23.12.09

Venite, adoremus: San Francisco y la historia del Belén

San Francisco en Greccio

Aquella Noche Santa del Pobre Francisco en Greccio

Sucedió en Rivotorto (cerca de Asís), en el año 1209. El 25 de diciembre de ese año cayó en viernes y los hermanos, más que nada por ignorancia, se preguntaban si había que ayunar o no. Entonces fray Morico, uno de los primeros compañeros, se lo planteó a San Francisco y obtuvo esta respuesta: “Pecas llamando ‘día de Venus’ (eso significa la palabra viernes) al día en que nos ha nacido el Niño. Ese día hasta las paredes deberían comer carne; y, si no pueden, habría que untarlas por fuera con ella".

La devoción de San Francisco por la fiesta de la Natividad de Cristo le venía ya desde los comienzos de su conversión, y era tan grande que solía decir: “Si pudiera hablar con el emperador Federico II, le suplicaría que firmase un decreto obligando a todas las autoridades de las ciudades y a los señores de los castillos y villas a hacer que en Navidad todos sus súbditos echaran trigo y otras semillas por los caminos, para que, en un día tan especial, todas las aves tuvieran algo que comer. Y también pediría, por respeto al Hijo de Dios, reclinado por su Madre en un pesebre, entre la mula y el buey, que se obligaran esa noche a dar abundante pienso a nuestros hermanos bueyes y asnos. Por último, rogaría que todos los pobres fuesen saciados por los ricos esa noche".

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20.12.09

Un acto de justicia histórica hacia Pío XII

LO QUE TODOS AFIRMARON CUANDO MURIÓ PÍO XII Y QUE LA LEYENDA NEGRA HABÍA HECHO OLVIDAR A ALGUNOS

La decisión de Benedicto XVI de declarar Venerable a Pío XII es un acto de justicia por parte del Papa. Sería desconocer a este Papa el pensar que dejaría de realizar un acto tan justo como el de declarar Venerable a Pío XII por miedo a los medios de comunicación o a las presiones de ciertos rabinos ignorantes o malintencionados(que ni siquiera son la mayoría). Él ha hecho lo que ha visto que era de justicia, y realmente lo es. Y los susodichos rabinos han empezado a dar la matraca en contra de la decisión papal, como se esperaba, pero la justicia es la justicia.

Cuando Pablo VI anunció durante el Concilio el propósito de comenzar la causa de Canonización de su predecesor Juan XXIII, anunció a la vez el comienzo de la causa de Pío XII, uniendo estrechamente dichas causas, una de las cuales confió a los Dominicos y la otra a los Jesuítas. Se concluyó mucho antes la de Juan XXIII, porque realmente era más fácil, y sirvió su beatificación para quitarse en el Vaticano un problema que no sabían como resolver para no quedar mal con el estado italiano, esto es, la beatificación de Pío IX. Realizadas ambas Beatificaciones, quedaba esperar el final de la causa de Pío XII, que ha sido lenta y fatigosa, pero que ha concluido en tiempo bastante oportuno para poder hacerla a coincidir con otra declaración de Venerable -y quizás también con la Beatificación- de Juan Pablo II, que a todos parecerá bien y en principio no atraerá ninguna crítica.

Son coincidencias (aunque ha habido que retrasar el decreto de virtudes heroicas de Pío XII un par de años) que ayudan a la Santa Sede a presentar algo tan justo y verdadero como la santidad del Pastor Angélico, pero que pocos quieren escuchar en el mundo progre de hoy. Ha sido tan larga y profunda la leyenda negra que ha rodeado a Pío XII, que parecía que nunca se llegaría su Beatificación. Se necesitaba la valentía de un Papa sin respetos humanos pero con gran respeto a la verdad y el bien de la Iglesia.

El pobre Pío XII ha tenido que aguantar de todo en los últimos años, aunque desde el cielo imagino que le habrá importado poco. Las mentiras más gordas se han dicho sobre él sin ningún pudor, y temo que en los próximos meses serán repetidas por el coro de los periodistas mediocres que pueblan la faz de la tierra (que no son todos, por supuesto, pero sí son muchos). Y, sin embargo, si quisieran averiguar la verdad la podrían encontrar facilmente.

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18.12.09

La bala que no llegó a su destino (y II): El misterio de Alí Agca

LAS MENTIRAS, CONTRADICCIONES E INVENCIONES DEL FALLIDO ASESINO ARREPENTIDO

Alí Agca, el hombre que atentó contra el Papa Juan Pablo II, nació en Yesiltepe, Turquía, el 9 de enero de 1958. De origen humilde, trabajó siendo niño vendiendo agua y carbón en su pueblo natal. De joven participaba en pandillas y se integró a una organización ultranacionalista musulmana ligada a Irán llamada Lobos Grises. Con ella participó en algunos delitos, tales como asaltos y el robo de un taxi. El 1 de febrero de 1979, por encargo de los Lobos Grises asesina al periodista liberal turco y dueño de un diario pro occidental, Abdi Ipekci, crimen por el cual es detenido y encarcelado en la prisión de Kartel Maltepe, en Estambul. Mientras se encuentra en espera de su condena (muerte) escapa de esta prisión el 23 de noviembre de 1979, y huye a Europa viajando por Bulgaria, Alemania, Suiza e Italia con pasaporte falso.

El 24 de abril de 1981 llega a Palma de Mallorca, adonde pasa dos semanas de vacaciones y reflexión acerca de la decisión de cometer o no el asesinato de Juan Pablo II. Finalmente , el 9 de mayo viaja en tren a Roma, y el 13 de mayo dispara con su Browning 9 mm sobre el Papa en su audiencia pública de los miércoles. El 22 de julio de 1981 es condenado a cadena perpetua en una celda con aislamiento en Italia. Agca declara que él es el único responsable del atentado y que lo hizo para eliminar al “responsable de una cruzada religiosa contra el Islam". Al momento de ser detenido, en su bolsillo se encontró una nota en turco que decía : “Yo, Agca, he matado al Papa para que el mundo pueda saber que hay miles de víctimas del imperialismo".

Sin embargo, al año siguiente, 1982, se reabre la investigación tras la publicación en Readers Digest de una nueva línea de investigación propuesta por la periodista norteamericana Claire Sterling, conocida como “la pista búlgara". En ella se plantea la posible responsabilidad de los Servicios secretos comunistas búlgaros, en asociación con la KGB y la Stasi de Alemania Oriental como cerebros del atentado. El propio Agca valida en principio esta teoría en mayo de 1982, y cita a 3 búlgaros como sus contactos: Sergei Antonov, representante en Roma de la aerolínea búlgara Balkan, detenido en Roma en noviembre de 1982; Todor Aivazov, del Departamento económico de la embajada de Bulgaria en Roma, y el comandante Jelio Vasilev, adjunto del Agregado Militar búlgaro en la misma ciudad. Estos dos últimos no son detenidos al encontrarse en Sofía, Bulgaria, protegidos públicamente por su gobierno.

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15.12.09

El último Emperador de la cristiandad

Carlos de Austria, declarado Beato por la Iglesia. Gobernó brevemente por las intrigas de la masonería

Paolo Mattei

Es un día de primavera de 1922 en Funchal, capital de Madeira. En la catedral de Nossa Senhora do Monte 30.000 personas asisten al funeral de un rey de 34 años. El hombre, que fue emperador en medio de las primeras ruinas humeantes del siglo pasado, había muerto pobre y exiliado en esta isla del Atlántico en los brazos de su mujer, la emperatriz, el 1 de abril de ese año. La muchedumbre congregada dentro y fuera de la iglesia y la mayor parte de los isleños lo consideran un santo. Su nombre era Carlos, Carlos I, emperador de Austria y rey de Hungría. En sus últimas horas, les preguntaba bromeando a los doctores que en vano trataban de curarle la grave pulmonía: «Comment allez-vous? Moi je vais bien!».

El rostro del ilustre huésped de la isla es sereno, y la gente ha ido a despedirse del hombre que durante cinco meses ha confortado sus vidas con su presencia. El obispo de Funchal le dirá algún tiempo después a un sacerdote austriaco: «Ninguna misión ha colaborado tan eficazmente a reavivar en mi diócesis la fe como el ejemplo que dio su emperador durante su enfermedad y muerte». La noche antes de morir, Carlos susurró a su mujer: «Mi única aspiración ha sido siempre conocer lo más claramente posible en todas las cosas la voluntad de Dios y realizarla de la manera más perfecta». Era una aspiración que lo había acompañado durante todos los días de su vida.

Carlos nació en Persenbeug, a orillas del Danubio, en la Baja Austria, el 17 de agosto de 1887. Era el primogénito del archiduque de Austria Otón Francisco –nieto de su alteza imperial y real Francisco José– y de la achiduquesa María Josefina, princesa y duquesa de Sajonia. Como todos los jóvenes de su estirpe, fue encaminado al estudio de los varios idiomas que se hablaban en el imperio, al estudio de la música y de las materias del bachillerato en la abadía benedictina de los “Schotten” de Viena, y luego a los estudios universitarios de derecho en Praga. En 1911 se casó con Zita de los Borbones de Parma. Pío X bendijo el matrimonio, y en una audiencia privada le predijo a Zita el futuro de emperador de su marido y le reveló que las virtudes cristianas de Carlos serían un ejemplo para todos los pueblos. El matrimonio tuvo 8 hijos; el último nació después de la muerte de Carlos.

Su carrera militar comenzó en 1903 y acabó en 1916, cuando subió al trono. Carlos se había convertido en el príncipe heredero tras la muerte de su tío abuelo Francisco Fernando, cuyo homicidio, causa del estallido de la Primera Guerra Mundial, ocurrió el 28 de junio de 1914. Pío X, inmediatamente después del asesinato del archiduque de Sarajevo, envió a Carlos, mediante un alto funcionario vaticano, una carta en la que le rogaba que hiciera presente a Francisco José el peligro de una guerra que comportaría enormes desventuras para Austria y Europa entera. Pero los que intrigaban en favor de la guerra llegaron a conocer el contenido de la epístola y el funcionario vaticano no logró pasar la frontera italiana. Carlos recibirá la carta mucho tiempo después, en pleno conflicto, cuando era demasiado tarde para conjurarlo.

Dos años después del comienzo de la guerra, a la muerte de su tío abuelo Francisco José, Carlos se convirtió en emperador con el nombre de Carlos I: era el 21 de noviembre de 1916. El 30 de diciembre de ese año fue coronado en la iglesia de San Esteban, catedral de Budapest, rey apostólico de Hungría con el nombre de Carlos V. La dualidad de la monarquía austro-húngara se remontaba al año 1867, cuando, tras el reconocimiento de la autonomía húngara, los territorios del Imperio fueron divididos en dos bloques: la Cisleitania, bajo administración austriaca, y la Transleitania, bajo administración húngara. Las Constituciones, los gobiernos y primeros ministros eran distintos, mientras que las dos partes conservaban en común el emperador –emperador de Austria y rey de Hungría– y los Ministerios de Asuntos Exteriores, de Economía, y de la Guerra.

Carlos heredaba una potencia en crisis y en decadencia: el Imperio austro-húngaro estaba exhausto debido a la expansión de Alemania y a las derrotas que había sufrido durante las guerras de independencia de Italia, y ahora se veía amenazado también en sus territorios balcánicos. Además, tras las primeras batallas victoriosas, las tropas imperiales no estaban en buenas condiciones. Si por lo que se refiere al comienzo del conflicto es verdad lo que dice el historiador Victor Tapié (Monarchia e popoli del Danubio, Turín, 1993), es decir, que «el ejército austro-húngaro combatió con energía constante y que, cualquiera que fuese su origen étnico, el soldado, ligado por un sentimiento personal de lealtad, dio prueba de resistencia y valor», también es verdad que ya a finales de 1915 el cansancio y las pérdidas de vidas humanas dominaban en el campo austriaco. Mitad del ejército regular –mal pertrechado, tecnológicamente atrasado y con insuficientes recursos económicos– fue eliminada ya en los combates de 1914. Para los austro-húngaros, el resultado de la guerra dependía totalmente de la potencia aliada alemana.

Carlos llegó al frente el 10 de septiembre de 1914, en Galitzia, y solicitó inmediatamente, en nombre del emperador, visitar las tropas que estaban en primera línea. Iba a ver a los soldados en todos los sectores de los varios frentes, condecoraba a los oficiales que lo merecían y enviaba a Francisco José informes exactos sobre la situación militar, sin esconderle que el conflicto, con el paso del tiempo, se estaba transformando en una matanza sin precedentes. La infantería era enviada a la muerte segura con la absurda táctica de las cargas a la bayoneta. Carlos tomó el mando del XX Cuerpo en 1916, el año de las hecatombes de Verdún, Somme y de las primeras nueve batallas del Isonzo; el año que aparecieron en los campos de batalla los tanques ingleses. Su acción fue decisiva para derrotar a Rumania y detener en el frente oriental el avance de los rusos a las órdenes del general Brusilov. Emprendió la ofensiva en el frente italiano que terminó con la victoria de Folgaria. Pero no soportaba las ruinas y los exterminios de aquellas victoriosas batallas. Carlos comenzó a tratar de poner en marcha negociaciones de paz precisamente cuando la Alianza austro-alemana lograba los éxitos más significativos. Hablando con el ministro de Exteriores austriaco, conde Berchtold, le dijo que no comprendía como se podía seguir «sin hacer todavía ningún programa para la paz. En cualquier caso, tanto si se gana, Dios lo quiera, como si se va hacia la derrota, hay que establecerlo con los distintos aliados. No puedo y no quiero ser pesimista». Desde entonces, el futuro emperador se dedicó a explorar todos los caminos diplomáticos posibles para encontrar una solución pacífica a esta trágica guerra, sin dejar de estar presente en las trincheras de la primera línea de fuego.

La Causa de Canonización del EMperador Carlos recoge los testimonios de pequeños episodios que ocurrieron en aquellos momentos. Se lee que «consumió totalmente, rezándolo en secreto, el rosario de oro que llevaba siempre consigo, de modo que la joven archiduquesa tuvo que conseguirle uno nuevo». Refiere también de cuando salvó la vida a un subordinado suyo que se estaba ahogando durante una riada del Isonzo. También puede leerse la declaración del capellán Rodolfo Spitzl que, en el sendero que del valle de Astico va hacia Arserio, durante un marcha forzada de la tropa, vio al futuro emperador ocuparse personalmente de un soldado que, por las llagas, no conseguía caminar: «No creo», le dijo Carlos al oficial médico, «que ni usted ni yo marcharíamos con los pies en estas condiciones tanto como este hombre. Trate de mandarlo lo antes posible a un hospital». El padre Spitzl cuenta que lo vio tranquilo cuando supo «que en el regimiento se daba poca importancia a las “funciones religiosas de fachada” y que sobre todo se intentaba que por lo menos una vez al mes todas las subdivisiones –incluso las que estaban en primera línea– pudieran oír la santa misa y recibir los sacramentos». También estos pequeños episodios nos dan una idea de la fe de Carlos. Y de su firme carácter con el que se hacía obedecer. Por ejemplo, cuando se opuso al uso de gases letales contra el enemigo, criticando la orden del jefe de Estado mayor alemán Hans von Seeckt que quería usarlos en el frente oriental. O cuando se opuso a la utilización de submarinos para atacar las ciudades enemigas del Adriático, en primer lugar, Venecia.

Como emperador, Carlos tomó automáticamente el mando supremo de todas sus tropas. Una de sus primeras decisiones fue la de trasladar la sede del cuartel general de Teschen a Baden, cerca de Viena, así le sería más fácil ejercer sus tareas políticas y militares. Pero pasó más días en el frente que en Baden porque participaba en la vida de las tropas yendo continuamente a inspeccionar las primeras líneas; recibía informes directos de todos los comandantes, a los que conocía personalmente; repetidamente se vio bajo el fuego de los shrapnel de los campos de batalla. Entre 1916 y 1918 intentó, con más obstinación si cabe, que cesaran las hostilidades, por lo que los alemanes le acusaron de cobardía, porque para ellos existía sólo una “paz victoriosa”. Para llevar a cabo su política, Carlos nombró nuevos ministros eligiéndolos entre las personas que no habían tramado en favor de la guerra.

El emperador sabía también que la paz social de su país era condición fundamental y necesaria para alcanzar la paz mundial. Por eso instituyó un Ministerio para la Asistencia social y otro para la Salud pública, abolió la práctica del duelo y concedió en 1917 la amnistía general. También la cuestión de los nacionalismos que inflamaban el Reino hacían peligrar la paz interna y alejaban la internacional. Por eso proyectó un Estado de tipo federalista, queriendo realizar lo que se había propuesto Francisco Fernando. François Feijtõ en su libro Requiem per un impero defunto (Milán, 1990), explica que, como había imaginado Francisco Fernando, Carlos «hubiera querido eliminar de la Constitución húngara todo lo que podía ser un obstáculo para posibles concesiones a los serbios y para los intentos de transformar el dualismo. También se proponía satisfacer las reivindicaciones de los autonomistas checos, que, como otros eslavos y, en general, todas las fuerzas pacifistas de la monarquía –especialmente los socialistas– se sentían animados por las señales precursoras de la revolución rusa de febrero de 1917». Pero un proyecto federalista con sufragio universal no podía ser del agrado de la aristocracia magiar que gobernaba Hungría. Leo Valiani, en su libro La disoluzione dell’Austria-Ungheria (Milán, 1996), explica que a las «reformas democráticas, que debían garantizar la monarquía contra el desmoronamiento, en el caso de una paz que de todos modos significaba confesar la derrota militar, se oponían a priori tanto la mayoría del Parlamento húngaro, como los partidos austriacos y alemanes del Reichsrat, con la única excepción de los socialdemócratas».

A nivel internacional, Carlos veía en las relaciones con Francia la posibilidad más concreta para llegar a un acuerdo de paz. El 24 de marzo de 1917 le escribía al presidente de la República, Poincaré, una misiva secreta: «Me alegra constatar que, aunque actualmente nos hallamos en campos contrarios, ninguna diferencia fundamental de perspectiva o de aspiraciones, divide mi Imperio de Francia; creo que tengo el derecho de esperar que la viva simpatía que albergo por Francia, sostenida por el afecto que su país inspira en toda la monarquía, impedirá para siempre volver a un estado de guerra, del que declino toda responsabilidad personal». Gracias a este acercamiento, en 1917 el príncipe Sixto de Borbón –cuñado de Carlos, descendiente de los reyes franceses, condecorado por Poincaré con la cruz de guerra al valor– comenzó a tratar con Carlos negociaciones diplomáticas entre Francia y el Imperio. Negociaciones que debían mantenerse secretas para no provocar sospechas entre los alemanes. Carlos naturalmente deseaba alcanzar la paz junto con Alemania, pero no excluía que, si el Kaiser no aceptaba una salida positiva del conflicto (que tenía por condicio sine qua non la restitución a Francia de Alsacia-Lorena y la libertad de los países invadidos), Austria pudiera seguir su propio camino separándose de la Alianza y firmando una paz separada. Este experimento fracasó por las dificultades de llegar a un acuerdo definitivo sobre los territorios reivindicados por Italia y sobre todo por la actitud irresponsable del ministro de Exteriores austriaco Ottokar Czernin.

El historiador Gordon Brook-Shepherd en su libro La tragedia degli ultimi Asburgo (Milán, 1974) ve en el nombramiento del ministro de Exteriores un error fundamental de Carlos, porque Czernin nunca había buscado la paz y era un amigo incondicional de esos alemanes que deseaban que la guerra terminara sólo después de su victoria total. Efectivamente, Czernin, en 1918, se las arregló para que el presidente del Gobierno francés, Clemenceau, revelase al mundo las negociaciones secretas imperiales para una paz separada, poniendo en peligro la vida del emperador y la seguridad de Austria respecto a Alemania. Carlos tuvo que dar marcha atrás. Era la victoria de los que, explica Fejtõ, tenían «la obsesión de una victoria total […]. Durante la guerra –que se empantanó más de una vez en dos puntos muertos, de los que se salía tradicionalmente con la negociación o con el compromiso– se presentó una idea inédita: la de la victoria total a toda costa. Ya no se trataba de obligar al enemigo a ceder, a retirarse, sino de causarle heridas incurables; no se trataba de humillarlo, sino de destruirlo. Este concepto de la victoria total condenaba a priori al fracaso cualquier intento razonable de poner fin, con un compromiso, a una inútil matanza. Cambió la guerra no sólo “cuantitativamente”, sino también, por usar el concepto hegeliano, cualitativamente. La idea no había nacido solamente por la exasperación de los jefes militares frente al fracaso o a la parálisis de batallas que habían considerado decisivas. Ni procedía de los gabinetes de los diplomáticos, de las cancillerías. Parecía levantarse desde las profundidades populares. Tenía un acento casi místico. Era ideológica. Consistía en demonizar al enemigo, hacer de la guerra de potencia una guerra metafísica, una lucha entre el Bien y el Mal, una cruzada». Augusto Del Noce recordaba en una nota inédita la victoria de esta idea con las siguientes palabras: «El rechazo de la complicidad con el mal coincidió para mí con la “huida sin fin” frente a lo que me parecía el mal, la progresiva destrucción de lo que quedaba del Sacrum Imperium. La lealtad al compromiso de agosto de 1916, antes de que para mí comenzara la escuela».

Reflexionando años después sobre todo esto, el socialista radical francés Anatole France dijo de Carlos: «Es el único hombre decente, surgido durante la guerra, en un puesto directivo; pero no se le escuchó. Deseó sinceramente la paz, y por eso fue despreciado por todo el mundo. Se perdió una ocasión estupenda».

La guerra continuaba y el emperador Carlos I vivía, con los soldados de todas las naciones implicadas, entre las ruinas y la muerte de las trincheras. Eran los años de las “noches violadas”, vividas en duermevela, en la otra parte de la barricada, por el soldado Ungaretti: «El aire está acribillado / como un encaje / por los escopetazos / de los hombres / retirados / en las trincheras /como los caracoles en su concha». En agosto de 1917, al final de la undécima batalla del Isonzo, el fotógrafo de corte Schumann vio a Carlos llorar ante los cadáveres carbonizados y desgarrados, y le oyó susurrar: «Ningún hombre puede responder de esto ante Dios. Yo pongo punto final lo antes posible». En Austria –y en casi toda Europa– había penuria de víveres; la pobreza, el hambre y la muerte eran las verdaderas vencedoras del conflicto. Carlos lo sabía, y redujo al mínimo el tenor de vida en su casa, donde su familia y él se alimentaban con las raciones de guerra. En el cuartel general de Baden, Carlos rechazó el pan blanco y ordenó distribuirlo a los enfermos y heridos y, ante sus oficiales desconcertados, comía tranquilamente el pan negro. Organizó cocinas de guerra, utilizó los caballos de la corte para distribuir el carbón en Viena, regaló y donó más de lo que podía permitirse.

Mientras tanto, el aliado alemán pensaba recurrir a armas más destructivas. Durante una comida con el gran almirante Alfred von Tirpitz, que quería convencerle a bombardear con aviones y submarinos las ciudades italianas, Carlos se negó y abandonó la mesa. Además de los desastres que veía todos los días, lo que le sugería evitar los bombardeos era su inteligencia política. Sabía que este tipo de ataques aceleraría la participación en la guerra de los Estados Unidos y que esto sería funesto para su país. Pero en Alemania nadie le hizo caso. En febrero de 1917 el kaiser Guillermo II ordenó poner en marcha sin ninguna forma de tolerancia la guerra submarina y hundir todas las naves que pasaran por las rutas atlánticas. Fue el gran error de los Imperios Centrales, porque Wilson decidió entrar en guerra al lado de la Entente, tomando, en la práctica, el puesto de Rusia que, en octubre del mismo año, será arrollada por la revolución, y en diciembre firmará con Alemania el armisticio de Brest-Litovsk. A pesar de todos los intentos de Carlos, no se alcanzó la paz con las armas de la diplomacia, sino con las de fuego.

En 1918 se llegó a la capitulación. En el Piave, en el Marne, en Armiens, en Vittorio Véneto y en todos los frentes el destino de Alemania y del Imperio austro-húngaro estaba marcado. Wilson enunció sus “14 puntos” para el mantenimiento de la paz mundial. Rumania firmó el tratado de paz con la Entente, Bulgaria se rindió, Checoslovaquia y Polonia declararon su independencia, Turquía firmó el armisticio y el Kaiser abdicó, permitiendo el nacimiento, el año siguiente, de la débil República de Weimar.

Los acontecimientos se precipitaron y Carlos se vio aislado mientras las calles de Viena se llenaban de gente que protestaba. El 11 de noviembre firmó un manifiesto en el que declaraba: «Reconozco a priori lo que el Austria alemana decida respecto a la elección de su futura forma de Estado. El pueblo ha asumido su propio gobierno por medio de sus representantes. Yo renuncio a cualquier participación en el gobierno del Estado. Contemporáneamente exonero de su mandato a mi gobierno austriaco». Fiándose de algunos políticos que le garantizaban el mantenimiento de la dinastía si dejaba públicamente al pueblo la libertad de decidir sobre su futura forma de Estado, Carlos firmó este manifiesto consciente de que no era una abdicación, que nunca hubiera firmado para no faltar al juramento hecho ante Dios cuando se convirtió en emperador. Su intención era retirarse momentáneamente de los cargos públicos para secundar la insistencia con que se lo pedían los hombres de gobierno y para evitar un inútil derramamiento de sangre. Pero el 12 de noviembre fue proclamada la caída de la monarquía y la tarde de ese mismo día Carlos tuvo que dejar Viena y retirarse a su castillo de caza en Eckarstau, a unos veinte kilómetros de la capital. Mientras tanto, la revolución estallaba en Hungría y los revolucionarios asesinaban al primer ministro Tisza.

En la Causa de Canonización se lee que «pese a toda esta situación el Siervo de Dios siguió rezando el Te Deum todas las tardes, y lo hizo cantar el 31 de diciembre de 1918 en acción de gracias por todo lo que había traído el año que se iba. Le habían propuesto dejar correr la cuestión, pero él respondió que en ese año se habían recibido muchas gracias que tenía que agradecer». Y a los que le preguntaban perplejos cuáles eran estas gracias, Carlos respondía: «Si este año ha sido duro, podría haber sido mucho más trágico para todos nosotros. Si estamos dispuesto a tomar de la mano de Dios lo que es bueno, también tenemos que estar dispuestos a aceptar con gratitud todo lo que puede ser difícil y doloroso. Además, este año ha visto el final tan suspirado de la guerra, y por el bien de la paz vale cualquier sacrificio y cualquier renuncia». Y Carlos tuvo que renunciar incluso a su permanencia en Austria, donde la situación era cada vez más peligrosa para su vida y la de su familia. El 23 de marzo de 1919 la familia imperial dejó el país en dirección de Suiza y el 3 de abril el gobierno austriaco decretaba oficialmente el exilio del soberano y la confiscación de sus bienes. Desde Suiza Carlos intentó dos veces volver a Hungría para restaurar el Reino. Lo hizo por insistencia de numerosos políticos, militares y ciudadanos de a pie, pero sobre todo de Benedicto XV, el cual, según el testimonio del último jefe de gabinete del emperador, «se manifestó varias veces sobre la necesidad de una restauración en Hungría». Los dos intentos fallidos de volver al trono los llevó a cabo en marzo y octubre de 1921. Así que no le quedó más remedio que el exilio. A los que en aquellos momentos estaban a su lado, les repetía: «Aunque todo se ha venido abajo, tenemos que dar gracias a Dios, porque sus vías no son las nuestras».

«El 19 de noviembre de 1921, fiesta de santa Isabel, se empezó a ver la isla del exilio […]. El emperador entrevé las dos torres cortadas de una iglesia. “¡Qué nostalgia me hace sentir esa iglesia!”, exclama. “Cuánto me recuerda las iglesias de mi país!”. Será desde luego una iglesia dedicada a la Virgen: vamos enseguida a verla”. Era Nossa Senhora do Monte, Nuestra Señora del Monte, la iglesia en la que pocos meses después va a ser enterrado». Así cuenta Giuseppe Della Torre (Carlo d’Austria. Una testimonianza cristiana, Milán, 1972), la llegada de Carlos a Madeira. Carlos vivirá otros cinco meses, y durante su estancia el pueblo se dio cuenta de que aquel hombre tenía algo más importante que el título imperial. «Carlos tuvo la ocasión de conocer a muchas personas; de entablar con todos ellos una relación humana, inmediata; de contagiar a todos con su personalidad, rica de sentimientos y de atención por el prójimo. Fue así como la simpatía llena de compasión que los habitantes de la isla le demostraron al principio a él y a su esposa, cambió pronto en entusiasmo manifiesto, que se encendió en los ánimos de todo el mundo». Allí estaban casi todos los ciudadanos de Funchal, aquel día de primavera de 1922. Quieren saludar una vez más a ese hombre que se había despedido de ellos y de la vida terrena pronunciando como sus últimas palabras un simple nombre: «Jesús».

Ya no hay imperios o emperadores que representen al pueblo cristiano en Europa y en el mundo. Aquel hombre, aquel emperador de 34 años, había conmovido a los habitantes de Madeira por algo que no tenían nada que ver con su título real ni con el poder que dicho título había significado. Quizá era el cariño con que pronunciaba ese simple nombre lo que les había llamado la atención durante esos cinco meses. Quizá era lo mismo que había conmovido a todos los que le habían conocido, en la corte o en las dolorosas trincheras de principios de siglo. Quizá la única defensa para el pueblo cristiano era precisamente el cariño por ese simple nombre pronunciado y tantas veces implorado por el último emperador.

12.12.09

Santa Teresa del Niño Jesús y los Papas

La Santa de Lisieux fascinó a los Papas del siglo XX

El 20 de noviembre de 1887, a la edad de 15 años, santa Teresa del Niño Jesús habló con el papa León XIII (1878-1903) durante una peregrinación a Roma organizada por la diócesis de Lisieux. La joven, con ingenua audacia, le pidió permiso para entrar en el Carmelo antes de la edad prescrita. El Papa le respondió sencillamente: «Entrarás, si esa es la voluntad de Dios». El anciano Pontífice no podía imaginar entonces que la historia de esa niña iba a marcar el pontificado de sus sucesores. Todos los papas del siglo XX fueron tocados de algún modo por el “paso” de Teresa. El primero fue Pío XI, que la beatificó en 1923, la canonizó dos años después, y en 1927 la proclamó patrona de las misiones. La historia de Teresa se enlaza especialmente con la del papa Montini, que fue bautizado el mismo día de la muerte de la pequeña hermana de Lisieux. Pero la primera intuición de lo extraordinario de Teresa se debe a Pío X (1903-1914), de quien el próximo 4 de agosto se celebra el centenario de su elección.

Pío X: «La santa más grande de los tiempos modernos»

Habían pasado sólo diez años desde la muerte de Teresa cuando Pío X recibió el regalo de la edición francesa de la Histoire d’une âme y, tres años después, en 1910, la traducción italiana de la autobiografía de la santa. Traducción que había llegado ya a su segunda edición. Pío X no tuvo ninguna duda respecto a Teresa y por ello aceleró la incoación de la causa de beatificación, que se fecha en 1914 y que fue uno de los últimos actos de su pontificado. Pero, ya unos años antes, hablando con un obispo misionero que le había regalado un retrato de Teresa, el Papa había dicho: «Esta es la santa más grande de los tiempos modernos». Una opinión que podía parecer atrevida, porque Teresa no tenía entonces, al igual que hoy, sólo estimadores. La sencillez de su doctrina espiritual, centrada en la absoluta necesidad de la gracia, hacía arrugar el entrecejo a muchos eclesiásticos.


En los tiempos de un catolicismo embebido de jansenismo, su espiritualidad centrada en la confianza y en el abandono dócil a la misericordia de Dios parecía en contraposición con el rigor de una ascesis basada en la renuncia y en el sacrificio. El eco de esta “sospecha” sobre la doctrina de Teresa llegó a los oídos del Papa, que una vez respondió con decisión a uno de estos detractores: «Su extrema sencillez es lo más extraordinario y digno de atención en este alma. Vuelva a estudiar su teología».

A Pío X le había impresionado, entre otras cosas, una carta que Teresa había escrito el 30 de mayo de 1889 a su prima María Guérin, la cual, por escrúpulos de conciencia, no comulgaba : «Jesús está en el tabernáculo expresamente para ti, para ti sola, y arde en deseos de entrar en tu corazón […] Comulga a menudo, muy a menudo. Este es el único remedio si te quieres curar». Entonces era una actitud muy difundida el escrúpulo excesivo a comulgar frecuentemente, y la respuesta de Teresa le pareció al Papa una exhortación a combatir esta actitud. Es posible que la lectura de los escritos teresianos influyeran en los dos decretos de Pío X, Sacra Tridentina Synodus, sobre la comunión frecuente y Quam singulari, sobre la primera comunión de los niños.

Benedicto XV: «Contra la presunción de alcanzar con medios humanos un fin sobrenatural»

Pío X no tuvo tiempo de seguir el camino de la causa de beatificación. Su sucesor, Benedicto XV (1914-1922), la aceleró. El 14 de agosto de 1921 publicó el Decreto sobre las virtudes heroicas de la pequeña Teresa y, por primera vez, un papa usó la expresión “infancia espiritual” para referirse a la “doctrina” de la santa de Lisieux: «La infancia espiritual», dijo el Papa, «está constituida por la confianza en Dios y por el ciego abandono en sus manos […]. No es difícil notar los méritos de esta infancia espiritual tanto por lo que excluye como por lo que supone. Excluye, en efecto, la soberbia; excluye la presunción de alcanzar con medios humanos un fin sobrenatural; excluye la falacia de bastarse a sí mismo en la hora del peligro y de la tentación. Y, por otra parte, supone fe viva en la existencia de Dios; supone homenaje práctico a la potencia y misericordia de Él; supone confiada invocación a la providencia de Aquel, del que podemos obtener la gracia y evitar todo mal y conseguir todo bien […] Deseamos que el secreto de la santidad de sor Teresa del Niño Jesús sea conocido por todos».

Pío XI: «La estrella de mi pontificado»

Pío XI (1922-1939), más que cualquier otro papa, sintió durante toda su vida, incluso antes de su elección al trono de Pedro, una profunda devoción por Teresa. Cuando era nuncio apostólico en Varsovia, tenía siempre sobre la mesa de su despacho la Historia de un alma; y lo mismo hizo como arzobispo de Milán. Durante su pontificado, Teresa fue elevada a los altares con gran rapidez. Fue beatificada el 29 de abril de 1923; canonizada el 17 de mayo de 1925, durante el Año Santo; el 14 de diciembre de 1927 fue proclamada, junto con san Francisco Javier, patrona universal de las misiones católicas. Tanto la beatificación como la canonización fueron las primeras del pontificado de Achille Ratti. El 11 de febrero de 1923, durante su discurso con motivo de la aprobación de los milagros necesarios para la beatificación el Papa dijo: «Milagro de virtud en esta gran alma, que nos hace repetir con el Divino Poeta: “venida del cielo a la tierra para mostrar el milagro” […]. La pequeña Teresa se ha hecho también ella una palabra de Dios […]. La pequeña Teresa del Niño Jesús quiere decirnos que es fácil para nosotros participar en todas las más grandes y heroicas obras del celo apostólico mediante la oración». A los peregrinos franceses presentes en Roma para la beatificación de Teresa les dijo: «Aquí estáis a la luz de esta Estrella –como nos gusta llamarla– que la mano de Dios quiso que resplandeciera al comienzo de nuestro pontificado, presagio y promesa de una protección, que nosotros estamos experimentando felizmente».

Y la intercesión de Teresa el papa Ratti atribuyó después una protección especial en momentos cruciales de su pontificado. En 1927, en uno de los momentos más duros de la persecución contra la Iglesia católica en México, consagró el país a la protección de Teresa: «Cuando la práctica religiosa quede restablecida en México», escribía a los obispos, «deseo que santa Teresa del Niño Jesús sea reconocida como la mediadora de la paz religiosa en vuestro país». A ella imploró la solución de la dura contraposición entre la Santa Sede y el gobierno fascista italiano en 1931, que llevó a la Acción católica italiana a un paso de la supresión: «Mi pequeña santa, haz que para la fiesta de la Virgen todo se arregle». La controversia se resolvió el 15 de agosto de ese mismo año. Ya a finales del Año Santo de 1925 el papa Ratti había enviado a Lisieux una fotografía suya en la que había escrito esta elocuente leyenda: «Per intercessionem S. Theresiae ab Infante Iesu protrectricis nostrae singularis benedicat vos omnipotens et misericors Deus». Y en 1937, al final de la larga enfermedad que padeció en los últimos años de pontificado, dio las gracias públicamente a aquella «que tan válidamente y de modo tan evidente ha venido en ayuda del sumo Pontífice y aún parece dispuesta a ayudarlo: Santa Teresa de Lisieux». No pudo coronar su deseo de ir personalmente a Lisieux en los últimos meses de su vida. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial el pontificado pasaba a Pío XII (1939-1958), que bien conocía y estimaba a la pequeña santa.

Pío XII: «Hacer valer ante Dios la pobreza espiritual de una criatura pecadora»

«Hija de un cristiano admirable, Teresa aprendió sobre las rodillas de su padre los tesoros de indulgencia y de compasión que se esconden en el corazón del Señor. […] Dios es un Padre cuyos brazos están constantemente abiertos para sus hijos. ¿Por qué no responder a este gesto? ¿Por qué no gritarle sin descanso nuestra inmensa angustia? Hay que fiarse de las palabras de Teresa, cuando invita, tanto al más miserable como al más perfecto, a hacer valer ante Dios sólo la debilidad radical y la pobreza espiritual de una criatura pecadora». Palabras del radiomensaje del 11 de julio de 1954, con motivo de la consagración de la Basílica de Lisieux, con las que el papa Pacelli expresaba el núcleo del “camino de la infancia espiritual” indicado por Teresa. El Papa mantuvo durante toda su vida relaciones epistolares con el Carmelo de Lisieux. El comienzo de esta correspondencia se remonta a 1929, durante su nunciatura apostólica en Berlín, cuando envió a Lisieux una carta de agradecimiento por haber recibido la primera edición alemana de la Historia de un alma. Luego Pío XI le encargó que fuera como su enviado al Carmelo de Teresa para presidir algunas funciones especiales. Cuando fue a Buenos Aires, en 1934, como legado pontificio en el Congreso eucarístico internacional, llevó consigo una reliquia de santa Teresa a la que había confiado su misión. Durante todo su pontificado se mantuvo en contacto por carta con sor Inés y sor Celina, las hermanas de Teresa que aún vivían en el Carmelo de Lisieux.

Juan XXIII: «Teresita nos conduce a la orilla»

«A santa Teresa la Grande (Teresa de Jesús, n. de la r.), la quiero mucho… pero la Pequeña: ella nos conduce a la orilla […] Hay que predicar su doctrina, tan necesaria». Dijo Juan XXIII (1958-1963) a un sacerdote que le había ofrecido una colección de retratos de Teresita. Angelo Roncalli estuvo en Lisieux cinco veces, sobre todo en el periodo de su nunciatura en París, pero también cuando era delegado apostólico en Bulgaria. Como pontífice habló largo sobre Teresa durante la audiencia general del 16 de octubre de 1960. Dijo en esta ocasión: «Grande fue Teresa de Lisieux por haber sabido, en la humildad, en la sencillez, en la abnegación constante, cooperar en las empresas y en el trabajo de la gracia por el bien de innumerables fieles». Al respecto, el Santo Padre, queriendo dar una similitud apropiada, se complacía en recordar lo que muchas veces había visto en el puerto de Constantinopla. «Allí llegaban grandes naves de carga, que no lograban acercarse a los muelles por las características del fondo del mar. Así que, al lado de cada gran nave, se veía una pequeña barca que iba hacia los muelles. Su presencia podía parecer superflua, a primera vista, pero en cambio era muy útil porque transbordaba las mercancías a tierra».

Pablo VI: «Nací para la Iglesia el día en que la santa nació para el cielo»

Durante una vista ad límina del obispo de Sées, la diócesis en la que nació Teresa, el papa Montini (1963-1978) dijo: «Nací para la Iglesia el día en que la santa nació para el cielo. Esto le puede explicar los vínculos especiales que me unen a ella. Mi madre, que la quería mucho, me hizo conocer a santa Teresa del Niño Jesús. He leído muchas veces la Histoire d’une âme, la primera vez cuando era joven». En 1938 escribía a las monjas del Carmelo de Lisieux confesando que «seguía desde hacía mucho tiempo y con vivo interés el desarrollo del Carmelo de Lisieux». Y añadía «tengo gran devoción a santa Teresa, de la que conservo una pequeña reliquia sobre mi mesa de trabajo».

Bastan estas menciones para comprender el profundo vínculo entre Pablo VI y Teresita. Varias veces, como papa, intervino sobre la figura y la doctrina de la santa de Lisieux. En 1973, con motivo del centenario del nacimiento de la santa, escribió una carta a monseñor Badré, entonces obispo de Bayeaux y Lisieux, resumiendo en pocas páginas su pensamiento sobre Teresa. Realismo y humildad son los dos conceptos sobre Teresa que el papa Montini subraya expresamente: «Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz nos enseña a no contar sólo con nuestras fuerzas, ya se trate de la virtud o de la limitación, sino con el amor misericordioso de Cristo, que es más grande que nuestro corazón y nos une a la ofrenda de su pasión, al dinamismo de su vida». En lo tocante a la vida de Teresa, que aceptó el límite humano y cultural del claustro, ella nos enseña, según Pablo VI, que «el ingreso realista en la comunidad cristiana, donde estamos llamados a vivir el instante presente, nos parece una gracia sumamente deseable para nuestro tiempo». Teresa vivió su camino personal a la santidad en un ambiente lleno de límites. Sin embargo, «no esperó, para comenzar a actuar, un modo de vida ideal, un ambiente de convivencia más perfecto, digamos más bien que contribuyó a cambiarlos desde dentro. La humildad es el espacio del amor. Su búsqueda del Absoluto y la transcendencia de su caridad le permitieron vencer los obstáculos, o mejor, dicho, transfigurar sus límites».

Pablo VI había subrayado también el tema de la humildad de Teresa en una audiencia celebrada el 29 de diciembre de 1971: «Humildad tanto más poderosa cuanto más la criatura es algo, porque todo depende de Dios y porque la comparación entre todas nuestras medidas y el Infinito nos obliga a agachar la frente». En Teresa la humildad no está separada de una «infancia llena de confianza y abandono».

En un discurso pronunciado el 16 de febrero de 1964, en la parroquia de San Pío X, el Papa subraya con claridad lo que había practicado y enseñado santa Teresa del Niño Jesús sobre la confianza que hemos de tener en la bondad de Dios, abandonándonos plenamente a su Providencia misericordiosa: «Un escritor moderno muy conocido termina un libro suyo afirmando: todo es gracia. Pero ¿de quién es esta frase? No del mencionado escritor porque la ha sacado –y lo dice– de otra fuente. Es de santa Teresa del Niño Jesús. La ha escrito en una página de sus diarios: “Tout est grâce”. Todo puede resolverse en gracia. Por lo demás, también la santa carmelita no hacía más que recordar una espléndida frase de san Pablo: «Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum”. Toda nuestra vida puede resolverse en bien, si amamos al Señor. Y esto es lo que el Pastor Supremo desea a todos los que le escuchan».

Juan Pablo I: «Con suma sencillez y yendo a lo esencial»

El papa Luciani no tuvo tiempo, en los 33 días de su pontificado, de hablar de Teresa. Pero lo había hecho en dos importantes ocasiones cuando era patriarca de Venecia: el 10 de octubre de 1973 dio una conferencia con motivo del centenario del nacimiento de Teresa, y sobre todo en la carta dirigida a la santa y contenida en su libro Ilustrísimos. Aquí, Albino Luciani narra que había leído por primera vez la Historia de un alma cuando tenía diecisiete años: «Para mi fue una fulguración», escribe. Y revela la ayuda que Teresa le dio cuando, siendo un joven sacerdote, había enfermado de tuberculosis y había sido ingresado en un sanatorio: «Me dio vergüenza sentir algo de miedo», recuerda Luciani, «Teresa veinteañera, hasta entonces sana y llena de vitalidad –me decía para mis adentros–, fue inundada de alegría y esperanza cuando sintió subir a su boca la primera hemoptisis. No sólo, sino que, atenuando su mal, consiguió terminar el ayuno con régimen de pan seco y agua, ¿y tú te pones a temblar? Eres sacerdote, despiértate, no hagas el tonto». En la conferencia de 1973, el futuro Juan Pablo I subrayaba la profundidad de la enseñanza de Teresa: «Ella, al poseer una inteligencia aguda y dones especiales, vio claramente en las cosas de Dios y se expresó también clarísimamente, es decir, con suma sencillez y yendo a lo esencial». Teresa no buscó experiencias distintas de las que le ofrecía el cristianismo de su tiempo. Como escribe el padre Mario Caprioli, no buscó experiencias extraordinarias: «Confesión a los seis años, la preparación para la primera comunión la hizo en familia, la peregrinación –que para Teresa fueron muy instructivos–, el monasterio, es decir, la vida religiosa con los votos, la regla, la austeridad» (M. Caprioli, I papi del XX secolo e Teresa de Lisieux, p. 349). «Hoy», comentaba al respeto Luciani, «con la excusa de la renovación, se tiende a veces a vaciar todas estas cosas de su valor. Teresa no estaría de acuerdo, creo yo».

Juan Pablo II: Teresa del Niño Jesús doctora de la Iglesia universal

Al proclamar en 1997 a Teresa de Lisieux doctora de la Iglesia universal, la tercera mujer que obtiene este título después de Teresa de Jesús y Catalina de Siena, Juan Pablo II recogió de hecho la herencia de sus predecesores. La actualidad de este gesto puede expresarse con las palabras que monseñor Luigi Giussani dirigió al Papa en la plaza de San Pedro durante el encuentro de los movimientos eclesiales que tuvo lugar el 30 de mayo de 1988: «Al grito desesperado del pastor Brand en el homónimo drama de Ibsen (“Oh Dios, respóndeme en esta hora en que la muerte me traga: ¿no es suficiente, pues, toda la voluntad de un hombre para conseguir una sola parte de salvación”) le corresponde la humilde positividad de santa Teresa del Niño Jesús que escribe “Cuando soy caritativa, sólo es Jesús quien actúa en mí”».

 

GIOVANNI RICCIARDI

10.12.09

Memoria histórica (y III): la explosión del odio hacia la Iglesia en 1936

TERCER PERÍODO: DE FEBRERO A AGOSTO DE 1936

Concluimos esta serie de artículos que ha tenido como objeto el describir el antriclericalismo de la Segunda República. De este tema se podría hablar mucho más, pero esta ha sido una exposición sencilla y, ojalá, también iluminadora. Con estos artículos no se termina el tema de la persecución religiosa en España, pues habrá que tratar más adelante de casos concretos. También trataremos de algún caso que podría parecer persecución religiosa y sin embargo no lo fue. Con el tiempo, Dios mediante, trataremos también otros casos de persecución religiosa del siglo XX, como el de México, Rusia, la Alemania nazi, la Italia fascista, China, etc.

El 7 de enero de 1936 quedaron disueltas las primeras Cortes ordinarias de la Segunda República y convocadas las elecciones generales que tuvieron lugar el 16 de febrero de 1936 y dieron la victoria al Frente Popular formado por republicanos, socialistas, comunistas, sindicalistas y el Partido Obrero de Unificación Marxista. De esta forma llegaron al poder algunos de los partidos más violentos y exaltados, creando una situación tan insostenible que los exponentes más moderados del ejecutivo fueron incapaces de controlar. Comenzó desde el 16 de febrero de 1936 una serie de huelgas salvajes, alteraciones del orden público, incendios y provocaciones de todo tipo que llenaban las páginas de los periódicos y los diarios de sesiones de las Cortes.

La complicidad de autoridades diversas en algunos de ellos fue a todas luces evidente. Se incrementó sensiblemente desde aquella fecha la prensa anticlerical y facciosa, que incitaba a la violencia, como La Libertad; El Liberal y El Socialista (V. CÁRCEL ORTÍ, o.c., pp. 71, 72.). Según datos oficiales recogidos por el Ministerio de la Gobernación completados con otros procedentes de las curias diocesanas, durante los cinco meses de gobierno del Frente Popular, varios centenares de iglesias fueron incendiadas, saqueadas, atentadas o afectadas por diversos asaltos; algunas quedaron incautadas por las autoridades civiles y registradas ilegalmente por los ayuntamientos.

Varias decenas de sacerdotes fueron amenazados y obligados a salir de sus respectivas parroquias; otros fueron expulsados de forma violenta; varias casas rectorales fueron incendiadas y saqueadas y otras pasaron a manos de las autoridades locales; la misma suerte corrieron algunos centros católicos y numerosas comunidades religiosas; en algunos pueblos de diversas provincias no dejaron celebrar el culto, prohibiendo el toque de campanas, la procesión con el Viático y otras manifestaciones religiosas; también fueron profanados algunos cementerios y sepulturas como la del obispo de Teruel, Antonio Ibáñez Galiano, enterrado en la iglesia de las Franciscanas Concepcionistas de Yecla (Murcia) y los cadáveres de las religiosas del mismo convento. Frecuentes fueron los robos del Santísimo Sacramento y la destrucción de las Formas Sagradas. Parodias de carnavales sacrílegos se hicieron en Badajoz y Málaga.

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8.12.09

In Memoriam: El P. Pierre Blet S.I., gran historiador de Pío XII

HOMENAJE AL GRAN HISTORIADOR Y DEFENSOR VERAZ DE LA MEMORIA DE PÍO XII

RODOLFO VARGAS RUBIO

A la edad de 91 recién cumplidos falleció en Roma 29 de noviembre pasado, en el Hospital del Espíritu Santo, el R.P. Pierre Blet, S.I., a consecuencia de un fallo cardíaco. Hacía ya algún tiempo que la salud del hoy llorado Padre Blet se hallaba resentida, lo cual había motivado su traslado de la Pontificia Universidad Gregoriana (donde residió durante largos años) a la Curia Generalicia de la Compañía de Jesús. Aquí pasó los últimos meses de su vida bajo atentos cuidados médicos y sanitarios. Tuve el privilegio, en 2008, de servirle la Santa Misa, que celebraba con gran unción en el rito romano clásico, el de su ordenación, al que siempre se mantuvo fiel. Fue amigo del Sodalitium Internationale Pastor Angelicus, al que siempre animó en su empeño por defender la santa memoria de Pío XII, tarea que este gran jesuita hizo suya desde que Pablo VI lo llamó a colaborar en la edición de los documentos vaticanos de la época de la Segunda Guerra Mundial, hace ya cuarenta y cinco años.

Pierre Blet nació en Thaon (Calvados), en la Baja Normandía, el 20 de noviembre de 1918, pocos días después del Armisticio que puso fin a la Gran Guerra. Después de cursar la escuela elemental, realizó sus estudios secundarios en Caen (a cuyo distrito pertenece su pueblo natal) entre 1927 y 1937. El 7 de septiembre de este último año, sintiendo la vocación religiosa, ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en Laval. Desde entonces fue siempre un fiel hijo de San Ignacio de Loyola, llegando a cumplir 72 años como jesuita. Cumplió servicio militar (imperativo por entonces en Francia para los clérigos) desde septiembre de 1939 a diciembre de 1941, en plena época de la Segunda Guerra Mundial y de la ocupación de Francia por los alemanes.

Cursó la licenciatura en Letras (Historia) en Clermont y Lyon (1941-1942), y la licenciatura en Filosofía en el Escolasticado jesuita de Vals-près-le-Puy (Auvernia), entre 1943 y 1946. Simultáneamente, obtuvo en 1946 la diplomatura en Estudios superiores de Filosofía por la Sorbona. En el curso 1946-1947 fue maestrillo (una de las etapas de la formación jesuítica), ejerciendo como profesor de primera enseñanza en el colegio Bon Secours de Brest (Bretaña). De 1947 a 1951 estudió Teología en las facultades de Lyon, Bühren (Westfalia) e Innsbrück, siendo ordenado sacerdote en Lyon el 31 de julio (festividad de San Ignacio) del año santo 1950. El último curso lo hizo en Münster (Westfalia) entre septiembre de 1951 y junio de 1952, obteniendo la licenciatura. Más tarde, el 21 de junio (festividad de San Luis Gonzaga) de 1958, recibió el título de Doctor en Letras por la Sorbona.

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5.12.09

La Reforma litúrgica (VI): Pablo VI y el humo de Satanás

EN LOS ABUSOS LITÚRGICOS VIO PABLO VI EL HUMO DE SATANÁS QUE PENETRABA EN LA IGLESIA

Es difícil olvidar el eco -inmenso, y no sólo irónico, sino a veces hasta rabioso- que suscitó Pablo VI con su alocución durante la audiencia general del 15 de noviembre de 1972. En ella volvía sobre lo que ya había expresado el 29 de junio precedente en la Basílica de San Pedro refiriéndose a la situación de la Iglesia: “¿Cómo se ha podido llegar a esta situación?” Ésta es la pregunta que se hacía el Papa Pablo VI, algunos años después de la clausura del Concilio Vaticano II, a la vista de los acontecimientos que sacudían a la Iglesia. “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre.”

Sí, ¿cómo se ha podido llegar a esta situación?
La respuesta de Pablo VI es clara y neta: “Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo, ese ser misterioso del que San Pedro habla en su primera Carta. ¿Cuántas veces, en el Evangelio, Cristo nos habla de este enemigo de los hombres?”. Y el Papa precisa: “Nosotros creemos que un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma, sembrando la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud y la insatisfacción”.

Ya ante aquellas primeras alusiones se levantaron en el mundo murmullos de protesta. Pero ésta explotó de lleno —durante meses y en los medios de comunicación del mundo entero— en aquel 15 de noviembre de 1972 que se ha hecho famoso: “El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúsa reconocerla como existente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio autónomo, algo que no tiene su origen en Dios como toda creatura; o bien quien la explica como una pseudorrealidad, como una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias”.
Tras añadir algunas citas bíblicas en apoyo de sus palabras, Pablo VI continuaba: “El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de las confusas acciones sociales, para introducir en nosotros la desviación… “

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1.12.09

¿Qué queda claro sobre Galileo?

Después de congresos y aniversarios, ¿qué queda claro sobre Galileo?

Cuando al principio de este año año comenzaba la celebración del cuarto centenario de la construcción del telescopio por parte de Galileo (1609), la Iglesia manifestaba su gran interés en que este año sirviera para aclarar los datos históricos acerca del gran científico, limpiando de paso la leyenda negra que rodea todo lo que a su relación con la jerarquía se refiere, y así relanzar el diálgo ciencia-fe. Yo, en este artículo, no me atrevo a pontificar sobre cómo debería ser el diálogo ciencia-fe, que doctores tiene la Iglesia, pero sí quiero abordar el tema histórico de Galileo y la jerarquía de la Iglesia.

Que la cosa no está clara ni siquiera entre los eclesiásticos lo prueba la anécdota que cuenta Mons. Melchor Sánchez, del Pontificio Consejo paraa la Cultura, el cual explica que en mayo de este mismo año “estaba dando una conferencia sobre Galileo en Toledo, España, a un auditorio formado principalmente por seminaristas e investigadores católicos y comenzaba diciéndoles que muchos se sorprenden al descubrir que Galileo no fue quemado en la hoguera ni fue torturado, ni estuvo en prisión. Al terminar la conferencia uno de los asistentes me dijo: ´yo soy uno de esos, yo siempre pensé que Galileo había muerto en la hoguera´.”

Lo curioso del caso -sigue explicando el Monseñor del Vaticano- es que en realidad nadie se lo había dicho a aquel participante ni probablemente lo había leído. Simplemente es lo que él se imaginaba. Eso demuestra la fuerza tan grande que tiene el mito que se ha construido en torno a Galileo. Como decía Juan Pablo II, la verdad histórica de los hechos está muy lejos de la imagen que se ha creado posteriormente en torno a Galileo. Todo el mundo está convencido de que Galileo fue maltratado, condenado, torturado, declarado hereje, pero no es así.

Por poner un ejemplo muy reciente de ignorancia “galileana", el libro del ínclito Dan Brown “Angeles y Demonios” tiene un pequeño diálogo a propósito de Galileo al que presenta como un miembro de la secta de los Illuminati y contiene una sarta de errores históricos de bulto junto a otras cosas que son correctas. En realidad el libro se refiere a estereotipos que están muy difundidos: Concretamente, respecto Galileo, en concreto, presenta el estereotipo habitual, según el cual, fue condenado por haber demostrado el movimiento de la tierra. No, Galileo no demostró nada. Es la pieza que faltaba en su argumentación.

Galileo decía, y en esto estaban de acuerdo sus jueces, que no puede haber contradicción entre el libro de la Biblia y el libro de la naturaleza, porque uno y otro proceden del mismo autor. El libro de la Biblia, inspirado por Dios y la naturaleza observantísima ejecutora de sus órdenes. Si tienen el mismo autor no puede haber contradicción. Cuando surge una aparente contradicción significa que estamos leyendo mal uno de los dos libros y él dice: es más fácil que seamos nosotros los que nos equivocamos al leer el libro de la Biblia, porque el sentido de las palabras de la Biblia a veces es recóndito y hay que trabajar para sacarlo, que equivocarse al leer el libro de la naturaleza, porque la naturaleza no se equivoca.Un criterio clarísimo compartido por sus jueces y por todo el mundo.

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28.11.09

El asesinato de Ignacio Ellacuría y sus compañeros, visto veinte años después

CONDECORADOS SÍ, PERO MÁRTIRES MÁS BIEN NO

Con ocasión de los veinte años del bárbaro asesinato de los seis Jesuítas que se hallaban presentes en la comunidad de la Compañía en la UCA el 16 de noviembre de 1989, junto a una mujer y su hija que tuvieron la mala suerte de ser testigos presenciales, en muchos sectores de la comunidad internacional se ha homenajeado a las víctimas: La última noticia que tenemos de homenajes ha sido proveniente de los Obispos norteamericanos y del gobierno de aquel país, y días antes habían sido condecorados también por el gobierno salvadoreño, en lo que se podría considerar como un acto de reparación por los errores del pasado.

En la noche del miércoles 15 de noviembre al jueves 16 de noviembre de 1989, como a la una de la madrugada, un grupo de unos 30 hombres vestidos con los uniformes del Batallón Atlacatl de la Fuerza Armada del Salvador, entraron en el campus universitario de la Universidad Centroamericana (UCA). Con el toque de queda y la supervigilancia que había en la zona sólo ellos podían haber entrado allí. Fueron varios los testigos de oído y varios los que desde casas vecinas pudieron ver, con la complicidad silenciosa de la luna. Caminaban con total impunidad, seguros de que nadie iba a molestar su “trabajo", la muerte que anunciaron de distintas formas a lo largo de ese día malo.

Al entrar en las instalaciones de la universidad, lo hicieron por el Centro Pastoral Monseñor Romero, contiguo a la casa de los padres Jesuítas. Con un tiro certero atravesaron, por el corazón, una fotografía de Monseñor Romero. Todos los sacerdotes se levantaron con el ruido. El día anterior, uno de los sacerdotes había ido a dormir a otra comunidad. Desde hacía días no estaba allí tampoco Jon Sobrino, que había ido a la lejana Tailandia a dar unas conferencias. De los ocho que componían la comunidad, estaban seis: El conocido teólogo de la liberación Ignacio Ellacuría (del cual tengo que reconocer que nunca he leído nada ni me han entrado ganas de hacerlo) y otros cinco, alguno de avanzada edad (Ignacio Martín Baró, el vicerrector de la UCA, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López y Joaquín López López, todos ellos españoles menos éste último, que era salvadoreño).

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