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3.07.17

Algunas pistas para aprovechar la presencia de Jesús en el Sagrario

Los textos pertenecen a mi libro “7 Canastas", publicado en Ediciones Logos, y publicados hace un tiempo en Infocatolica en la sección Opinión.

Sagrario

El gran abandonado

Existe en la Iglesia una renovada sensibilidad hacia los ancianos. El Papa Francisco ha hablado muchas veces, con gran incisividad, sobre el terrible drama que significa para muchos de ellos ser “depositados” en hogares y dejados allí. Gracias a Dios, hay grupos y movimientos laicales y eclesiales que se organizan para llevar, algunas veces a la semana, compañía a esos viejitos.

También hoy existen niños abandonados por sus padres, que viven en hogares, cuidados por personas que muchas veces los sirven bien, y otras no tanto. Y existen, gracias a Dios, grupos de jóvenes o adultos que periódicamente los van a acompañar, o familias que los invitan a vivir, los fines de semana, en el calor de un hogar.

 

Pero hay un drama aún mayor, que es causa de muchos otros males para la sociedad y también para la Iglesia.

Me refiero al drama de Jesús Abandonado en el Sagrario.

Me refiero al hecho incomprensible de que durante tantas horas, tantos días y meses y años, Jesús vivo, presente en la Eucaristía, esté solo.

Me refiero a la ilógica conducta que tenemos tantas veces los creyentes de dedicar muchos minutos e incluso horas a la semana a cultivar nuestra inteligencia, a cuidar nuestro cuerpo, a desarrollar vínculos de amistad, a perfeccionarnos en algún arte… y dediquemos poco o casi nada a estar con Jesús en el Sagrario.

 

Y ¿por qué es un drama? ¿Acaso necesita Él de nosotros?

En sentido estricto, no. Si necesitara de nosotros, no sería Dios.

Pero el Dios que nosotros adoramos no es sólo un frío “motor inmóvil” ni una “causa primera” que origina el mundo.

No. Es un Dios que ama apasionadamente. Un Dios celoso. Un Dios con un Corazón Humano. Un Dios que dijo una vez y repite siempre: “quédense conmigo”.

Jesús sufre el abandono en los Sagrarios, ¡claro que sufre! Sufre la ingratitud, el olvido, la tibieza de aquellos por quienes lo ha dado todo… “y sólo recibe a cambio ingratitudes y desprecios”.

 

Pero principalmente Jesús sufre porque sabe que nosotros lo necesitamos. Sufre porque lejos del Sagrario nuestras barcas -como la de los discípulos cuando remaban en medio de la tormenta- amenazan con hundirse.

Sufre porque nos ve también a nosotros tantas veces profundamente solos y vacíos, aún rodeados de mucha gente e inmersos en una frenética actividad.

Sufre porque nos ve “afligidos y agobiados”, y Él está ahí esperándonos, y nosotros buscamos reposo en otros corazones y no en el Suyo.

 

El Abandono de Jesús en el Sagrario es un drama mayor que el de los abuelos y los niños, entre otras cosas, porque si fuéramos más los que visitáramos al Señor… habría menos abuelos solos, y menos familias rotas, y menos corazones heridos.

Porque en el Sagrario la vida se renueva y el corazón se restaura. Allí encontramos las fuerzas para perdonar y volver a empezar, hallamos paz y esperanza para seguir cargando la Cruz.

 

En el Sagrario, en fin, Ese que está tantas veces Abandonado es capaz de llenar tus soledades de su Presencia. De consolarte y fortalecerte para que puedas llevar a otros su consuelo y fortaleza. De “sacarte la mochila” que llevás cada día, o -si es imposible dejarla- llevarla junto con vos.

Jesús Abandonado es el lugar donde, con absoluta confianza, podés “abandonarte”, sabiendo que nunca te dejará caer.

Abandonate a Jesús Abandonado.

 

 

Un silencio muy laborioso y elocuente

 

Tal vez me preguntes: ¿Y qué tengo que hacer cuando voy al Sagrario?

Podría responderte: “Nada. El que hace es Él”. Porque, como dijo una vez “mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”.

Jesús, en el Sagrario, es como un alfarero, o un escultor. Está activo y casi ansioso de que el humilde barro o la dura piedra se pongan delante Suyo, para comenzar la obra.

Estar delante de Él es ya comenzar a ser diferentes. Porque así como quien se pone delante del Sol, sin hacer nada, recibe sus rayos y en ellos la luz y el calor, así sucede también con este Sol que nace de lo alto.

Con una condición: que no te cubras, que no interpongas entre Él y vos nada de nada. Tenés que ir con el alma descubierta, y tenés que abrir de par en par el corazón, para que su poder entre hasta lo más íntimo de tu intimidad.

Cuando hay un lugar muy oscuro, y de pronto entra la Luz, puede ser desagradable al principio, porque se comienzan a ver cosas que antes pasaban desapercibidas. Pero tenés que animarte, tenés que dar el paso.

También los ojos acostumbrados a las tinieblas son casi heridos por la luz del Sol, y sin embargo, para ella han sido creados, no para la penumbra. Estar ahí, muchas veces, delante del Sol, llenará de luz tu mirada interior, y vas a poder ver el mundo con ojos nuevos.

 

Pero hay algo de Jesús en el Sagrario que impresiona: su silencio. Es la Palabra eterna, es la Sabiduría del Padre, encierra el Sentido del Universo, y calla. O, mejor dicho, habla de un modo tan sutil y delicado, que sólo quienes se disponen pueden escuchar.

¡Cuánto tenemos para aprender del silencio de Jesús en el Sagrario! ¡Cómo hemos llenado de palabras huecas nuestras vidas! Hasta parece que hemos perdido la capacidad de hacer silencio.

Y ésta, sin embargo, es una maravillosa cualidad, que debemos reencontrar.

 

Porque hay muchas situaciones de nuestra vida donde lo mejor es callar.

Callar -como Jesús- cuando seamos atacados injustamente, y veamos que hablar y defendernos, en lugar de solucionar el conflicto, lo agrave.

Callar -como Jesús- cuando la Cruz venga a nuestra vida, y no sepamos qué decir, y surjan en nuestro interior mil preguntas… pero sólo el silencio nos ayude a dejarnos modelar por el Señor.

Callar -como Jesús- para darle espacio al hermano que necesita expresarse, para oír no sólo las palabras de su voz sino también los latidos de su alma.

Callar -como Jesús- para recuperar la mirada contemplativa sobre la Creación y sobre las realidades cotidianas, donde, si estamos atentos y en silencio interior, lo descubriremos con facilidad.

Callar -como Jesús- cuando nos toque poner el hombro al hermano que está padeciendo, como nuevos cireneos, y donde las palabras sobran, y es mucho más elocuente la presencia.

 

Todo lo sabemos en teoría, pero, ¡cuánto nos cuesta vivir el silencio virtuoso!

Aprendámoslo del elocuente silencio de Jesús en el Sagrario.

 

 

El Sagrario y el Evangelio

Jesús está en silencio en el Sagrario, y sin embargo, poco a poco, ese silencio será sonoro. Porque el mismo Jesús que está ahí, prisionero por amor, es el que caminó por Galilea, y predicó en el Monte, y en la sinagoga de Cafarnaúm, y en el atrio del Templo, y desde lo alto de la Cruz, y junto a la tumba vacía.

Por eso para quienes creemos en la presencia de Jesús en el Sagrario, el Evangelio no es Palabra muerta. No es un libro de historia, no consiste en una serie de narraciones del pasado ni son anécdotas de un héroe lejano.

Las palabras del Evangelio son absolutamente actuales. Y en ningún lugar resuenan con tanta fuerza transformadora como delante del Sagrario.

 

Por eso, cuando vayas a visitarlo, podés llevarte el Evangelio, y escuchar cada frase del Señor como saliendo de allí… desde su Corazón al tuyo.

Podés imaginar -porque están ahí, verdaderamente- sus ojos clavados en vos. Y podés imaginar también el tono de su voz, dulce y fuerte al mismo tiempo. Que te dice, por ejemplo:

“No temas: serás pescador de hombres”, serenando tu corazón ante la conciencia de tu fragilidad.

“Lázaro, ven afuera…”, invitándote a salir de la tumba del pesimismo y la desconfianza.

“Si crees, verás la Gloria de Dios”, exhortándote a tener una fe más profunda.

“Ustedes son la sal de la tierra”, confiándote una misión y concediéndote a la vez su propio sabor.

“No te inquietes por lo que vas a comer o cómo vas a vestir”, guiándote por el camino del abandono en su Providencia.

“Perdoná, y serás perdonado”, recordándote que tenés que abrir tu corazón a la misericordia con el prójimo para poder recibirla.

“Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”, animándote a tener una nueva mentalidad.

“Conviértete…”

“Ve a decir a mis hermanos…”

“Yo estoy contigo hasta el fin del mundo…”

 

Así, formado por esa Palabra viva y eficaz, tu vida cristiana se llenará de vigor.

Y las Palabras de Cristo se transformarán en tuyas. Y sin darte cuenta, hablarás como Él, iluminarás cada situación con el Evangelio, encontrarás el sentido sobrenatural a cada centímetro de tu recorrido en esta tierra.

Te irás conviertiendo, con la Gracia del Señor, no sólo en un Sagrario Viviente, sino en un Evangelio viviente. Quizá el único que muchos de tus conocidos podrán leer.

 

 

Un lugar para llorar y para reír.

Pero quizá te sucede que, cuando estás solo, no puedes aguantar un minuto sin que las lágrimas acudan a tus ojos. Porque quizá venís conteniendo una angustia o soportando una situación en la que querés mantenerte fuerte, aunque por dentro estés quebrado.

Y quizá te pasa que te cuestionás, pensando: “¡Qué vergüenza, todos me van a ver!”, y eso te aleja del Sagrario.

Dejame decirte con toda claridad: el que te hace creer que no podés ir al Sagrario a llorar es el Mandinga.

Es más, voy a decirte algo: el Sagrario es el mejor lugar del mundo para llorar.

Porque no es lo mismo llorar en tu casa, solo, como “guardándote” ese dolor, sin que puedas desahogarte.

Porque ni siquiera es suficiente buscar alivio en el prójimo. Claro que lo necesitamos, y nos hace mucho bien, porque una palmada o un abrazo amigos tienen un enorme poder consolador.

Pero es sobre todo el Señor, Jesucristo Resucitado, quién puede, ya desde ahora, “enjugar las lágrimas de tus ojos”.

 

Porque, además, las lágrimas humanas asumen un aspecto nuevo cuando son iluminadas por la lamparita del Sagrario. Como en esos días de lluvia al atardecer, cuando las nubes se pintan de rojo o anaranjado, y adquieren una nueva belleza.

Las lágrimas humanas encuentran el lugar ideal para ser dejadas en ese Horno ardiente  de Caridad que es su Sagrado Corazón.

 

Pero quizá te suceda lo contrario. Quizá estás viviendo una etapa hermosa en tu vida, donde todo va sobre rieles, con viento a favor. Los logros se suceden, las metas se van alcanzando una tras otra.

También entonces: andá al Sagrario. Compartí esa alegría con tu Amigo. Regocijate con Él, como cuando eras chico y habías hecho un gol y lo contabas a todos los tuyos, o te habías sacado una buena nota en un examen difícil y lo compartías con quienes amabas.También tiene “derecho” de verte bien, ¿no te parece?

Algunas veces, estando con el Maestro, podés recibir el gran regalo de una intensa consolación. Y entonces, tu corazón se ensancha, y tu mirada se ilumina, y hasta se dibuja una sonrisa en tus labios. Casi tenés ganas de reír con fuerza, o de gritar a los cuatro vientos: “¡Es verdad, existe y está Vivo, yo me lo encontré!”

No reprimas tu sonrisa, no dejes de reír ante Él. Esa alegría brilla aún más cuando se refleja en la Luz del Señor.

 

Esa alegría es la que necesita el mundo: una alegría estable, con sólidos cimientos. Una alegría que brota desde el eterno plan de Dios, y llega a los hombres a través del Corazón Eucarístico de Jesús.

 

 

Adorando.

Y si todavía te cuesta comprender qué hacer ante Jesús, cómo adorarlo y reverenciarlo, el cuerpo viene en tu ayuda.

Porque no rezamos sólo con el alma: también nuestra dimensión material adora y alaba.

Y ningún gesto expresa tan profundamente la adoración como el ponerse de rodillas. Ya al hacerlo, te sentís más cerca suyo.

Porque arrodillarse te revela tu verdad de creatura. Arrodillarse significa aceptar que Él es todo, Él es El que Es. Y que nosotros somos nada, somos los que no somos.

 

Para adorar, de rodillas, podés recordar a algunos que lo hicieron en vida de Jesús.

Imaginá a José, de rodillas, junto al Pesebre, adorando al Niño recién nacido, absorto, casi conteniendo la respiración.

Imaginá a los Magos venidos de Oriente, cansados del largo viaje, rebosantes de alegría por haber llegado a la meta, postrándose y adorando.

Imaginá a María, en Egipto y en Nazareth, arrodillada junto a la cuna del Niño, besándolo y acariciándolo.

Imaginá a Pedro, arrodillado a los pies de Jesús luego de la pesca milagrosa, pasmado por semejante milagro, consciente de su fragilidad.

Imaginá a la mujer cananea, arrodillada a los pies de Jesús, acurrucada casi como un cachorrito, pidiendo la curación de su hija como quien pide las migajas que caen de la mesa.

Imaginá a María de Betania, poco antes de la muerte de Jesús, arrodillada ante su Amigo, ungiendo sus pies con el caro perfume y secándolo con sus cabellos.

Imaginá a María Magdalena, arrodillada junto a María, que tiene a Jesús muerto en sus brazos, y se abraza a Él con gran dolor. Imaginala luego de la resurrección, también a sus pies.

Imaginá a Esteban, el primer mártir, que puesto de rodillas es lapidado, mientras contempla a Cristo a la derecha del Padre.

 

Todos ellos están ahí, junto a vos, en ese momento de oración. Se arrodillan y adoran a Jesús en la Eucaristía, al igual y todavía mejor que como lo hicieron en la tierra.

Acordate siempre: nunca sos más grande que cuando estás así.

 

 

El remedio contra toda idolatría

(de Benedicto XVI, en Corpus Chisti de 2008)

 

Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy.

Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad:  quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea.

Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3, 16).

Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios.

Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve.

La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose:  se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.