Día 13: El Bautismo de Jesús en el Río Jordán

EL BAUTISMO DE JESÚS EN EL RÍO JORDÁN

Contemplar

Esta vez, el abrazo duró más que de costumbre.

María siempre conservaba intacta esa mezcla de adoración y cariño, de temor reverencial y ternura materna con la que –allé lejos y hace tiempo- había tomado por primera vez en brazos al Niño, luego de darlo a luz.

José ya no estaba desde hacía década y media, y la vida en Nazareth transcurría tranquila e intensa. Jesús era cada vez más fuerte sin dejar de ser todo bondad. María lo conocía como nadie y sin embargo era consciente de que lo más profundo del corazón de su Hijo siempre se le escapaba.

Su Niño se había convertido primero en un apuesto muchacho, de mirada penetrante y palabra certera, de silencios elocuentes y gestos llenos de dignidad. Pero esa imponente presencia era, a la vez, humilde. Nada había en Él que pareciera arrogante.

Llegado a la madurez, era el hombre más respetado en su pueblo, sin hacer, en apariencia, nada extraordinario. Sus trabajos en el taller eran perfectos; su manera de tratar a las personas, inigualable; el amor con que acogía a los niños y a los pobres y a los sufrientes, conmovedor. La manera con que miraba a María y hablaba de Ella, una perfecta conjunción de delicadeza y reverencia. La manera en que escuchaba la Palabra en la sinagoga y en que oraba, algo jamás antes visto.

Esta vez, el abrazo duró más que de costumbre.

Porque Jesús le había dicho a su Madre que había llegado el momento de partir. De ocuparse “de los asuntos de su Padre”. Que debía ir más allá del Jordán donde su primo Juan, para iniciar su misión.

María recordó entonces, una vez más, las palabras del anciano en el Templo: “una espada…”. Jesús amaba toda la Escritura y la conocía como nadie, pero tenía una especial predilección por Isaías y, en él, por los cánticos del Siervo. María intuía algo grande y terrible, pero callaba y confiaba.

Jesús se alejó en soledad y así caminó hacia el Jordán, llevando el abrazo y la mirada de María, y todos los años de vida oculta en su interior. Caminaba con paso decidido, y al llegar, se mezcló, uno más, entre la gente. No eran precisamente los más santos: había allí soldados de vida inmoral y porte intimidante, mujeres de mala vida con sus rostros marcados por el pecado, publicanos con la ambición grabada en sus ojos, bandidos y malhechores salidos de sus refugios, atraídos por la recia predicación del Bautista.

Todos ellos estaban allí con un deseo: confesar sus pecados y comenzar una vida nueva, distinta, pura. Querían que el agua de este río penetrara en sus corazones y les devolviera, de alguna manera, la inocencia.

Jesús caminó en silencio entre todos ellos. Los conocía y amaba a cada uno. Había venido al mundo con una única misión: tomar sobre sí sus faltas y hacerlos sus hermanos.

Al llegar ante Juan, éste se sorprendió. De pronto, supo que toda su existencia había tenido sentido para ese momento. Su humanidad, sin embargo, se resistía a lo inaudito. ¿Cómo él, Juan, podía bautizar en ese mismo río, junto a todos esos pecadores, al Sol que nacía de lo alto, al Señor? Pero Juan era obediente, y obedeció. Entendió que ese gesto era necesario, como preludio de la obra redentora.

Jesús entró en silencio al río, sumergiéndose por completo, como todos, sin que nadie pudiera percibir nada distinto. Pero al salir, de pronto, una haz potente de luz se abrió paso en el cielo encapotado… una inmaculada paloma descendió y permaneció sobre Él, aleteando suavemente… y una voz, la misma del Paraíso, la misma del Sinaí, la misma que Jesús oía en su interior desde toda la eternidad, se oyó inconfundible en aquel paraje: “Tú eres mi hijo muy querido…”

Juan temblaba y con gesto decidido se postró ante Jesús, que emergía del agua refulgente de belleza y majestad, con los brazos sobre su cuerpo y los ojos cerrados. Algunos escucharon que el Bautista musitaba, emocionado: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… que tú crezcas, y yo disminuya”. Otros oyeron a Jesús decir: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”


Reflexionar

Jesús santificó su vida oculta trabajando con esmero y alegría y amando a todos, especialmente a los más débiles. ¿Sabes tú santificar tu trabajo?

Juan el Bautista cumple su misión con decisión y humildad, sabiendo reconocer y aceptar el tiempo establecido por Dios, dando un paso al costado al comprender su final. ¿Sabes tú obrar con humildad, con discreción y con prudencia?

Jesús vive movido por el Espíritu Santo y obediente a los planes del Padre. Su identidad es ser hijo. ¿Sabes tú agradecer el don de la filiación divina, recibido en el Bautismo? ¿Intentas descubrir qué quiere el Padre de ti en este momento preciso?


Pedir

Jesús, gracias por haber purificado mis pecados al hacerte uno de nosotros. Dame la gracia de vivir en la pureza y la santidad.

Jesús, ayúdame a ser como Juan el Bautista, y ayudar a otros a descubrirte presente en medio del mundo.

Jesús, dame tu Espíritu Santo para que ya no sea la carne sino Él el motor y el sentido de mi vida entera. Amén.

P. Leandro Bonnin

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