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23.12.16

Cortá con tanta dulzura...

Lo dulce no quita la sed

Mientras almorzaba la semana pasada, llamó mi atención la etiqueta de la gaseosa que la secretaria parroquial había comprado para unas visitas que tuvimos, y cuyo sobrante encontré en la heladera.

 “Cortá con tanta dulzura. Lo dulce no quita la sed”

Y más allá de la finalidad comercial del slogan –que, dicho sea de paso, es verdadero en gran medida- me hizo pensar en el “sabor” del Evangelio de Cristo, de la entera Palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia.

Y es que hoy por hoy abundan mensajes “cristianos” “católicos” que ya no tienen el sabor de la palabra de Cristo, y el vigor de la predicación de Pedro y Pablo, y de Esteban –ese “fundamentalista”- y de Santiago, y de Juan…

 

Un cristianismo dulzón, empalagoso, almibarado, al que se le ha quitado o minimizado todo rastro de exigencia, de intransigencia, de invitación a la conversión… No solamente ya no es cristianismo sino que –como dice la etiqueta de la gaseosa- es incapaz de quitar la SED más profunda de nuestra alma.

El sabor de la Escritura, y del mismísimo Evangelio, es, en cambio, una perfecta combinación de textos “dulces” con otros “amargos” y muchos más “salados” o “ácidos”. Y por eso toda dulcificación del Evangelio es, necesariamente, mutilación o distorsión. Y, por ende, traición.

Lo que quita la SED que anida en lo más hondo de nuestro corazón es el verdadero Jesús, y la verdadera fe transmitida por la Iglesia en su Tradición.

Ese Jesús es verdaderamente fascinante y atractivo… el Jesús “dulzón” se transforma en apenas una figurita decorativa en el elenco de personas “espirituales” de la historia.

Ese Jesús me fascina, y a ese Jesús quiero predicar.

 

Ese Jesús tan libre, sólo atado a la Voluntad del Padre, y absolutamente independiente de los respetos humanos y lo “políticamente correcto”.

El Jesús que comienza su gran predicación diciendo: “El Reino de Dios está cerca…” para añadir, de inmediato: “conviértanse, y crean en el Evangelio.”

El Jesús que abre su primer gran discurso con la palabra: “Felices", y que a los pocos minutos nos promete que seremos “perseguidos a causa de Él".

El que se hace Buen Samaritano, que camina por los caminos del mundo inclinándose sobre el hombre herido y medio muerto, pero que nos dice también: “ancho y espacioso es el camino que conduce a la condenación, y muchos van por él”

El que grita: “el que tenga sed, que venga a mí y beba", y que dice, compasivo: “vengan a mí los afligidos y agobiados, y yo los aliviaré"; pero que no busca la popularidad a cualquier precio, y dice a los suyos, vacilantes: “y ustedes, ¿también quieren irse?”

Ese Jesús tan capaz de abrazar a los niños como de hacer un látigo de cuerdas para expulsar a los vendedores del templo.

El que nos promete el Cielo como una grandiosa fiesta de bodas… pero que nos advierte que podemos quedar fuera y llorar eternamente si no tenemos aceite en nuestra lámpara.

El que en medio de la Pasión es capaz de mirar a Pedro que lo acaba de negar, y de prometer el Paraíso al Buen ladrón… pero calla ante el rey Herodes.

El que, resucitado, concede a Tomás la gracia de meter su mano en el costado, a la vez que lo reprende por su incredulidad.

El que pregunta a Pedro por tres veces: “¿me amas?” y le confía las ovejas, a la vez que le anuncia su manera de morir.

 

Ese es el Jesús que amo, ese es el Jesús que me apasiona: tan tierno como exigente, tan misericordioso como radical, tan condescendiente como idealista.

Tan humilde como majestuoso, tan hombre como Dios, tan frágil como Todopoderoso.

 

No me quieran vender un Jesús “edulcorado”.

No me falsifiquen a Jesús.

Porque ningún falso Jesús es capaz de quitar mi SED, y la de la humanidad.

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