InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: General

7.10.11

El Nazaret de Inglaterra, de aniversario

950 AÑOS DEL SANTUARIO DE WALSINGHAM

ALFONSO BERTODANO

I.

Durante su visita a Inglaterra en 1982, el Papa Juan Pablo II presidió un multitudinario acto en el antiguo estadio nacional de Wembley. A punto de empezar la Misa, dos hombres dieron la vuelta al campo delante de una diminuta imagen, que el Papa insistió en que permaneciera encima del altar durante la Eucaristía. Así, el Director del Santuario Católico de Nuestra Señora de Walsingham y, su acompañante, el Administrador del Santuario Anglicano de la misma advocación, testimoniaron la concordia que existe entre Católicos y Anglicanos cuando la Virgen preside sus corazones. ¡Hasta comparten la página de inicio de su página web en Internet (www.walsingham.org.uk/ ), aunque se puede optar luego por el contenido diferenciado a seguir a partir de allí!

Casi treinta años después, en 2011, nos encontramos en el 950 Aniversario de la fundación de Walsingham como Santuario Mariano. Aunque la efemérides se celebró en Londres, en la Catedral de Westminster, el pasado 2 de abril, se hizo así como especial acción de gracias por la institución, a principios del año, por Benedicto XVI del “Ordinariato de Nuestra Señora de Walsingham”, como cauce para facilitar el regreso a la Iglesia de muchos miles de anglicanos.

No obstante, el 24 de septiembre es cuando se celebra la memoria de Nuestra Señora de Walsingham (fiesta en la Diócesis de East Anglia a la que pertenece), cuyo Oficio propio se estableció en el 2000. Se eligió el 24 de septiembre por coincidir con la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, “Our Lady of Ransom” en inglés, (“ransom” significa “rescate”) y por existir en Walsingham una cofradía muy arraigada de esa advocación tan vinculada con la idea del rescate de cautivos, objetivo de los Mercedarios fundados por San Pedro Nolasco.

Pero todos estos hechos recientes son los frutos de una larga peregrinación para desandar el camino desde la destrucción, por Enrique VIII y sus secuaces y sucesores, de todos los santuarios marianos de su reino, entre los cuales Walsingham era el más antiguo y famoso.

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7.09.11

Dos estilos distintos pero un mismo amor a la Iglesia

ACHILLE RATTI Y EUGENIO PACELLI, TAN DISTINTOS Y TAN CERCANOS

RODOLFO VARGAS RUBIO

- Achille, Achille, Achille…

Tres veces pronunció el nombre de pila del Papa el cardenal Pacelli, camarlengo de la Santa Iglesia Romana. Pío XI no respondió. Era el 10 de febrero de 1939 y su cuerpo yacía yerto sobre el lecho de doliente en los apartamentos papales en el Palacio Apostólico. Al silencio del pontífice siguió una declaración pronunciada en voz solemne por el purpurado, en la que se adivinaba un acento de dolor:

- Vere Papa mortuus est!

Sí, Achille Ratti estaba realmente muerto. Eugenio Pacelli no sólo lloraba la pérdida del Papa: lloraba a su Papa. En efecto, entre Pío XI y su secretario de Estado se había establecido una relación que trascendía la dedicación común por los intereses de la Iglesia o la mera simpatía. Se trataba de un verdadero afecto paterno-filial. Es más: el Papa había preparado conscientemente al Cardenal para sucederle en el sacro solio y lo había dado a entender a todo el mundo. “Farà un bel Papa!” solía decir refiriéndose al tímido Pacelli, a quien hizo viajar por Europa y a las dos Américas para foguearlo en el trato con los grandes de la Tierra.

Es fama el fuerte carácter de Pío XI, que hacía temblar a los monseñores de la Curia Romana y al personal del Palacio Apostólico. La impaciencia del Papa frente a una muestra de negligencia o incompetencia era de sobra conocida y bien se cuidaban todos de provocarla. El único capaz de dulcificar al Santo Padre (y con quien éste nunca se enojaba) era Pacelli. Bien es verdad que era irreprochable: había aprendido en sus largos años de vida curial y diplomática a no cometer deslices y a ser exacto y diligente. El único error que podía achacársele fue la pérdida de un importante expediente relativo a la codificación canónica de la Iglesia en tiempos de Benedicto XV, pero aprendió la lección.

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29.08.11

Los 150 años de "L'Osservatore Romano"

FUE EL PROYECTO DE MARCANTONIO PACELLI, ABUELO DE PÍO XII

RODOLFO VARGAS RUBIO

El primer número de L’Osservatore Romano salió en la Urbe el 1º de julio de 1861, pocos meses después de la proclamación del Reino de Italia (17 de marzo de 1861). La finalidad de la publicación era claramente apologética, para defender el Estado Pontificio, y sus objetivos eran polémico-propagandísticos. El diario tomó el nombre de una hoja privada anterior (5 de septiembre de 1849 - 2 de septiembre de 1852), dirigida por el abad Francesco Battelli y financiada por un grupo católico legitimista francés.

El nacimiento de L’Osservatore Romano está estrechamente vinculado con la derrota bélica sufrida por las tropas Pontificias en Castelfidardo (8 de septiembre de 1860). Después de ese acontecimiento, mientras el poder temporal del Pontífice quedaba muy reducido en su extensión territorial y en toda Europa no parecía existir una potencia dispuesta a defenderlo, gran número de intelectuales católicos comenzaron a llegar a Roma con el firme deseo de ponerse al servicio de Pío IX.

Por ello, las autoridades Pontificias, decididas a reconstituir el status quo ante, comenzaron a pensar en una publicación diaria de índole privada, que saliera en defensa del Estado Pontificio y de los principios que promovía.

Ya desde el 20 de julio de 1860, el Ministro sustituto de Interior, Marcantonio Pacelli, quería que al boletín oficial Il Giornale di Roma se le añadiera una publicación polémica y aguerrida de índole oficiosa que llevara el nombre de L’Amico della Verità. La elaboración del proyecto requirió tiempo y es probable que llegara a oídos del marqués Augusto Baviera, conocido publicista, conciudadano de Pío IX, que ese mismo verano (el 19 de agosto) había solicitado licencia para publicar un periódico bisemanal -más de cultura que de política-, que debería tomar el antiguo nombre de L’Osservatore dirigido por Battelli.

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16.08.11

Un rey tirano y un obispo santo: las tortuosas relaciones entre Guillermo II y San Anselmo de Canterbury

Sydney Herbert, Guillermo II y San Anselmo

El título, que se podría aplicar a muchas situaciones de la historia de la Iglesia, que ha visto con cierta frecuencia conflictos Iglesia-Estado en los que a un monarca déspota se contraponía la personalidad de un eclesiástico de gran talla humana y espiritual, hoy lo aplicamos a la tortuosa relación entre el inglés Guillermo II el Rojo, hijo del gran Guillermo el Conquistador, y uno de los grandes santos de aquellas tierras: San Anselmo de Canterbury.

Guillermo I el Conquistador (1028-1087) había llevado una política eclesiástica de gran equilibrio y respeto sea hacia Roma, sea a la jerarquía inglesa, llevo a cabo un programa de sabias reformas y sus nombramientos de obispos fueron por lo general excelentes. Con el Papa Gregorio VII, el monarca fue siempre cuidadoso de mostrarse como un hijo considerado y respetuoso, aun en las ocasiones en las que no estuvo de acuerdo con él. Por otra parte, el mismo Papa felicitó al rey por el celo mostrado en asegurar la libertad de la Iglesia. La colaboración con el primado de Canterbury fue en general ejemplar en aquella época de paz para la Iglesia inglesa.

A la muerte de Guillermo, ocurrida al caer de su caballo durante la lucha vengando una afrenta del rey de Francia el 9 de septiembre de 1087, cerca de la población francesa de Ruán, entró a sucederle en Inglaterra su hijo Guillermo II el Rojo (1087-1100), mientras que a su hermano Roberto le correspondió la Normandía. El nuevo monarca inglés mostró desde el comienzo una actitud de hostilidad hacia Roma: Empezó por declararse neutral en la cuestión del cisma, sin deci¬dirse ni por Guiberto (el antipapa Clemente III), que era apoyado por el ambicioso emperador de Alemania, ni por Urbano II, el Papa auténtico, monje benedictino y antiguo prior de Cluny. Era este último un hombre de gran talla humana y espiritual, considerado uno de los mejores Papas del medievo y venerado en la Iglesia como Beato, por la heroicidad de sus virtudes.

Como consecuencia de su política de pretendida neutralidad entre los contendientes, el joven Guillermo se negó a pagar a Roma el dinero del óbolo San Pedro, lo que hizo que el arzobispo de Canterbury, Lanfranco (1005-1089), que, según el Papa era uno de los hijos más fieles de la Iglesia romana, le amonestase, aunque inútilmente. Era éste eclesiástico, antiguo monje de la abadía de Bec, otro hombre de gran talla, hoy también venerado en la Iglesia como Beato, por lo que obsérvese que estamos hablando de una concentración de clérigos ejemplares poco común en aquellos tiempos tan duros para la nave de Pedro.

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9.08.11

Los comienzos del monacato cristiano

EN SIRIA HABITARON LOS PRIMEROS MONJES CRISTIANOS

Si en todos los países y en todas las épocas de la historia religiosa han aparecido movimientos de espiritualidad, tendentes hacia una vida más evangélica, éstos se manifestaron de un modo espectacular en la provincia siria durante los siglos IV, V y VI. ¿Quién fue el primer cristiano que se retiró a la soledad para vivir «la vida angélica»? ¿Cuándo apareció la vida monástica en Siria? Preguntas hasta hoy sin respuesta. La Historia religiosa de Teodoreto de Ciro, documento básico para conocer la vida de los primeros gigantes de la ascesis siria, nada nos dice del origen del movimiento monástico.

Hasta hace algunos años, se creía que el monacato sirio derivaba directamente del egipcio, ya que se pensaba que el movimiento nació en el Valle del Nilo y de allí se extendió a Siria, Mesopotamia y Palestina. Hoy, en cambio, nos inclinamos por un origen autónomo del monacato sirio, acaso paralelo al egipcio. El monacato sirio parece haber nacido fuera de toda influencia extranjera. Esto no quiere decir que, en una etapa posterior, no haya habido intercambios de influencias entre las instituciones sirias y egipcias. «Creo, escribe J. M. Fiey, que hoy se está de acuerdo en afirmar que el fenómeno monástico y después el cenobitismo nació y se extendió, independientemente y casi simultáneamente, en Egipto y en Palestina-Siria-Mesopotamia. Pero mientras el primitivo monacato egipcio tiene figuras conocidas: Antonio, Pablo, Macario, etc., el monacato sirio no ha conservado el recuerdo de sus grandes antepasados».

No es exagerado si decimos que Siria estuvo en la vanguardia del movimiento monástico y que conoció una vida religiosa tan próspera, si no más, como Egipto. Es sabido que el historiador eclesiástico Teodoreto, obispo de Ciro, quiso demostrar, entre otras cosas, escribiendo su Historia religiosa, que los monjes sirios no eran inferiores a los del Valle del Nilo ni en número, ni en santidad, ni en proezas ascéticas. El obispo historiador les compara, por su número, a las innumerables flores que brotan cada primavera en los campos, donde cada una exhala su perfume característico. Sin embargo, la historia del monacato sirio bajo sus dos formas: anacorética y cenobítica, es casi desconocida. «La historia del monacato sirio y de sus instituciones, escribe S. Jargy, ha sido la menos estudiada y, por eso mismo, la peor conocida». Aparte de san Juan Crisóstomo y Teodoreto de Ciro que escribieron sobre la vida de los monjes sirios, raros son los autores que nos hablan de la primitiva vida monástica en Siria. No nos queda otro recurso, si queremos conocer las instituciones monásticas, que la investigación arqueológica, por cierto muy rica y poco explorada hasta la fecha. La investigación arqueológica será la fuente principal del presente estudio y gracias a ella nos será posible reconstruir, en parte, la vida de los monjes de los primeros siglos.

La historia religiosa de este período se caracteriza por una búsqueda de nuevas formas de vida cristiana. En efecto, Siria es el terreno fértil donde aparecen las más originales manifestaciones de vida solitaria, profundamente marcadas por el espíritu individualista de la raza. Todas las formas de ascesis cristiana se dan cita en las soledades sirias, desde el cenobitismo civilizado hasta el anacoretismo semisalvaje. Teodoreto de Ciro se complace en enumerar las singularidades carismáticas de sus conciudadanos y las técnicas ascéticas de sus monjes cuando escribe:

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