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16.10.18

Día 14: La autorevelación de Jesús en las bodas de Caná

LA AUTOREVELACIÓN DE JESÚS EN LAS BODAS DE CANÁ

Contemplar

“Se celebraban unas bodas en Caná de Galilea, y la Madre de Jesús estaba allí…”

Cuentan algunos que los novios querían a María como si fuera su propia madre; que ella los había ayudado mucho en el vecino pueblo de Nazareth. María celebraba con ellos sentada en un lugar de honor, con su natural sobrenaturalidad, compartiendo no sólo el rito religioso sino la Fiesta posterior.

Estaba allí atenta, desde temprano, siempre tan sonriente como serena, tan femenina y tan digna, tan discreta como expresiva. Con cada invitado tenía palabras dulces y oportunas, recordando relatos de encuentros anteriores, interesándose por cada historia, animando y consolando si era necesario.
Y de pronto ingresó Jesús, su Jesús. Hacía unas semanas que no lo veía, y su corazón latió fuertemente. Era el mismo de siempre y sin embargo, un brillo especial, una firmeza nueva brillaban en su mirada.

No venía solo: un pequeño grupo de hombres –algunos de su edad, un par mayores, otro bastante menor que parecía especialmente perspicaz- lo acompañaban. La mayoría eran pescadores, discípulos del Bautista que ahora –especialmente luego de su encarcelamiento- seguían a Jesús a todas partes.

Sus miradas se cruzaron en silencio: no necesitaban palabras para estar el uno en el otro. María intuyó la inminencia de algo nuevo y grande, sin saber aún qué. Y decidió esperar, intentando leer con atención la sucesión de los hechos.

La boda transcurrió como tantas otras. María oía relatar las primeras repercusiones de la predicación de su Hijo: qué la gente estaba asombrada, que usaba un lenguaje nuevo, que hablaba con claridad y autoridad. Se regocijaba y alababa a Dios en su interior. Y esperaba.

De pronto percibió entre los sirvientes gestos preocupados y diálogos nerviosos. Parecía que algo fallaba. Agudizó aún más su oído y logró captar el núcleo del suceso: el vino se había acabado, y esto sólo amenazaba arruinarlo todo. El encargado del banquete y el novio aún no lo sabían, pero los sirvientes ya se resignaban al estrepitoso fracaso y al fin de la alegría.

Y María supo entonces que había llegado el momento. Una fuerza irresistible la hizo ponerse de pie y acercarse a Jesús. De nuevo se cruzaron las miradas, y María le dijo sólo tres palabras: “no tienen vino”. María sostenía fijamente sus ojos en los de Jesús, esbozando una sugerente y discreta sonrisa, apenas una mueca que mostraba su inquebrantable confianza.

“No ha llegado mi hora” escuchó, y se preguntó si tal vez ella se había equivocado, y no estaba entendiendo bien los acontecimientos. Pero escuchó también ser llamada “Mujer”, y sólo por eso supo que debía insistir. Sin dejar de mirar a Jesús a los ojos, hizo un ademán a los servidores que estaban cerca, y les dijo sencillamente: “Hagan todo lo que Él les diga”. Y se sentó, satisfecha y serena. El corazón le latía ahora aún más fuertemente.

Los sirvientes estaban ya cansados y muy nerviosos por la situación, pero se acercaron a este misterioso invitado, de palabra suave y persuasiva. ¿Qué podía decirles, qué solución ofrecerles? Jesús fue con ellos a una habitación contigua, donde preparaban todo. Les dijo simplemente: “Llenen de agua estas tinajas… y lleven al encargado del banquete”, para luego volver a su lugar, y seguir dialogando con los suyos.

Se miraron unos a otros, con gesto incrédulo, algunos incluso con indisimulable enojo. ¿Acaso les estaba tomando el pelo? ¿Era ese momento de bromas? Pero recordaron su mirada y ese algo de su Rostro, y ya no pudieron desobedecer.

El trabajo era exigente y agotador. Las tinajas se llenaban lentamente, y cada tanto algún invitado se acercaba y les preguntaba por lo que hacían… Por momentos se sentían ridículos, se escuchaba alguna queja, e incluso alguno dejó la tarea inconclusa. Sin embargo, en poco más de media hora finalizaron, exhaustos y aún sin comprender. Los llamaron entonces para servir otros manjares y todos se retiraron. Sólo uno de ellos se quedó para concluir la orden de Jesús. Tomó una copa cualquiera con desgano, murmurando en su interior, la sumergió y la llenó…

Y no pudo creer lo que sintió, y vio. Con la copa rebosante, caminó sin poder contener las lágrimas y ofreció la copa al encargado que lo miraba extrañado. Fue degustarlo y comprobar que no era un vino cualquiera: era el mejor que había probado en su vida. ¿A quién se le había ocurrido dejarlo para el final?

Y la fiesta siguió, y trajeron nuevos platos, y hubo danzas, y las mesas se llenaron de jarras con abundante vino de la mejor calidad, de cepas escogidas. Nadie parecía haberse dado cuenta de lo cerca que estuvo aquella fiesta de acabar antes de tiempo. La alegría fue completa.

Pero algo había cambiado. Porque el discípulo más joven, el de mirada penetrante y rostro reflexivo, había captado cada detalle. Y vio, y creyó, para no dudar nunca más.

“Se celebraban unas bodas en Caná de Galilea”, escribió décadas más tarde. No nos dijo el nombre de los novios, porque él había llegado a comprender que era el inicio de las Bodas de la Humanidad con Dios.

Y la Madre de Jesús… estaba allí.

Reflexionar

María lee los acontecimientos en su profundidad, yendo más allá de las apariencias, buscando reconocer en el interior de las cosas la presencia de Dios y las necesidades de los demás. ¿Trato de vivir atento a los detalles de la vida en que Dios me habla?

María expresa en breve fórmula la síntesis de toda la espiritualidad bíblica: hacer lo que Dios dice. ¿Trato de escuchar y obedecer los mandatos del Señor?

Jesús ordena a los sirvientes “llenen de agua estas tinajas”. Pudiendo hacer el milagro sin intervención humana, elige requerir la colaboración de estos desconocidos trabajadores. ¿Qué significa para mí, hoy, concretamente, esta palabra? ¿Qué tinaja me pide el Señor que comience o acabe de llenar?


Pedir

María, tú conoces cuáles son mis carencias y mis necesidades… no dejes de presentarle a Jesús con tu intercesión poderosa todo aquello que hoy me hace falta.

María, enséñame a confiar en la Providencia de Dios incluso cuando las apariencias parezcan desmentirla… ayúdame a no desanimarme frente a los tiempos y procesos que Él me pide.

Jesús, transforma mi vida como transformaste el agua de Caná en el mejor vino… lleva a plenitud en mí lo que tú mismo has comenzado. Amén.

15.10.18

Día 13: El Bautismo de Jesús en el Río Jordán

EL BAUTISMO DE JESÚS EN EL RÍO JORDÁN

Contemplar

Esta vez, el abrazo duró más que de costumbre.

María siempre conservaba intacta esa mezcla de adoración y cariño, de temor reverencial y ternura materna con la que –allé lejos y hace tiempo- había tomado por primera vez en brazos al Niño, luego de darlo a luz.

José ya no estaba desde hacía década y media, y la vida en Nazareth transcurría tranquila e intensa. Jesús era cada vez más fuerte sin dejar de ser todo bondad. María lo conocía como nadie y sin embargo era consciente de que lo más profundo del corazón de su Hijo siempre se le escapaba.

Su Niño se había convertido primero en un apuesto muchacho, de mirada penetrante y palabra certera, de silencios elocuentes y gestos llenos de dignidad. Pero esa imponente presencia era, a la vez, humilde. Nada había en Él que pareciera arrogante.

Llegado a la madurez, era el hombre más respetado en su pueblo, sin hacer, en apariencia, nada extraordinario. Sus trabajos en el taller eran perfectos; su manera de tratar a las personas, inigualable; el amor con que acogía a los niños y a los pobres y a los sufrientes, conmovedor. La manera con que miraba a María y hablaba de Ella, una perfecta conjunción de delicadeza y reverencia. La manera en que escuchaba la Palabra en la sinagoga y en que oraba, algo jamás antes visto.

Esta vez, el abrazo duró más que de costumbre.

Porque Jesús le había dicho a su Madre que había llegado el momento de partir. De ocuparse “de los asuntos de su Padre”. Que debía ir más allá del Jordán donde su primo Juan, para iniciar su misión.

María recordó entonces, una vez más, las palabras del anciano en el Templo: “una espada…”. Jesús amaba toda la Escritura y la conocía como nadie, pero tenía una especial predilección por Isaías y, en él, por los cánticos del Siervo. María intuía algo grande y terrible, pero callaba y confiaba.

Jesús se alejó en soledad y así caminó hacia el Jordán, llevando el abrazo y la mirada de María, y todos los años de vida oculta en su interior. Caminaba con paso decidido, y al llegar, se mezcló, uno más, entre la gente. No eran precisamente los más santos: había allí soldados de vida inmoral y porte intimidante, mujeres de mala vida con sus rostros marcados por el pecado, publicanos con la ambición grabada en sus ojos, bandidos y malhechores salidos de sus refugios, atraídos por la recia predicación del Bautista.

Todos ellos estaban allí con un deseo: confesar sus pecados y comenzar una vida nueva, distinta, pura. Querían que el agua de este río penetrara en sus corazones y les devolviera, de alguna manera, la inocencia.

Jesús caminó en silencio entre todos ellos. Los conocía y amaba a cada uno. Había venido al mundo con una única misión: tomar sobre sí sus faltas y hacerlos sus hermanos.

Al llegar ante Juan, éste se sorprendió. De pronto, supo que toda su existencia había tenido sentido para ese momento. Su humanidad, sin embargo, se resistía a lo inaudito. ¿Cómo él, Juan, podía bautizar en ese mismo río, junto a todos esos pecadores, al Sol que nacía de lo alto, al Señor? Pero Juan era obediente, y obedeció. Entendió que ese gesto era necesario, como preludio de la obra redentora.

Jesús entró en silencio al río, sumergiéndose por completo, como todos, sin que nadie pudiera percibir nada distinto. Pero al salir, de pronto, una haz potente de luz se abrió paso en el cielo encapotado… una inmaculada paloma descendió y permaneció sobre Él, aleteando suavemente… y una voz, la misma del Paraíso, la misma del Sinaí, la misma que Jesús oía en su interior desde toda la eternidad, se oyó inconfundible en aquel paraje: “Tú eres mi hijo muy querido…”

Juan temblaba y con gesto decidido se postró ante Jesús, que emergía del agua refulgente de belleza y majestad, con los brazos sobre su cuerpo y los ojos cerrados. Algunos escucharon que el Bautista musitaba, emocionado: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… que tú crezcas, y yo disminuya”. Otros oyeron a Jesús decir: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”


Reflexionar

Jesús santificó su vida oculta trabajando con esmero y alegría y amando a todos, especialmente a los más débiles. ¿Sabes tú santificar tu trabajo?

Juan el Bautista cumple su misión con decisión y humildad, sabiendo reconocer y aceptar el tiempo establecido por Dios, dando un paso al costado al comprender su final. ¿Sabes tú obrar con humildad, con discreción y con prudencia?

Jesús vive movido por el Espíritu Santo y obediente a los planes del Padre. Su identidad es ser hijo. ¿Sabes tú agradecer el don de la filiación divina, recibido en el Bautismo? ¿Intentas descubrir qué quiere el Padre de ti en este momento preciso?


Pedir

Jesús, gracias por haber purificado mis pecados al hacerte uno de nosotros. Dame la gracia de vivir en la pureza y la santidad.

Jesús, ayúdame a ser como Juan el Bautista, y ayudar a otros a descubrirte presente en medio del mundo.

Jesús, dame tu Espíritu Santo para que ya no sea la carne sino Él el motor y el sentido de mi vida entera. Amén.

P. Leandro Bonnin

14.10.18

Día 12: La pérdida y el hallazgo del Niño Jesús en el Templo

LA PÉRDIDA Y EL HALLAZGO DEL NIÑO JESÚS EN EL TEMPLO

Contemplar

La Sagrada Familia tenía Sagradas Costumbres. La costumbre de asistir cada semana a la Sinagoga, a celebrar la fe junto con el Pueblo. Pero también la costumbre de quererse intensamente, de servirse recíproca y abnegadamente, de cuidarse hasta el detalle. María y José son expertos en hacerse mutuamente felices, en elogiarse, en escuchar, en animar. Tienen la sagrada costumbre de no acostumbrarse jamás al misterio de la vida.

Imagínalos, entonces, llenos de estupor mientras el Niño crece. Siéntate en la ronda para jugar y ríe con ganas en una tarde de primavera, viendo que el pequeño se divierte y florece en todas las virtudes. Sus manitos fueron tomando ya la fuerza y el vigor del artesano de Nazareth; llevan las marcas del trabajo, de la caridad y del cariño. Sus pasos vacilantes se convierten en ágil carrera. Sus primeros balbuceos, son yan fluida y cautivante palabra. No habla todo el tiempo, pero que cada vez que lo hace es oportuno, incisivo y profundo, sin dejar de ser elegante y pintoresco.

Escucharlo reír es una especie de terapia contra toda tristeza, pero también sus tristezas –ante el mal, ante una mentira, ante la noticia de algún robo o asesinato- contagia dolor y decepción.

El Niño crece sano en su cuerpo lleno de fuerza y de vitalidad. Poco a poco se hace más alto y esbelto, y a los doce años casi supera en estatura a María. Sus rasgos siguen siendo infantiles, pero su mirada, su mirada… Cuando mira a alguien a los ojos, es casi imposible no emocionarse. Parece leer lo más íntimo, el pasado, el presente y también el futuro. Irradia una pureza perfecta, una castidad inmaculada, una humildad infinita.

La Sagrada Familia tenía la costumbre de peregrinar cada año a Jerusalén para la Pascua y para aquellas fiestas en que estaba prescrito. Y así lo hicieron aquella vez. Y como cada año, María y José se esfuerzan por hacerlo con espíritu de profunda fe, incluso cuando en la caravana van otros cuyo cumplimiento sólo es exterior. Rezan los salmos exprimiendo su sentido hasta las más hondas profundidades. Al llegar al lugar desde el cual se divisa por primera vez la ciudad santa, vienen a su mente tantos recuerdos. Hace ya una docena de años vivieron allí experiencias tan sublimes como sobrecogedoras. Todavía recuerdan el contraste impactante entre la visita de los magos de Oriente y sus obsequios con la furia descontrolada de Herodes, y la angustia de la Huida, y el exilio en Egipto, desde el cual volvieron tiempo después.

Desde entonces, su vida ha consistido en una sagrada monotonía, en hacer y vivir casi siempre lo mismo en su humilde casa y taller.

El Niño vive esta peregrinación con la expectación de siempre. Así, entusiasta y radical en su adoración, se pierde entre la multitud. Sus padres no osan aferrarlo, conscientes de que ama ese lugar como ningún otro, y de que allí nada puede sucederle.

Con la certeza de que estaría junto a los demás peregrinos de Nazareth y algo agotados, se disponen a volver. Sólo al día siguiente notaron que no estaba con ellos… María no puede evitar dejarse envolver por la angustia, la misma, que experimentó huyendo hacia el sur… José siente ahora como una gran culpa: ¿cómo no fue más cuidadoso? ¿por qué se apartó tanto del Niño?

Retornan corriendo, llegan agitados, preguntan a la gente que vivía cerca de donde pasaron la noche si alguien supo de un Niño o de que hubiera ocurrido algo malo. Todo parecía en orden, y se internan en el Templo. Hacen silencio y en el silencio una plegaria confiada, y escuchan, nítida, su inconfundible voz. Se quedan tan asombrados que permanecen unos instantes detenidos: Jesús habla como un adulto. Nombra profetas, cita pasajes enteros, escucha atento las respuestas y vuelve a hacer preguntas. “Isaías” es el nombre que más veces reitera, y versículos de salmos que combina con maestría inaudita.

No pudiendo esperar más, María y José corren a su encuentro, pero solo Ella habla. Por primera vez, ella pregunta: “¿Por qué?”. “Hijo mío” lo llama, e incluye a José en su pedido de explicación.

Jesús los mira con cariño, sonríe, abraza a su mamá, y con indecible y serena seguridad responde: “¿por qué me buscaban… no sabían que tengo que ocuparme de los asuntos de mi Padre?”

Caminaron los tres muy juntos hasta volver a Nazareth, casi sin hablar. Todo había vuelto a la normalidad, y sin embargo María y José tienen la seguridad de que ese Niño, es hijo suyo, ha comenzado a vivir una nueva etapa en su personal misión. ¿Cuáles serían los “asuntos de su Padre”? María medita en silencio, y sólo atina a decir a su esposo cada tanto: “José, ¡felices nuestros ojos porque ven y nuestros oídos porque oyen!”


Reflexionar

Sin demasiadas cosas, con lo justo, María, José y Jesús son felices. El amor dado y recibido los hace felices. ¿Eres experto en amar a tu familia?

El Niño crece en todas sus dimensiones: lo humano y lo divino se armonizan y se potencian, cuerpo, afecto, voluntad y afecto se hacen más y más perfectos. ¿Intentas ayudar a los más pequeños de tu entorno a crecer como Jesús?

“Los asuntos de mi Padre” serán siempre el hilo conductor de la existencia del Jesús, a los 12, los 20, los 30, los 33… ¿Intentas descubrir y ocuparte, de acuerdo a tu vocación, de los asuntos de tu Padre Dios?

Pedir

Querido Niño Jesús, que ninguno de los niños de mi Patria y del mundo vean vulnerados sus derechos, su inocencia y su necesidad de ser amado y amar. Que los niños puedan vivir una infancia plena de sentido y de cariño.

María, ayuda a todas las madres a contemplar en la fe y favorecer con el ejemplo y la palabra la vocación de sus hijos, aunque no siempre coincida con sus propios planes.

José, concede a todos los padres de familia ser perseverantes en la vivencia de su propia misión en este mundo huérfano de Dios y de padres. Amén.

11.10.18

Día 11: La presentación del Niño Jesús en el Templo

LA PRESENTACIÓN DEL NIÑO JESÚS EN EL TEMPLO

Contemplar

El Niño crecía, y crecía, y crecía. Sus ojitos eran ya capaces de permanecer abiertos, irradiando su mirada una hondura infinita.

Ya se habían apagado los ecos del cántico celestial de la noche del alumbramiento. Ya habían puesto el nombre de Jesús al pequeño, y lo habían incorporado al pueblo de Israel mediante la circuncisión.

María y José, antes de comenzar a preparar su viaje a Nazareth, se dirigieron una vez más al templo para presentarlo al Señor. Siempre tan discretos, tan simples, tan humildes, tan iguales a los demás jóvenes matrimonios, y siempre tan extraordinariamente bellos en su simplicidad. Tan llenos de Dios y tan transparentes.

Estaban esperando su turno, llevando al pequeño y al par de pichones de paloma que ofrecerían en su lugar, cuando de entre la muchedumbre surge un anciano. Sus manos toscas y arrugadas no parecían coincidir con el inmenso resplandor juvenil que emanaba su rostro. Los saludó como si los conociera de toda la vida, como si siempre los hubiera estado esperando. Se inclinó con reverencia ante el pequeño y –tembloroso- lo tomó en sus brazos. Primero lo miró fijamente unos instantes, luego lo besó con enorme respeto y cariño a la vez, y por fin, rompió a cantar. Era el canto de un anciano que veía cumplidas sus esperanzas, pero era también el de un entero pueblo tantas veces humillado y derrotado, que comprobaba que su Dios, Yahvé, era y permanecía siempre fiel.

“Mis ojos han visto tu salvación, que has preparado ante todos los pueblos”, decía Simeón, y esos ojos se llenaban de luz como si volvieran a ser los de su adolescencia. El Niño le devolvía la alegría, la paz y la certeza de que habían llegado los tiempos de la exaltación del Pueblo de Abrahám.

De pronto, Simeón quedó callado. Su sonrisa se trocó en un gesto preocupado y casi sombrío. En ese íntimo diálogo que tenía con su Dios, algo había acontecido, y comenzó a llorar serenamente, mientras abrazaba al bebé, como queriendo protegerlo. ¿Qué sucedía, por qué este cambio?

Pronunció entonces palabras difíciles de comprender: el pequeño sería luz de las naciones, pero también “signo de contradicción”, “causa de caída y elevación para muchos”. Mirando fijamente a María –que todo lo guardaba en su interior- le dijo con certeza y dolor: “una espada atravesará tu alma”.

María no comprendió exactamente. No alcanzaba a vislumbrar cómo este anuncio podía estar unido al de Gabriel y al de Isabel, y al canto de los coros angélicos… Pero en un instante se le hizo claro que la dificultad para encontrarle sitio no podía haber sido casual. Que el reinado de su bebé y el cumplimiento en él de las promesas hechas a David sería de una manera paradójica y misteriosa. María imaginaba la espada atravesando su alma y, también entonces, reclinando su cabeza en el hombro de José, abrazando una vez más a Jesús, le dijo lenta y conscientemente: “Yo soy tu esclava… que se haga en mí según tu palabra”

Reflexionar

María y José presentan su Hijo Primogénito a Dios, reconociendo que sólo a Él pertenece la Vida de todos. ¿Sabes tú ofrecer al Señor lo mejor de tu existencia, lo que más aprecias?

Simeón confía plenamente en el cumplimiento de las promesas, incluso teniendo que esperar largamente su concreción. Simeón es modelo de confianza. ¿Sabes tú esperar “contra toda esperanza”?

El Niño llega al mundo a cumplir una misión que se revela ya desde el inicio en el doble aspecto de dolor y gozo, de derrota y victoria, de cruz y resurrección. ¿Sabes tú aceptar los dolores que inevitablemente forman parte de la vida?

Pedir

Padre Eterno, yo me quiero ofrecer por entero a tu servicio, por manos de María, como lo hizo el Niño Jesús aquella vez.

Señor Jesús, ayúdame a dar sentido sobrenatural a los pequeños acontecimientos de la vida, para que toda ella sea una continua alabanza a la Gloria del Señor.

José y María, intercedan por todos los matrimonios jóvenes, para que comprendan la nobilísima misión que han recibido de engendrar hijos para este mundo y para el Cielo. Que ellos encuentren siempre en ustedes el modelo a imitar.

Día 10: EL NACIMIENTO DE JESÚS EN BELÉN

EL NACIMIENTO DE JESÚS EN BELÉN

Contemplar

Un matrimonio joven, uno entre la multitud que hormiguea por Judea durante el censo, va caminando lentamente, internándose en la oscura noche. No hay lugar para ellos en ninguna posada, caminan en silencio, con una mezcla de inquietud y esperanza. Un Niño a punto de nacer está allí ocupando el centro de sus pensamientos. El deseo de verlo amortigua en ellos el dolor de no poder ofrecerle un mejor sitio.

Un alma se ha apiadado de ellos, y van a poder pasar la noche, al menos, bajo techo. Deben caminar aún unos metros más, guiados por una débil lámpara, que se alejará con su dueño en unos instantes, apenas José haya encendido fuego.

El lugar está aún oscuro, frío y húmedo. El olor es para nada agradable. María desciende despacio de su montura, cuidada con tierna firmeza por los brazos de su esposo. Se inclina suavemente sobre el heno, desata su hatillo y comienza a entrar en un sueño sereno. José aprovecha ese instante de calma luego de días tensos, y sale rápidamente en busca de leña y tal vez de algo para comer.

Y entonces, entonces, la noche resplandeció. Entonces en lo hondo de esa cueva oscura, fría y húmeda, se manifestó en silencio el Hijo eterno, el esperado de los siglos.

Apareció frágil, tembloroso, con su piel rosada y casi transparente, con su boca arrugada, sus ojitos cerrados, los puñitos minúsculos apretados, el cabello húmedo pegado a su cabeza…

Y el silencio fue interrumpido por la primera Palabra de la Palabra hecha carne: el llanto de este Dios bebé que implora cariño, que llama sin intimidar, que atrae tiernamente.

El llanto de un Dios tan humano que necesita que María lo tome, lo acaricie, y le dé el pecho… como cualquier otro niño. María llora y ríe a la vez, José cae de rodillas y la abraza, y los dos rompen a cantar aquel salmo tantas veces repetido: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”

Y de pronto a sus voces entrecortadas por la emoción se asocia un sonido celestial, de una armonía sobrenatural, de una belleza sobrecogedora. En ese pequeño establo, recién oscuro, frío y húmedo y ahora luminoso, la entera creación se reconcilia con el Creador. Hasta los mismos animales parecen sumarse a la alabanza junto a los hombres y los ángeles, porque el Dios de los Ejércitos es ahora Emmanuel. Allí, de modo perfecto, se restablecía la Paz.

Golpean las manos afuera, y José, sin temer ni dudar, invita a pasar. Un grupo de rudos pastores, con los ojos grandes y el corazón expectante, se acercan conmovidos. Saben que lo que allí ocurre es mucho más que el nacimiento de un bebé. Intuyen que se inaugura allí, discretamente, la plenitud de los tiempos, la nueva Creación.

María sigue amamantando al Niño, lo besa, lo abraza fuerte, lo huele, lo acaricia, juega con Él, se emociona, agradece, se humilla ante el Creador…

Ingresa tú también al establo, pídele que te lo dé, abrázalo y dile con confianza: “no permitas que jamás me aparte de Ti”


Reflexionar

La Navidad es pobreza: el Niño nace en la austeridad, sin lujos, sin casi lo necesario. El Niño viene a redimirnos de la idolatría de lo material. ¿Aceptas las privaciones que te impone la vida, amas la austeridad?

La Navidad es silencio: Dios entra al mundo sin ruidos, sin publicidad, sin estridencias. Ingresa llamando suavemente, como habla al corazón. ¿Amas y cultivas el silencio?

La Navidad es humildad: Dios asume la forma de siervo para salvarnos. Se despoja de su Gloria, esconde su poder, para elevarnos hacia sí. ¿Amas la humildad? ¿Aceptas las humillaciones que la vida te impone?


Pedir

Jesús, gracias por venir a vivir entre nosotros, ayúdame a hacerme yo también como un niño pequeño para que el proyecto del Padre se realice en mí.

María, ayúdame a querer a Jesús, a ser cariñoso y delicado con Él, a no avergonzarme de manifestar mi amor a Dios delante de todos.

José, enséñame a abrazar los designios de Dios aunque no los entienda, ayúdame a saber entonar un himno de alabanza tanto en las penas como en las alegrías intensas.

P. Leandro Bonnin