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11.01.17

Lo "eclesialmente correcto"

Dedicado al Padre Leonardo Castellani 

A menudo hoy, incluso en muy altas esferas, “lo eclesialmente correcto” es anticatólico.
Ahora bien, cualquier tipo de adhesión que se preste en estos casos, no solo no es virtuosa -aunque parezca humildad u obediencia- sino una vil actitud llamada servilismo, vicio este al que en la Cristiandad se le tenía asco.

Ante la dictadura progresista de lo “eclesialmente correcto”, la actitud no puede ser la del silencio sistemático ni la actitud “trepadora” ni la timidez de los cobardes y mucho menos la aprobación cómplice o el disimulo obsecuente de la Verdad. La actitud debe ser la del combate parresíaco, lo que implica vivir con radicalidad el divino mandato del “sí, sí; no, no” evangélico. La parresía exige la predicación corajuda y feliz de la Verdad absoluta ante los que, sin salir de las instituciones eclesiales, quieren entrar en componendas con el mundo.

La parresía es necesaria y es un deber. Haya sido cual haya sido su intención -la cual sólo Dios juzga-, el Papa Francisco en esto fue muy claro, como se ve en el mensaje del 6 de octubre del 2014, a los Cardenales, en el que el Santo Padre los exhortaba con estas palabras:

“hay que decir todo lo que en el Señor se siente que se debe decir: sin respeto humano, sin temor (…). Por ello les pido, por favor (…) hablar con parresía (…)".

No nos referimos, valga aclararlo, a una promoción del sentimentalismo ni de la locuacidad verborrágica y mucho menos a un dar lugar a pretextos para la heterodoxia.

En efecto, “hay que decir todo lo que en el Señor se siente que se debe decir". Ahora bien, este sentir se entiende según la acepción usada por San Ignacio en el libro de los Ejercicios, suponiendo, por tanto, un recto discernimiento a la luz de la Fe Católica.

La parresía siempre levantará polvareda ya que implica imitar a Cristo en Su ser “signo de contradicción". La parresía asusta a los tibios, inquieta a los mediocres, calma a los justos, alegra a los Héroes, indigna a los fariseos, incomoda a los mercaderes del templo y, a la vez, es capaz de convertir multitudes, como se ve en la vida de tantos Santos, que predicaban llenos del fuego del Espíritu Santo, sin temor al “que dirán", sin prudencias carnales o humanas, sin acomodarse al siglo, sin ceder ante las “modas culturales", sin omisiones culpables, sin silencios cómplices, sin usar eufemismos y sin disimular un ápice su más decidida y apasionada adhesión a la única Fe Verdadera.

Los predicadores parresíacos son admirados después de muertos, mas en vida son perseguidos, aunque no por todos sino generalmente solo por un haz de enemigos, tantos externos como internos. Sin embargo, los peores enemigos son los internos -incluso los que tengan buena intención y buena doctrina, sean purpurados o pretendan la vera prudencia-, pues estaban llamados a la lealtad y a la camaradería militante, a entusiasmar al compañero y alentarlo y no a ponerle trabas infundadas en sus trabajos y, mucho menos, a difamarlo, calumniarlo, marginarlo, desterrarlo, expulsarlo o traicionarlo.

¿Cuáles son las consecuencias de la parresía? Vistas humanamente, pueden ser muy serias y a ellas debe prepararse todo aquel que aspire al heroísmo misional: trabajos, humillaciones, afrentas, tormentos, dolores, persecuciones, incomprensiones, contrariedades, oprobios, menosprecios, vituperios, calumnias, muerte… Agreguemos otros: aislamientos forzados, destrucción de las propias obras, horfandad de sus hijos espirituales -quizás escandalizados por los perseguidores-, suspensiones, remoción de las licencias, expulsiones, excomuniones, prisiones y azotes.

Finalicemos estas notas, recordando una verdad referida por un hagiógrafo de San Pablo de la Cruz: “las obras de Dios siempre se vieron combatidas para mayor esplendor de la divina magnificencia”. Por eso, esta persecución debe ser recibida por el Apóstol como una inmensa gracia. Más aún, en el fondo, la misión parresíaca es la misión anclada en las bienaventuranzas -paradigma de la acción donal y virtuosa-, especialmente en la octava, que, sin quedar manchada por la apelación que a ella hacen los hipócritas, es la cifra y cumbre de todas y que es, junto con la primera, lo que más hace fecundo al apostolado. Tengamos, entonces, siempre en el corazón grabada a fuego la letra y sobre todo el espíritu de la máxima bienaventuranza jamás proferida:

¡Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el Reino de los Cielos!“.

¡Dios nos alcance la gracia de la parresía!

Padre Federico, S.E.

Misionero en Extremo Oriente

(14-1-15, Taichung, Taiwán)

PD: si algún lector me quiere ayudar de modo habitual con la inserción de imágenes en las entradas (y/o otros quehaceres virtuales como ser pegar el link en facebook o armar un Twitter) , es bienvenido. Pido esta ayuda ya que desde estos himaláyicos lares y de esta carencia de medios en la que me encuentro, se hace difícil trabajar con imágenes. Muchas gracias. PF.