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11.08.18

De la bendición sacerdotal que frenó a los demonios

Los últimos meses, a mi pesar, estuve escribiendo muy poco (tanto crónicas como respuestas a los comentarios) ya que el ritmo misional es muy intenso, aunque, de algun modo, compensé la falta de crónicas escritas con las crónicas orales (filmadas) que me pidieron dar en España, las cuales ya compartí con los Amigos de la Misión. 

La misión, al menos la que me toca vivir, no tiene nada de “vida cotidiana”, de monótono día a día ni de gris aburrimiento. Quien quiera vivir una vida ordinaria o santificarse en rutinarias pequeñeces domésticas, que no venga a misionar. Es más, en la misión pasan tantas cosas extraordinarias que bien podría haber un voluntario cuyo único oficio sea el de ser cronista, el cual deje constancia de la obra que Dios, a pesar de la infidelidad de sus instrumentos, va haciendo en la misión y de los ataques que el demonio emprende contra la obra divina. 

Lo dicho bien sirve como prólogo a una de las tantísimas cosas que quiero contar, pero que no cuento porque el tiempo no me alcanza. 

Me referiré al poder de la bendición sacerdotal relatando un episodio que vivimos hace unos días. Tipeando en el celular que engancha internet de modo intermitente, entro en tema ya que si sigo con las introducciones me iré por la tangente y aun por la hipotenusa.

Nuestra base misional sigue siendo la aldea de Naga-Namgor, donde no sé cuánto tiempo podré seguir estando ya que ayer el “cacique” local (un cacique de saco y corbata, no de plumas y taparrabos) llamó a un sacerdote amigo que vive en Francia para decirle que no me quiere más acá. El mismo personaje me amenazó hace unos días diciendo que me está buscando la Interpol, lo cual es un reverendo disparate…

Bueno, me fuí un poco de tema. Decíamos que la base misional sigue siendo Naga-Namgor, una pequeña aldea, luego de la cual, no se puede seguir adelante salvo que se cuente con un permiso especialísimo que no se concede por más de cinco días ya que es la frontera, muy militarizada, de cuatro países. 

En la aldea, hay dos escuelas, una es la católica que, después de varias idas y venidas, quedó bajo el patronazgo de nuestro glorioso Patriarca San Elías. 

Arriba de la escuelita, hay un caserío, el caserío de Rel Ward, donde el Padre Celestial, suaviter et fortiter, está enviando al Espíritu Santo. 

Ahora bien, el hombre más pobre del caserío y sus alrededores se llama Rayes. Él es campesino, siervo de un gran señor rabiosamente budista -que es publícamente bígamo-, quien le paga  (por caridad, dice) la magra cifra de 27 euros al mes. Rayes está casado con Monu, que es mucho más joven, con quien tuvo dos hijos. El pintoresco caserío de Rel Ward profesa un intransigente budismo tibetano que rechaza tocar siquiera un crucifijo. Es un caserío donde hay fobia a Jesucristo, por el simple hecho de que ellos creen en Buda. No aceptan ningún tipo de diálogo con la Cruz, a la cual no le harán ninguna concesión. Allí sólo hay un par de casas que devinieron protestantes o que siendo protestantes se trasladaron allí  (están doquiera, hay que decirlo en voz alta, ¡y están doquiera porque proselitizan!).

Decíamos que la familia más pobre es la de la Rayes, quien llevado de su miseria se refugia consuetudinariamente en la botella y así fue que hace no mucho se cayó derrumbado en la puerta de mi casa, a la vista de los indiferentes transeúntes, a los cuales casi nada los sacará de la apatía en la que, por influencia del budismo, viven.

Para evitar que se muera de frío en la puerta de mi casa, tuve que levantarlo y acostarlo en una de las dos camas de mi casa, la cual quedó mugrienta por razones que no hace falta explicar. Se la pasó varias horas gritando en nepalí, lo cual fue una penitencia espantosa.

Al otro día, el pobre hombre quedó admirado de que alguien lo había ayudado. Es que la caridad acá no existe  (como mucho existe el “social work” de parte de algún potentado). Para nosotros, católicos por la gracia de Dios, la caridad es algo normal. Acá no. Acá es una novedad. Incluso, la caridad elemental como la levantar a un ebrio para que no se muera congelado o ahogado.

Poco después del episodio del desmayo, lo visité al rancho, a él y a su esposa, Monu, quien está quemada desde el labio inferior hasta la cintura. Resulta que un día ellos, que son hindúes, celebraron la fiesta de “Divali”  (que debería ser llamada “Diaboli"), la cual es una de las más importantes del calendario hindú, y después de idolatrar  (supongo) y de cenar le pasó algo misterioso que nadie sabe que es (aunque su hijo dice haber visto un espíritu malvado) lo cual la llevó, estando sobria, a rociar su propio cuerpo con kerosen. 

Lo cierto es que todo el caserío de Rel Ward, según testimonio de los nativos (incluso de una profesora muy culta que allí vive), incluido la casa de Rayes, sufre habitualmente “fenómenos paranormales” (según expresión de un profesor), que, en realidad, son fenómenos diabólicos ya que los monjes budistas, previo pago, se la pasan haciendo rituales de “aplacamiento” de demonios, los cuales no sólo no los aplacan sino que aumentan las acechanzas infernales empíricamente constatables.

La casita del pobre Rayes no era una excepción. Frecuentemente, sufrían los “fenómenos paranormales” (pasos, gritos, voces o cosas por el estilo).

Ahora bien, cuando visité su casa, después de su desmayo alcohólico, les ofrecí bendecirles la casa, aceptaron y la bendije. Fue la bendición más sencilla. En ese momento, no tenía ornamentos ni ritual ni crucifijo ni sal ni fórmula exorcística alguna. Bendije la casa y me fui.

Fue una bendición tan simple que no lo retuve en la memoria ya que no tuvo nada de extraordinario. 

 Pasaron unos días y yo me olvidé que le había bendecido la casa a Rayes, pero la bendición no fue inútil (nunca lo es). ¿Qué pasó?

Pasó que dos meses después de la bendición, volví a visitar la casa de Rayes. Fui con los scouts franceses que habían venido a ayudarme. Bastó que llegáramos para que Rayes le dijera a Repzong  (una vecina culta) que desde que yo le bendije la casa, la misma no tiene más fenómenos “paranormales". Los scouts oyeron esto. También el suscripto. 

Ese día aprendí que una mera bendición sacerdotal, aun en tierras paganas de idolatría y satanismo (budista o lo que sea), destruye las obras de los demonios, que huyen espantados como quien huye del fuego.

¡Que Dios destruya las obras de los demonios!

¡Viva la Misión!

Padre Federico, S.E.

Misionero (por gracia de Dios) en el Himalaya 

11-VIII-18, Naga

2.08.18