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21.06.13

Hace 50 años era elegido el Venerable Pablo VI (I)

DE LA SEDE AMBROSIANA A LA SEDE DE PEDRO

RODOLFO VARGAS RUBIO

Cercana ya su beatificación, recordamos la elección de uno de los grandes y santos Sumos Pontífices del siglo XX

Alrededor del mediodía del viernes 21 de junio de 1963, hace exactamente cincuenta años, el cardenal Alfredo Ottaviani, secretario de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, en su condición de protodiácono de la Santa Iglesia Romana, se asomaba al balcón central de la Basílica de San Pedro y anunciaba a la Ciudad y al mundo la elección del cardenal Giovanni Battista Montini, arzobispo metropolitano de Milán, como nuevo Romano Pontífice, sucediendo al llorado Juan XXIII, fallecido el 3 de junio precedente luego de una larga y trabajosa agonía (que fue seguida minuto a minuto en todo el mundo). En realidad, este resultado del cónclave iniciado dos días antes no sorprendió a nadie, pues el nombre de Montini había circulado entre los de los cardenales papables con mayor posibilidad de ser elegidos.

Sin embargo, sí sorprendió el que decidiese llamarse Pablo VI. El último papa Pablo antes de él –Camillo Borghese– había reinado trescientos cincuenta años antes, marcando su pontificado el inicio del brillante período del Barroco, que rodeó de esplendor a la Roma de la Contrarreforma. Aunque se sabe que Montini era un gran admirador de San Pablo, el Apóstol de los Gentiles, y, por lo tanto, lo más probable era que hubiese tomado su nombre como homenaje a él, no deja de ser sugestivo el antecedente de Pablo V, que había sido un fiel intérprete del Concilio de Trento, cuyas reformas continuó aplicando con firmeza y perseverancia, lo que hace pensar que el mismo rol tocaría desempeñar al neo-electo Pablo VI, que iniciaba su pontificado con el Concilio Vaticano II pendiente de continuación. Lo cierto es que tenía claro que otro papa Juan era irrepetible y que llamarse Pío podía hacer pensar en un retorno a la época pacelliana.

Pablo VI salió a continuación a la logia para darse el primer baño de multitudes y dio la bendición Urbi et orbi sin hacerla preceder de un discurso, como dictaba la tradición. La alocución tendría lugar al día siguiente. Más tarde en ese 21 de junio, cenaría con los cardenales electores, aunque no ocupando el puesto preeminente propio de su recién estrenada dignidad, sino tomando el lugar habitual que había ocupado en el refectorio instalado en la Sala de los Pontífices de los apartamentos Borgia durante el cónclave: entre los cardenales Paul-Émile Léger y Paolo Giobbe. El dato anecdótico de esta comida fraternal lo proporcionó el cardenal Richard Cushing, arzobispo de Boston, quien, en su entusiasmo por la elección de Montini, se levantó de la mesa dando tumbos bajo el efecto de las muchas libaciones en honor del nuevo papa.

¿Cómo llegó Giovanni Battista Montini al papado? Según testimonio de su amigo y confidente Jean Guitton, ya desde su adolescencia y juventud había presentido el futuro Pablo VI que llegaría a ocupar el sacro solio. Su preparación y su carrera podían hacer presagiar, desde luego, ese resultado. Perteneciente a una familia de la alta burguesía lombarda, nació en Concesio (Brescia), el 26 de septiembre de 1897, segundo de los tres hijos del abogado Giorgio Montini, director del periódico Il Cittadino di Brescia, y de Giuditta Alghisi, miembro de la nobleza. Su niñez quedó marcada por los últimos años del pontificado de León XIII, papa que animaba a los católicos a defender sus principios a través de la acción social inspirada en la encíclica Rerum novarum de 1891. Precisamente, el padre de Giovanni Battista era también representante en su provincia del Movimento Cattolico, una suerte de antecedente de la actual Cáritas, para la ayuda a los necesitados.

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12.03.13

El nuevo Papa, en manos de los Cardenales

LA ELECCIÓN DEL NUEVO PAPA SE HACE EXCLUSIVA DE LOS CARDENALES (y III)

RODOLFO VARGAS RUBIO

La restricción de la elección de un nuevo Papa a los padres cardenales no se verificó sin dificultades. De hecho, la primera aplicación de la legislación de Nicolás II provocó un cisma, debido a la resistencia de la facción pro-imperial, que opuso un antipapa –Honorio II– al canónicamente elegido Alejandro II (1061-1073). Previendo estas complicaciones, Nicolás se había granjeado la protección de dos príncipes normandos: Roberto Guiscardo, soberano de Apulia, Calabria y Sicilia, y Ricardo de Aversa, duque de Capua. A cambio les otorgó la investidura de los territorios que ocupaban, con lo que, de paso, la Santa Sede se convertía en potencia feudal. Precisamente fue gracias al segundo como Alejandro II pudo prevalecer contra su competidor.

Su sucesor san Gregorio VII (1073-1085), el gran monje reformador Hildebrando, consejero de cinco papas, fue curiosamente elegido al margen de la bula In nomine Domini, al ser aclamado papa “por inspiración”, cuando el pueblo secundó entusiasta la improvisa propuesta de su nombre por el cardenal Hugo Cándido. En cualquier caso, esta designación fue corroborada por todos, incluso por el emperador Enrique IV, que tantos dolores de cabeza iba a provocarle al gran Gregorio con motivo de la Querella de las Investiduras. Sin entrar en todas las vicisitudes de este primer enfrentamiento grave entre el Papado y el Imperio, baste decir que Enrique IV apoyó contra el pontífice al antipapa Clemente III (1080-1084). Próximo a la muerte en el exilio, Gregorio VII, con el fin de evitar nuevos desórdenes y cismas, propuso a los cardenales una terna de candidatos entre los cuales elegir a su sucesor a su muerte. Ninguno de ellos fue tomado en cuenta, sino Desiderio de Benevento, abad de Montecasino, propuesto por Jordán de Aversa, príncipe normando de Capua. Fue elegido canónicamente y, después de vencer sus escrúpulos, se convirtió en el papa Víctor III (1086-1087).

La elección con arreglo a la bula de Nicolás II se fue consolidando en lo sucesivo. La de Eudes de Châtillon —Urbano II (1088-1099)— tuvo lugar por primera vez fuera de Roma: en Terracina. La del cardenal Rainiero de San Clemente -Pascual II (1099-1118) fue muy rápida y sencilla. A él siguió el cardenal Juan de Gaeta, que había sido canciller de la Iglesia Romana y tomó el nombre de Gelasio II (1118-1119). Antes de morir éste en Vienne del Delfinado, al hallarse Roma ocupada por sus adversarios, intentó volver a la designación testamentaria, señalando como sucesor a Conón de Palestrina. Al rehusar éste, Gelasio propuso a Guido de Borgoña. Los cardenales-obispos Lamberto de Ostia y Conón de Palestrina quisieron cubrir la elección de Guido con un manto de legalidad y convocaron en Vienne la reunión de electores con la intención de recabar más tarde la confirmación del clero y pueblo romanos. Guido se convirtió en Calixto II (1119-1124) y fue quien hizo la paz con Enrique V mediante el Concordato de Worms (1122), que acabó con la plaga de antipapas de este período suscitados por el Emperador.

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4.03.13

Elecciones papales muy ajetreadas

CONTINÚA LA OJEADA A LA HISTORIA DE LAS ELECCIONES PAPALES

RODOLFO VARGAS RUBIO

A mediados del siglo VIII, la Francia Occidental se había convertido en una importante potencia en la Cristiandad, descollando entre los distintos reinos surgidos del hundimiento del Imperio Romano de Occidente. Debido a sucesivas particiones, se hallaba dividida en tres regiones: Neustria, Austrasia y Borgoña, cada una con sus propios reyes (todos pertenecientes a la dinastía merovingia, descendiente de Clodoveo), aunque frecuentemente vueltas a unir bajo el mismo cetro. En 732, Carlos Martel, mayordomo de palacio de Austrasia, había vencido y hecho retroceder a los sarracenos en Poitiers, en una decisiva batalla que entonces salvó a Occidente de la invasión de la Medialuna. Los mayordomos de palacio, especie de primeros ministros, acabaron por ejercer realmente un poder que ostentaban ya sólo nominalmente los reyes francos, llamados “fainéants” (holgazanes).

Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, era el todopoderoso mayordomo de palacio de Neustria. Austrasia y Borgoña bajo el rey holgazán Childerico III. En 750 envió a Roma a Fulrado, capellán de Saint-Denis, y a Burcardo, obispo de Wurzburgo, con el objeto de someter al Papa la cuestión sobre quién debiera ser considerado rey: si el que lleva el título o el que ejerce el poder. San Zacarías, privado del apoyo del basileus de Constantinopla y que, por tanto sólo podía contar con los francos para hacer frente a la amenaza de los longobardos, respondió que “aquel que ejerce verdaderamente el poder sea el que lleve el título de rey”. Pipino, sintiéndose autorizado para llevar a cabo una revolución de palacio, depuso a Childerico III y lo hizo encerrar en un monasterio y ciñó la corona, dando así inicio a la segunda raza de reyes francos, conocida como de los carolingios.

Pipino el Breve fue ungido rey por primera vez en Soissons, en marzo de 752, por el obispo san Bonifacio, su consejero, a fin de enlazar con la tradición de Clodoveo (ungido por san Remigio en Reims). Sin embargo, dos años más tarde fue el propio papa Esteban II (sucesor de san Zacarías), el que lo ratificó como rey al consagrarlo el 28 de julio de 754 en la abadía de Saint-Denis. El Romano Pontífice había remontado los Alpes para pedirle su auxilio contra los longobardos, cuyo rey Astolfo amenazaba Roma. Pipino les hizo la guerra y los venció en 756, entregando al Papa todos los territorios que había reconquistado a Astolfo en cumplimiento del Tratado de Quierzy o “Promissio Carisiaca” de 754. Esteban II recibió así los territorios del Exarcado de Rávena y las ciudades de la Pentápolis (Rímini, Pésaro, Fano, Senigallia y Ancona), que los longobardos habían arrebatado a los bizantinos. El Papa de Roma se convertía así en señor temporal y adquiría una sólida independencia.

Las nuevas circunstancias en las que se desenvolvía el pontificado romano determinaron más que nunca la ambición por ocupar la sede de Pedro. Ya antes de morir Esteban II, habían surgido antagonismos entre los electores. Los partidarios del patronazgo bizantino deseaban que fuese papa el griego Teofilacto. Los demás apoyaban al hermano del papa, el diácono Pablo. Fue éste quien acabó siendo elegido e inmediatamente comunicó la noticia a Pipino el Breve, llamándole por el título de Patricius Romanorum y saludándolo como a nuevo Moisés, que había salvado al pueblo de Dios. Pipino respondió cortésmente haciendo a Pablo I (757-767) padrino de su hija Gisela. Pero también escribió al clero y al pueblo romanos instándoles a que aceptaran al papa como su padre y señor. Por supuesto ya no fue requerida la aprobación imperial. Constantinopla se debatía en las violentas luchas provocadas por la herejía iconoclasta, en las que tomaba parte activa el propio Emperador.

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25.02.13

No siempre hubo cónclaves

UNA OJEADA A LA SUCESIÓN PAPAL EN LA HISTORIA (I)

RODOLFO VARGAS RUBIO

Dentro de unos días, tras la declaración de sede vacante cuando se haga efectiva la renuncia del Papa todavía felizmente reinante, habrá cónclave en la Iglesia para elegir a su sucesor. Será el segundo del siglo XXI y, de momento, el último de una larguísima serie que se remonta al siglo XI y fue sólo interrumpida en 1415, cuando la elección de Martín V fue decidida por el concilio de Constanza y no por los padres cardenales, pues los que había pertenecían a tres diferentes colegios en pugna (el romano, el aviñonés y el pisano), aunque en 1429 fue convalidada por el cónclave reunido en Peñíscola tras la renuncia del papa de la obediencia aviñonesa Clemente VIII (Gil Sánchez Muñoz).

El cónclave no siempre fue la forma de elegir al sucesor de Pedro. Para empezar, el primer papa fue nombrado directamente por Nuestro Señor Jesucristo, que le dio el poder de las llaves personalmente. Fue la primera y última vez, pues las elecciones siguientes fueron dejadas definitivamente al criterio de la Iglesia, la cual, siendo institución divina compuesta por hombres, se ha venido regulando en la materia de acuerdo con las distintas circunstancias sociales e históricas.

Así pues, en los primeros tiempos del Cristianismo, en el contexto de religión perseguida, fue natural que el Vicario de Cristo señalara a algún clérigo de su confianza para sucederle a su muerte: es lo que se entiende por sucesión testamentaria. San Lino (67-76), designado por san Pedro, habría, a su vez, designado a su condiscípulo san Anacleto (76-88); éste a san Clemente I (88-97), preconizado obispo por san Pedro, y Clemente a san Evaristo (97-105). Este tipo de sucesión papal se hizo más esporádico a medida que se fue imponiendo el sistema de elección por la comunidad de la iglesia de Roma a partir de san Alejandro I (105-115). Sin embargo, aún en el siglo V el papa griego san Zósimo (417-418) fue elegido muy probablemente por indicación de su antecesor Inocencio I, a quien se lo había recomendado San Juan Crisóstomo.

Un intento de consagrar la designación testamentaria y el primer texto legal de regulación de la sucesión de la sede romana fue el decreto promulgado por el papa san Símaco (498-514) el 1º de marzo de 499, en el curso de un sínodo en San Pedro, en el que participaron 72 obispos de Italia. El Papa quería evitar con ello un cisma, como el que se suscitó en su propia elección un año antes, cuando, por injerencia del basileus Anastasio I, se le opuso un antipapa en la persona de Lorenzo, arcipreste de Santa Práxedes. En lo sucesivo cada papa establecería quién habría de sucederle. En caso de fallecer de improviso y sin haber podido indicar su voluntad al respecto, se procedería a la elección del nuevo pontífice por parte del clero romano con exclusión de los laicos. Estas normas, apenas se cumplieron. De hecho, a la muerte de Símaco, fue elegido unánimemente San Hormisdas (514-523) sin haber sido designado por aquél.

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13.02.13

Los que renunciaron a la Sede de Pedro

BREVE CRÓNICA DE LAS RENUNCIAS PAPALES EN LA HISTORIA

RODOLFO VARGAS RUBIO

La recentísima renuncia del papa todavía felizmente reinante, que será efectiva a partir de las 20 horas GMT del próximo 28 de febrero –produciéndose entonces el estado de sede vacante que terminará con la elección de su sucesor– pone de actualidad un tema quizás no tan conocido de la Historia de la Iglesia: el de los Papas que resignaron la dignidad y oficio de sucesores de Pedro. Son muy pocos, así que vale la pena detenerse un poco en casa caso.

El primero es el del tercer sucesor de san Pedro, el papa san Clemente I. Elegido el año 88 como sucesor de san Anacleto, son pocos los datos documentados de su pontificado. Según una piadosa tradición, pertenecía a la gens Flavia y en su juventud había conocido al Príncipe de los Apóstoles. De él quedó una Epístola a los Corintios generalmente aceptada como auténtica y por medio de la cual quiso intervenir para acabar con el cisma que aquejaba a esa iglesia, clara manifestación de la autoridad de la sede de Roma sobre las demás. Otros escritos atribuidos a san Clemente son apócrifos. Se le atribuye la fijación de la fórmula del símbolo Apostólico como profesión de fe en el rito del bautismo. Tuvo que enfrentarse a la persecución ordenada por su presunto pariente Domiciano entre los años 94 y 96. Asesinado el Emperador, su sucesor Nerva desterró a Clemente al Ponto en el Asia Menor. Allí, para que la iglesia de Roma no quedara sin pastor renunció al pontificado el año 97, señalando al griego Evaristo como su deseable sucesor. Esta renuncia no está, sin embargo documentada. San Clemente I habría muerto mártir poco después al ser arrojado al Mar Negro atado su cuello a un ancla. Su fiesta se celebra el 23 de noviembre y es titular de una basílica paleocristiana en Roma, construida en el siglo VI sobre el emplazamiento de una casa del siglo I, donde se desarrollaba el culto cristiano clandestino en tiempo de persecución y que una tradición quiere que perteneciera al proprio Clemente.

El segundo caso histórico de renuncia papal y primero documentado es el de san Ponciano, obispo de Roma entre 230 y 235. De sus predecesores heredó la oposición de Hipólito de Roma, teólogo y escritor obsesionado con la ortodoxia hasta traspasar los límites de la prudencia. Hipólito ya había tenido problemas con el papa Ceferino (199-217) y desafió frontalmente al sucesor de éste Calixto I (217-222) erigiéndose en antipapa, el primero de la historia de la Iglesia. El cisma continuó bajo Urbano I (222-230) y su sucesor Ponciano, amigo y protegido del emperador Alejandro Severo. Al ser éste depuesto y asesinado por Maximino el Tracio, que ocupó su lugar como nuevo emperador, la suerte de Ponciano e Hipólito quedó sellada. Ambos fueron exilados en 235 a Cerdeña, donde fueron forzados a trabajar en la minas de Tavolato. Los rivales que antes se habían opuesto encarnizadamente por causa de Orígenes (admirado y defendido por Hipólito y discutido por Ponciano) se reconciliaron y, por el bien de la Iglesia, para que la sede de Roma no quedara sin pastor, se retractó de su cisma el antipapa y renunció el Papa el 28 de septiembre de 235, pudiendo así el clero de Roma elegir a san Ántero. Pocos meses después Maximino el Tracio condenó a muerte a ambos y los hizo ejecutar. El martirio de san Hipólito quedó envuelto en la leyenda, que lo quiso descuartizado por cuatro caballos a los que habían sido atadas sus extremidades. El 13 de agosto de 236, los restos de san Ponciano y san Hipólito, que habían sido llevados desde Cerdeña, fueron enterrados en el cementerio de la Vía Tiburtina de Roma. El canon segundo de la misa de rito ordinario se atribuye a san Hipólito y lleva su nombre.

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