). San Martín no se rindió y obtuvo audiencia del emperador, rogándole que no aplicase las leyes de pena de muerte a los Priscilianos. No se puede acusar al santo de no luchar por evitar lo que finalmente ocurrió, por bien que su ortodoxia doctrinal estuviese fuera de duda. Añádase una carta remitida por san Ambrosio de Milán, en aquellas fechas más influyente que el propio papa, protestando ante el emperador por inmiscuirse en asuntos eclesiásticos, si bien hay que añadir que Ambrosio era el principal protector de Valentiniano II, enemigo lógico del usurpador de su hermano, y en esta actitud hay tantas razones eclesiales como políticas. También san Jerónimo terció en el mismo sentido.

Mientras estuvo san Martín en Trevéris obtuvo Prisciliano cierta protección, pero apenas abandonó la ciudad, los obispos Magno y Rufo, mantenedores de la acusación, porfiaron ante Máximo para que se diera curso definitivo al proceso. El emperador nombró al prefecto Evodio, hombre duro y despiadado, como juez de la causa, y eso era tanto como sentenciar al acusado. Evodio aceptó plenamente el delirante escrito de Itacio, excusado en su ortodoxia, y el incauto Prisciliano fue hallado culpable de actos despreciables, como maleficios, reuniones secretas obscenas, orgías con mujeres, impudicia (por orar desnudos) y otros desatinos.

La resolución condenatoria fue remitida a Máximo, el cual astutamente decidió abrir una nueva causa con el mismo expediente, pero ahora bajo la acusación de brujería, la cual conllevaba confiscación de los bienes de los acusados (tenidos casi todos por nobles muy adinerados). El oficial del fisco Patricio continuó el proceso y en 385 se dictó en Tréveris sentencia de condena a muerte. Fueron decapitados Prisciliano obispo de Ávila, principal cabecilla de la secta, los clérigos Felicísimo y Armenio, el diácono Aurelio, el poeta Latroniano, Asarino el teólogo (autor de una Apología priscilianista hoy perdida) y Eucrocia, la viuda del retórico Delfidio de Burdeos. Sus cuerpos fueron enterrados en la misma ciudad.

El prisicilanismo pervivió durante más de 150 años, conservando gran vigor durante las primeras décadas de ese período (al menos hasta el concilio toledano de 400), suscitando numerosos conflictos y provocando la convocatoria de varios sínodos específicos para erradicarlo. En todo ese tiempo y al final del mismo, en el que abjuraron y desaparecieron los últimos priscilanistas, no hubo ninguna otra condena a muerte ni ejecución. De hecho, tampoco los primeros siete decapitados lo fueron oficialmente por heterodoxia, aunque esa fuese la causa real de su proceso, sino por brujería, práctica sancionada con la muerte en las leyes romanas ya desde tiempos paganos. La historia del priscilanismo después de Prisciliano y hasta su desaparición a mediados del siglo VI es realmente interesante, pero excede el propósito de esta serie de artículos. Algunos aspectos de sus prácticas, ya irremediablemente corrompidos e irreconocibles, han pervivido de un modo u otro en la religiosidad del occidente hispano, particularmente en Galicia (por ejemplo, las reuniones en bosques o cuevas, o la afición astrológica y esotérica). Sin embargo, a despecho de los deseos de muchos neognósticos patrios contemporáneos, el priscilanismo desapareció, y lo hizo fundamentalmente por la conversión de sus fieles por medio de la predicación, y no por represiones o fantasiosas violencias sin cuento. El testigo del gnosticismo en Occidente lo tomaría el catarismo, muchos siglos después y en tierras distintas.

Hacemos bien los católicos en honrar y hasta exaltar las vidas ejemplares de tantos de nuestros mártires y santos. Conviene, no obstante, que aprendamos también de los errores de nuestros mayores, para no repetirlos. Seducido por los engaños gnósticos, un hombre de valía como Prisicliano predicó la herejía y dividió la Iglesia en España. Sus adversarios, bien que ortodoxos en lo doctrinal, se dejaron arrastrar por el rencor personal y la estrechez de miras, sin dudar en emplear rumores o infundios como acusaciones contra los herejes. Tanto Itacio como Prisciliano apelaron, contra las enseñanzas de la Iglesia, al poder civil para que mediara en sus querellas, y favoreciera sus intereses, poniéndolos por encima del bien de la comunidad apostólica. Fue Prisciliano el que perdió ese juego, pagándolo con su cabeza, pero las consecuencias de ese precedente, el de la supremacía del poder civil dentro de la Iglesia, pesaron durante mucho tiempo en toda la Iglesia.

Varios años después cayó Máximo a manos de Teodosio y fue conceptuado universalmente como gobernante cruel e injusto. Aprovechando ese momento, algunos priscilanistas solicitaron y obtuvieron del emperador permiso para desenterrar los cuerpos de los siete decapitados en Tréveris. Fueron trasladados a Hispania, y enterrados probablemente en Galicia, en un lugar que, a despecho de los aficionados a los misterios históricos o más bien a la fantasía a posteriori, jamás ha podido ser localizado.

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Nota: Este artículo bebe principalmente del capítulo dedicado a Prisiciliano en la obra capital de Marcelino Menéndez y Pelayo “Historia de los heterodoxos españoles”, de lectura siempre recomendable por su vasta erudición y riguroso método crítico.
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1 comentario

  
Ano-nimo
Luis:

Enhorabuena por la estupenda serie que has dedicado a Prisciliano; interesantísima, lo mismo que las conclusiones (por cierto que ha sido toda una sorpresa conocer que todo ese folclore gallego viniera de Prisciliano; es curiosísimo). Y muchas gracias también por traerla.

Un cordial saludo.

22/11/11 8:33 PM

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