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28.06.18

Señor, ten piedad - II (Respuestas VI)

   Todo esto condujo a la expresión griega “Kyrie eleison”, que se introduce en la liturgia y que, en su lengua original griega, se ha mantenido hasta hoy. ¡Señor, ten piedad!

   En las liturgias orientales se introdujo el “Kyrie eleison” como respuesta a las letanías, gozando de aceptación popular.

   Egeria, en el relato de su peregrinación, encuentra una letanía que los niños y todos responden: “Kyrie eleison”, y que ella matiza diciendo “entre nosotros se dice ‘miserere nobis’”. En el oficio vespertino, ante la Anástasis, se realiza esta oración dirigida por el diácono, orando por todos, y los presentes responden: “Kyrie eleison”:

 “El obispo se levanta y se coloca ante el cancel, o sea, delante de la cueva, y alguno de los diáconos hace conmemoración de cada uno, como suele ser costumbre. Dichos por el diácono los nombres de cada uno, siempre hay allí muchos niños, respondiendo: “Κυριε, ελεισον”, como decimos nosotros “miserere nobis”. Contestan muchísimas voces” (XXIV,5).

   Las Constituciones Apostólicas, ya en el ámbito sirio, también conoce letanías de petición u oraciones, que pronunciadas por el diácono, se responden “Kyrie eleison”. Tras la liturgia de la Palabra, antes de despedir a los catecúmenos se ora por ellos: “Restablecida la calma, dirá: -Orad, catecúmenos. Y todos los fieles oran por ellos con fervor, diciendo: Kyrie, eleison” (VIII,6,3-4). Y se afirma que “después de cada una de las intervenciones del diácono el pueblo responderá: Kyrie eleison, como ya hemos indicado, y los niños lo harán los primeros” (VIII,6,9). Cuando ya se han marchado catecúmenos y penitentes, comienza una larga oración universal, con preces pronunciadas por el diácono y, al igual que la anterior, se sobrentiende que el pueblo responde igualmente “Kyrie eleison” (VIII,10,1-22).

  En Roma entró el “Kyrie eleison” como respuesta a las letanías de oración u oración universal que pronunciaba el diácono aproximadamente por el siglo V y por influencia oriental. Ha llegado hasta nosotros, en los libros litúrgicos, la deprecatio Gelasii, unas preces que se atribuyen al papa Gelasio a la que los fieles responderían “Kyrie eleison”: es una letanía romana al inicio de la Misa. La veremos cuando tratemos de la Oración de los fieles.

   Pero, sin embargo, la letanía desapreció aunque supervivió el Kyrie eleison al inicio de la Misa, como canto autónomo, vestigio de la antigua letanía romana con intenciones y súplicas adelantada a los ritos iniciales de la Misa. Esto ocurrió ya en época de san Gregorio Magno (s. VI-VII).

   El Sacramentario Gregoriano afirma que la Misa comienza con el canto del Introito “y luego el Kyrie eleison” (Gr-H 2), y el Ordo romanus I, del siglo VIII, al describir la Misa papal, señala:

 “La schola, una vez ha acabado de cantar la antífona del salmo, empieza el Kyrie eleison. Y acto seguido los acólitos colocan los ciriales en el pavimento de la iglesia: tres, en efecto, en la parte derecha, tres en la izquierda y uno en el medio, en el espacio que queda entre los demás. El que ocupa el primer lugar de la schola aguarda a que el pontífice le indique cuando quiere poner fin a las invocaciones titánicas y se inclina hacia el pontífice” (n. 52).

    En la liturgia romana, existen unas letanías, además, que se cantan con el Kyrie eleison durante algunos oficios, entre los que hay que destacar la Vigilia pascual. Cuando van en procesión al baptisterio, cuando están bautizando, cuando luego retornan se cantan las letanías que se llaman “septena”, “quina” y “terna”, por el número de veces que se repetía la invocación con la respuesta “Kyrie eleison”: “Para emplear santamente aquel tiempo se cantaban tres veces las letanías, pero de forma que, en un principio, cada invocación era repetida siete veces, después cinco y, finalmente, tres” (M. RIGHETTI, Historia de la liturgia, tomo I, Madrid 1955, 827).

  Cuando es cantado, se fue desarrollando la invocación con diversos tropos, frases alusivas a Cristo que terminaban con invocación Kyrie eleison. Estas melodías, a partir del siglo X, con el nuevo florecimiento del gregoriano, se hallan en el Kyriale. Estos tropos dieron nombre a las Misas, por ejemplo, “Lux et origo”, “Orbis factor”, “Pater cuncta”, etc.

   Así llega hasta nosotros el “Kyrie eleison – Señor, ten piedad” en el Ordinario de la Misa. Se mantiene como un canto autónomo, independiente, de aclamación a Cristo al inicio de la Misa una vez que ha terminado el acto penitencial y antes del himno Gloria.

   Es un canto “con el que los fieles aclaman al Señor e imploran su misericordia” (IGMR 52), ya que es confesión de fe, reconocimiento de Cristo como único Señor y apelación a su entrañable misericordia. Pertenece a todos los fieles cantarlo, y no se reserva únicamente al coro o schola: “deben hacerlo ordinariamente todos, es decir, que tanto el pueblo como el coro o el cantor, toman parte en él” (IGMR 52). Normalmente cada invocación se canta dos veces, “pero no se excluyen más veces, teniendo en cuenta la índole de las diversas lenguas y también el arte musical o las circunstancias” (IGMR 52). Este canto del “Señor ten piedad” se realiza si no forma parte antes del acto penitencial.

   Con la reforma litúrgica por mandato del Concilio Vaticano II, el “Señor, ten piedad” se ofrece como tercera fórmula del acto penitencial.

   Tras la monición sacerdotal invitando al recogimiento interior y humilde confesión de las culpas, hay una pausa de silencio. Entonces el sacerdote, o un diácono, pronuncia cada una de las invocaciones, o tropos, que terminan cantando “Señor, ten piedad”, que luego repiten todos. Dice la Ordenación general: “Cuando el Señor, ten piedad se canta como parte del acto penitencial, se le antepone un “tropo” a cada una de las aclamaciones” (IGMR 52).

   Esta invocación se dirige a Cristo como una aclamación y reconocimiento de su redención: “Tú, que has sido enviado a sanar los corazones afligidos: Señor, ten piedad”, “Tú, que no quieres la muerte del pecado sino que se convierta y viva: Cristo, ten piedad”… Se dirigen a Cristo directamente, añadiendo una oración de relativo para explicitar algún aspecto de su persona y su misión salvadora.

  Desfigura este sentido, y lo vuelve monótono, cuando se convierte en una petición de perdón indicando algún pecado: “Porque hemos sido egoístas… Porque no hemos sabido comprender y acoger: Señor, ten piedad”. Aparte de que es un lenguaje pobre, muy poco adaptado a la tradición litúrgica romana, olvida que aquí lo importante es mirar a Cristo: “Tú, que…”, y no enumerar una confesión de las propias culpas. Tampoco, es evidente, se puede sustituir el Kyrie eleison por un genérico “canto de perdón”, que en ningún lugar de la IGMR se cita o se da la posibilidad.

 

 

22.06.18

Señor, ten piedad - I (Respuestas V)

   Como aclamación a Cristo, petición de la Iglesia, se introdujo esta expresión en la liturgia, respetando la forma griega: Kyrie eleison, como respetó otras palabras en su lengua original: Aleluya, amén, hosanna.

   ¿Qué piedad es ésta? La ternura y la misericordia entrañable que, en Jesucristo, se ha volcado por completo sobre la humanidad, ya que Cristo es el rostro visible de la piedad del Padre.

   ¡Ten piedad! Los salmos, y el Antiguo Testamento en general, están plagados de súplicas a Dios despertando su piedad o de acción de gracias porque Dios ha manifestado su piedad y su misericordia.

   El salmo 85, la oración de un pobre ante las adversidades, invoca la ternura de Dios que no se queda indiferente ante el sufrimiento: “Tú eres mi Dios, piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día; alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti; porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan”. El orante, el pobre, el afligido, reconoce que Dios es “lento a la cólera y rico en piedad” (cf. Sal 85; 102; 144).

   Se reconoce cuán grande es la piedad de Dios: “el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas… bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan” (Sal 144). Es una piedad inmensa y tierna por la que se alaba al Señor: “mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos, el Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos” (Sal 145).

   Se puede confiar en el Señor e invocar su piedad con una súplica confiada cuando se está afligido: “piedad, Señor, que estoy en peligro: se consumen de dolor mis ojos, mi garganta y mis entrañas” (Sal 30). Se aguarda al Mesías Salvador que mostrará su piedad: “él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal 71).

    Todo esto se cumple perfecta, colmadamente, en Jesucristo. Él es invocado. A él Se dirige el ciego con una súplica: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí que soy pecador” (Lc 18,38), y la mujer cananea, atrevida y valiente por su fe: “Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David, mi hija tiene un demonio muy malo” (Mt 15,22). El centurión romano así se dirige a Cristo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…” (Mt 8,8) y Jairo, una vez recibida la noticia del fallecimiento de su hijita, se vuelve a dirigir a Jesús diciendo: “Señor, mi hija acaba de morir” (Mt 9,18).

  Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad! La petición de piedad va precedida de una invocación a Cristo que es una auténtica confesión de fe. Si “Señor” en el Antiguo Testamento se reserva exclusivamente al Altísimo, el Nuevo Testamento lo aplica a Cristo adorando su divinidad. Se le califica de “nuestro Señor Jesucristo” (Hch 4,10; 15, 25) porque “Dios lo ha constituido Señor y Mesías” (Hch 2,36).

   San Pablo confiesa que hay “un solo Señor, Jesucristo” (1Co 8,6), y mantiene firmemente que la auténtica y plena confesión de fe es proclamar que “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,11), ya que “si profesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9).

 

 

14.06.18

Yo confieso (Respuestas IV)

  Plegaria de origen devocional, de tipo privado, y sin embargo de buena factura en su contenido, entró en la liturgia.

  El “Yo confieso” o “Confiteor” (como comienza en latín) formaba parte de la preparación privada del sacerdote antes de celebrar el sacrificio de la Misa. Es bueno salir al altar a celebrar la Eucaristía con disposiciones interiores, con recogimiento, con el alma bien templada y consciente de la grandeza del Sacramento… mientras que es malo omitir la preparación, unos momentos previos de silencio, una plegaria, y salir el sacerdote al altar nervioso o apresurado.

  La preparación privada del sacerdote en la sacristía se fue ampliando poco a poco y se fue extendiendo hasta llegar a realizarla con las preces al pie del altar junto con el acólito (el único que le respondía representando a todos los fieles).

  Su origen más remoto parece ser en la adoración callada que hacía el Papa en la misa estacional, al llegar a la basílica y detenerse ante el altar. En la época carolingia, el sacerdote lo iba recitando mientras caminaba hacia el altar… hasta que se incorporó, de modo fijo, a las preces al pie del altar. También servía, y estuvo muy difundido, para la confesión sacramental, a partir del siglo IX, con amplio desarrollo en los pecados enumerados. Son varias las redacciones que encontramos del “Confiteor” con sus variantes.

     El “Yo confieso” incluye también el gesto exterior, humilde y penitencial, que acompaña a las palabras. “Por lo que se refiere al rito exterior, desde el principio encontramos la profunda inclinación como actitud corporal mientras se rezaba el Confiteor. Pero también la de estar de rodillas debió ser muy común. En tiempos muy antiguos se menciona la costumbre de darse golpes de pecho al pronunciar las palabras mea culpa. Esta ceremonia, como recuerdo del ejemplo evangélico del publicano (Lc 18,13), era tan familiar a los oyentes de san Agustín que éste tuvo que enseñarles que no era necesario darse golpes de pecho cada vez que se decía la palabra Confiteor[1].

    Con la reforma del Ordinario de la Misa, en el actual Misal romano vigente desde 1970, se introdujo no ya para el sacerdote sino para todos, un acto penitencial de preparación y purificación, una vez comenzada la Misa. De este modo, el “Yo confieso” pasó a ser plegaria de todos los fieles. También en la celebración comunitaria del sacramento de la Penitencia, en su forma B (con confesión y absolución individual), el “Yo confieso” es llamado “confesión general” que rezan todos de rodillas según la oportunidad (RP 27) antes de dirigirse a los sacerdotes para manifestar sus pecados y recibir la absolución. Igualmente aparece en el rito de la Unción de enfermos como preparación para el Sacramento o en el rito de la comunión a los enfermos. Finalmente, en el rezo de Completas, al finalizar el día, antes del descanso nocturno, el “Confiteor” es una de las fórmulas que se emplean tras el examen de conciencia en silencio.

    En la Misa, después del saludo del sacerdote, ordinariamente viene el acto penitencial. El sacerdote lo introduce con una breve monición tras lo cual se dejan unos momentos de silencio y juntos, a una voz o de forma dialogada, piden perdón a Dios con uno de los tres formularios que ofrece el Misal, el primero de los cuales es el rezo común del “Yo confieso”.

  La introducción del sacerdote motiva y orienta el tono interior y el fin con el que se reza. Una primera monición dice: “Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados”. La humildad de reconocer lo que somos, la fragilidad, la debilidad y los pecados concretos es un modo adecuado de acercarnos al altar del Señor dignamente, con un corazón humilde y purificado ante la santidad del sacramento eucarístico.

  Otra monición situará a los fieles ante la celebración eucarística –liturgia de la Palabra y rito eucarístico- recordando que Cristo llamó y sigue llamando a la conversión: “El Señor Jesús, que nos invita a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, nos llama ahora a la conversión. Reconozcamos, pues, que somos pecadores e invoquemos con esperanza la misericordia de Dios”.

  El ritual de la Penitencia, por su parte, en la celebración comunitaria con confesión y absolución individual (llamada forma B) después de la homilía y del silencio del examen de conciencia, comienza el rito de reconciliación con una “confesión general de los pecados” (RP 130) consistente en la oración común del “Confiteor”, preces o letanías, el Padrenuestro y una oración final. La rúbrica lo describe: “A invitación del diácono o de otro ministro los asistentes se arrodillan o se inclinan, y recitan la confesión general (el “Yo pecador”, por ejemplo). Luego de pie, si se juzga oportuno se hace alguna oración titánica o se entona un cántico. Al final, se acaba con la oración dominical que nunca deberá omitirse” (RP 27; 130).

    El sacerdote invita a iniciar el rito de reconciliación con una monición inspirada en la carta de Santiago (5,16): “Hermanos: confesad vuestros pecados y orad unos por otros, para que os salvéis” (RP 131). O también: “Recordando, hermanos, la bondad de Dios, nuestro Padre, confesemos nuestros pecados, para alcanzar así misericordia” (RP 132). Así, juntos, los fieles de rodillas o inclinados, rezarán el “Yo confieso” reconociendo sus pecados, confiando en alcanzar misericordia.

   El contenido del “Confiteor” es una acusación clara y pública (aunque genérica, como es natural) de los propios pecados y una petición sencilla para que, por la comunión de los santos, todos pidan a Dios por quien se reconoce pecador. La oración está en singular y no en plural: es uno mismo quien debe reconocerse pecador, sin escudarse o justificarse en los demás, ni en los pecados de los demás, ni disminuir la gravedad de los propios pecados como simples defectos o errores. El texto es claro. Cada uno reza en singular, y se dirige humildemente a los demás miembros de la Iglesia, aunque todos la recen en común, a una sola voz.

    “Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos”. Confesar los pecados es descubrir la verdad de uno mismo, iniciar la conversión y pedir perdón a Dios; sin reconocimiento de los pecados y arrepentimiento, no hay posibilidad de redención: ¡el corazón está endurecido! La verdad es que somos pecadores… “Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1Jn 1,10). Nuestra confianza radica en su misericordia ya que “si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia” (1Jn 1,9).

   “Yo confieso ante Dios…” Es un lenguaje similar al de tantos salmos penitenciales, inspirado en estos mismos salmos. El pecado va matando por dentro, mientras la conciencia clama interiormente: “mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí” (Sal 31). La única solución es reconocer el pecado arrepentido: “había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: ‘Confesaré al Señor mi culpa’, y tú perdonaste mi culpa y m pecado” (Sal 31). Es llegar al momento de decir con el corazón: “contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 50).

   Este reconocimiento se hace “ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos” porque el pecado repercute en la santidad de la Iglesia, la deja herida, hace daño a los hermanos, debilita o destruye por completo la caridad. El pecado tiene así una dimensión social en la comunión de los santos. Por tanto, no sólo ante Dios, sino también ante la Iglesia, “ante vosotros hermanos”, reconoce uno su maldad.

    La confesión es clara y directa: “he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Todo aquello que es humano: el pensamiento y la acción con las palabras o las obras, ha pecado; también omitiendo el bien que se podría haber realizado y voluntariamente no se ha querido hacer. Definitivamente, hemos pecado en todo aquello que podíamos pecar, ya sea activamente, ya sea pasivamente por omisión. El pensamiento por cuanto juzga condenando o se recrea en lo sensitivo (“el que mira a una mujer deseándola y ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”, Mt 5,28); la palabra porque es crítica (St 3,1-12) y juicio, o insulto incluso: “malas palabras no salgan de vuestra boca” (Ef 5,29); de obra, de mil maneras distintas, haciendo el mal: “comilonas y borracheras, lujuria y desenfreno, riñas y envidias” (cf. Rm 13,13), “fornicación, impureza, indecencia o afán de dinero” (cf. Ef 5,3). También de omisión, dejando de hacer el bien, las obras de misericordia (cf. Mt 25,35-45): no dando de comer ni de beber, no acogiendo, no visitando al enfermo, etc…

   “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Acusación clara y directa; es la propia culpa, que se sabe grande, expresada ante Dios con arrepentimiento. “Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado” (Sal 50). Estas palabras en el Misal anterior, de Juan XXIII en 1962 se acompañaban golpeándose el pecho tres veces mientras se pronunciaban. Ahora, en el Misal actual, la rúbrica sólo señala lo siguiente: “golpeándose el pecho, dicen…”, sin más especificación.

   “Por eso ruego a santa María, siempre Virgen, a los ángeles…” Concluye la confesión renovando el sentido de la comunión de los santos. Si ante los hermanos presentes (“ante vosotros hermanos”) se reconocía uno pecador y culpable, ahora a esos mismos hermanos presentes y también a la Virgen María, a los ángeles y a los santos, que forman la Iglesia celestial, se recurre suplicando la intercesión fraterna. Todos orando por todos, todos suplicando por todos. La comunión de los santos es real y eficaz.

    El valor tanto teológico y espiritual del “Confiteor”, en resumidas cuentas, lo expuso hace años el cardenal Ratzinger en un párrafo que puede muy bien servir de conclusión:

  “La Iglesia siempre ha encontrado en estas parábolas su realidad, defendiéndose también de la pretensión de una Iglesia sólo santa. La Iglesia del Señor que ha venido a buscar a los pecadores y ha comido voluntariamente en la mesa junto a ellos no puede ser una Iglesia ajena a la realidad del pecado, sino una Iglesia en la que están presentes la cizaña y el grano y los peces de todo tipo. Para resumir esta primera figura, diría que son importantes tres cosas: el sujeto de la confesión es el yo –yo no confieso los pecados de los demás, sino los míos-. Pero, en segundo lugar, yo confieso mis pecados en comunión con los demás, ante ellos y ante Dios. Y finalmente pido a Dios el perdón, pues sólo Él puede otorgármelo. Pero ruego a los hermanos y a las hermanas que recen por mí, es decir, busco en el perdón de Dios también la reconciliación con los hermanos y las hermanas”[2].

 



[1] JUNGMANN, J.A., El sacrificio de la Misa, Madrid 1959, 392-393.

[2] RATZINGER, J., Convocados en el camino de la fe, Madrid  2004, 285-286.

7.06.18

Fundamentos de la participación litúrgica, y 5ª parte (XVIII)

5. Confusiones y límites en la liturgia por la clericalización de los laicos

  La clericalización de los laicos se ha puesto de relieve, palpable, en mayor o menor grado, en la liturgia.

  Así se han multiplicado innecesariamente ministerios que acaparaban la liturgia, y se relegaba el papel del sacerdocio ministerial casi exclusivamente a la recitación de las palabras de la consagración; se han llegado a desarrollar continuas intervenciones en la liturgia, con una visión antropocéntrica, para que fueran seglares los que subieran y bajaran del presbiterio, hablaran, leyeran, incluso predicaran a su modo. Se les ha situado en el presbiterio para desacralizar cuanto más posible la celebración litúrgica y convertirla en “circular”, “asamblearia”, y se ha llegado a banalizar la distribución de la sagrada comunión, cuando sin una verdadera necesidad (ministros extraordinarios o ministros ad casum), se ha favorecido que sean seglares los que la distribuyan, y en algunos casos además,  mientras el sacerdote está sentado. Son abusos reales que se han producido y es una mentalidad difundida:

 “En la práctica, en los años posteriores al Concilio, para cumplir este deseo se extendió arbitrariamente “la confusión de las funciones, especialmente por lo que se refiere al ministerio sacerdotal y a la función de los seglares:  recitación indiscriminada y común de la plegaria eucarística, homilías pronunciadas por seglares, seglares que distribuyen la comunión mientras los sacerdotes se eximen” (Instrucción Inestimabile donum, 3 de abril de 1980, IntroducciónL’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de junio de 1980, p. 17).

Esos graves abusos prácticos han tenido con frecuencia su origen en errores doctrinales, sobre todo por lo que respecta a la naturaleza de la liturgia, del sacerdocio común de los cristianos, de la vocación y de la misión de los laicos, en lo referente al ministerio ordenado de los sacerdotes” (Juan Pablo II, Disc. al 4º grupo de Obispos de Brasil en visita ad limina, 21-septiembre-2002).

  Lo que en algunas circunstancias y territorios de misión pudo ser un servicio en ausencia y espera de sacerdote, se ha convertido, por una mala teología y praxis pastoral, en algo permanente, confundiendo la distinta misión del sacerdocio bautismal de aquella que es propia del sacerdocio ministerial.

  “Los laicos eviten realizar en la liturgia las funciones que son de competencia exclusiva del sacerdocio ministerial, puesto que sólo este actúa específicamente in persona Christi capitis.

Ya me he referido a la confusión y, a veces, a la equiparación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, a la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, a la interpretación arbitraria del concepto de “suplencia", a la tendencia a la “clericalización” de los fieles laicos, etc.” (Juan Pablo II, Disc. al 4º grupo de Obispos de Brasil en visita ad limina, 21-septiembre-2002).

  La liturgia llega a convertirse en un campo de batalla cuando se termina por buscar un protagonismo, alcanzar un relieve delante de los demás, por el desempeño de tantos y tan variados ministerios, muchos de ellos inventados, para favorecer, hipotéticamente, la participación de los fieles. En realidad, son los males derivados de la clericalización de los laicos en la liturgia: ni favorecen la santidad de la liturgia, ni potencian el sacerdocio bautismal de los fieles, más bien lo entorpecen.

 No se puede pensar ni siquiera argumentar, que la liturgia es la que permite semejantes cosas; más bien entra en el triste capítulo de “abusos” difundidos que desfiguran la misma liturgia: “Junto a estos beneficios de la reforma litúrgica, hay que reconocer y deplorar algunas desviaciones, de mayor o menor gravedad, en la aplicación de la misma. Se constatan, a veces… confusionismos entre sacerdocio ministerial, ligado a la ordenación, y el sacerdocio común de los fieles, que tiene su propio fundamento en el bautismo”[1].

  Por eso pertenece al sacerdocio ministerial, y no al sacerdocio común de los fieles:

  -presidir la santa liturgia y pronunciar las partes que le son propias, que no pueden ser recitadas por un laico o por todos a la vez; especialmente la Plegaria eucarística: “es un abuso hacer que algunas partes de la Plegaria Eucarística sean pronunciadas por el diácono, por un ministro laico, o bien por uno sólo o por todos los fieles juntos. La Plegaria Eucarística, por lo tanto, debe ser pronunciada en su totalidad, y solamente, por el Sacerdote” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 52).

  -pronunciar la homilía es específico del ministro ordenado: “la hará, normalmente, el mismo sacerdote celebrante, o él se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces, según las circunstancias, también al diácono, pero nunca a un laico” (IGMR 66);

  -la fracción del Pan consagrado, mientras se canta el Agnus Dei, corresponde al sacerdote (y al diácono) si precisa ayuda, pero jamás un laico: “la fracción del pan eucarístico la realiza solamente el sacerdote celebrante, ayudado, si es el caso, por el diácono o por un concelebrante, pero no por un laico; se comienza después de dar la paz, mientras se dice el «Cordero de Dios»” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 73);

  -es un abuso claro, que convierte la liturgia en antropocentrismo y catequesis, la introducción de testimonios por parte de laicos, misioneros o incluso sacerdotes; su lugar debe ser fuera de la Misa (antes o después); “Si se diera la necesidad de que instrucciones o testimonios sobre la vida cristiana sean expuestos por un laico a los fieles congregados en la iglesia, siempre es preferible que esto se haga fuera de la celebración de la Misa. Por causa grave, sin embargo, está permitido dar este tipo de instrucciones o testimonios, después de que el sacerdote pronuncie la oración después de la Comunión. Pero esto no puede hacerse una costumbre. Además, estas instrucciones y testimonios de ninguna manera pueden tener un sentido que pueda ser confundido con la homilía, ni se permite que por ello se suprima totalmente la homilía” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 74);

  -no es lícito que la distribución de la sagrada comunión se haga siempre por laicos, eximiéndose el sacerdote de su distribución: “Repruébese la costumbre de aquellos sacerdotes que, a pesar de estar presentes en la celebración, se abstienen de distribuir la comunión, encomendando esta tarea a laicos” (Inst. Redemptionis sacramentum 157); los laicos llamados a distribuir la comunión serán en caso de verdadera necesidad ministros ad casum o ministros extraordinarios; “Corresponde al sacerdote celebrante distribuir la Comunión, si es el caso, ayudado por otros sacerdotes o diáconos; y este no debe proseguir la Misa hasta que haya terminado la Comunión de los fieles. Sólo donde la necesidad lo requiera, los ministros extraordinarios pueden ayudar al sacerdote celebrante, según las normas del derecho” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 88);

  -ya que la Eucaristía es un don que se recibe, ni los diáconos ni los fieles laicos pueden tomarla por sí mismos directamente del altar, o mojando la forma consagrada en el cáliz: debe ser don que se recibe de manos de los ministros. “No está permitido que los fieles tomen la hostia consagrada ni el cáliz sagrado «por sí mismos, ni mucho menos que se lo pasen entre sí de mano en mano». En esta materia, además, debe suprimirse el abuso de que los esposos, en la Misa nupcial, se administren de modo recíproco la sagrada Comunión” (Instrucción Redemptionis sacramentum, 94);

  -menos grave en parte, pero amplísimamente extendido, es el abuso de las moniciones convertidas en pequeñas homilías por su extensión (y a veces improvisando), casi invadiendo la liturgia, incluso en momentos que jamás han sido previstos para moniciones sino para cantos, por ejemplo, presentando cada ofrenda con una monición explicativa, o la larga y cansina monición de “acción de gracias” después de la comunión, en vez de un canto o el silencio adorante. Deben ser “breves explicaciones y moniciones para introducirlos en la celebración y para disponerlos a entenderla mejor. Conviene que las moniciones del comentador estén exactamente preparadas y con perspicua sobriedad. En el ejercicio de su ministerio, el comentarista permanece de pie en un lugar adecuado frente a los fieles, pero no en el ambón” (IGMR 105).

  ¿Acaso todo esto sería impedir que los fieles participen en la liturgia? ¡Al revés! Será devolverles su dignidad de pueblo santo sin querer clericalizarlos; harán aquello que les sea propio, sin añadidos ni omisiones, como deseaba el Concilio Vaticano II: “En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas” (SC 28).

  Los fieles laicos, viviendo su sacerdocio bautismal sin cortapisas, participarán en la liturgia ofreciendo y ofreciéndose, santificando todas las realidades de su vida: “Realizada la ofrenda, la comunión eucarística que la sigue está destinada a proporcionar a los fieles las fuerzas espirituales necesarias para el pleno desarrollo del «sacerdocio» y especialmente para la ofrenda de todos los sacrificios de su existencia diaria”[2]. Entonces la liturgia, y especialmente la santísima Eucaristía, serán la fuente y la cumbre de su vida cristiana.

  Así todos vivirán aquello mismo que se suplica en la Liturgia de las Horas:

 “Que todo el día de hoy sepamos dar buen testimonio del nombre cristiano y ofrezcamos nuestra jornada como un culto espiritual agradable al Padre”[3].

 “Cristo, sacerdote eterno, glorificador del Padre, haz que sepamos ofrecernos contigo, para alabanza de la gloria eterna”[4].

 

 



[1] Juan Pablo II, Carta Vicesimus Quintus Annus, n. 13.

[2] Juan Pablo II, Audiencia general, 8-abril-1992.

[3] Preces Laudes, Sábado II del Salterio.

[4] Preces Laudes, Jesucristo sumo y eterno sacerdote.