Las apariciones que llevaron a la consagración del mundo al Corazón de Cristo (y II)

María Droste se convirtió en una de los grandes apóstoles del Corazón de Jesús.

RODOLFO VARGAS RUBIO

Fue el 1º de julio de 1888, víspera de la fiesta de la Visitación de la Virgen: “De repente, estando en la iglesia parroquial de Darfeld preparándome para confesarme mientras esperaba mi turno, me vino como un relámpago este pensamiento: Debes entrar en el Buen Pastor, y fue para mí tan claro y preciso que desde aquel momento no tuve ya ninguna duda”. María manifestó a su confesor lo que acababa de sentir y éste le contestó que se informaría sobre el instituto en cuestión, aunque desde ya le podía decir que no creía que estuviera hecho para ella. La orden de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor, rama del árbol plantado por San Juan Eudes –gran apóstol del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María– en el siglo XVII, había sido fundada por Santa María de Santa Eufrasia Pelletier en Angers, Francia (en la foto), en 1835. Bajo la regla de San Agustín y en régimen de clausura, las religiosas del Buen Pastor (mitad activas y mitad contemplativas) se dedicaban –y se dedican– a buscar y redimir a las “ovejas descarriadas”, es decir a personas oprimidas por ciertas formas de esclavitud (especialmente las pobres mujeres víctimas de la lacra de la prostitución). La orden se había extendido rápidamente, llegando a Münster gracias a la R.M. María de Santa Teresa, baronesa de Rump, perteneciente a una familia de antigua nobleza westfaliana y que ya había fundado un convento en El Cairo.

Al frente del Buen Pastor de Münster y de la provincia se hallaba la R.M. María de San Lamberto Bouchy, que se había formado junto a Santa María Eufrasia. Fue ella quien recibió como postulante a María Droste zu Vischering (que, a la sazón, ya había escrito a las religiosas de San José de Copenhague para ser desligada del compromiso moral adquirido con ellas, obteniendo respuesta favorable y comprensiva). Fue el 21 de noviembre de 1888, el día de la Presentación de la Virgen en el Templo. Sus padres y sus hermanas la acompañaron en este paso que iba a marcar para siempre su existencia. El 10 de enero siguiente, durante la octava de Reyes (de los que era muy devota y que le ayudarían, según su propio testimonio, en sus crisis futuras), tenía lugar su vestición y tomaba el blanco velo de novicia. Su primer encargo fue ocuparse directamente de las penitentes, lo cual fue una fuente de gran alegría para el celo apostólico de María, pero pronto su temperamento vivo se resintió (como pasó en el internado austríaco) de la vida sedentaria y el ritmo mesurado y metódico de la vida conventual. A veces la maestra de novicias, que adivinaba su ardor contenido la enviaba al jardín del claustro a correr para desfogarse. En su alma habitaban por igual una especial atracción por la vida contemplativa y una extraordinaria aptitud para la acción.

Pero los años de noviciado fueron marcados también por una lucha interior que se entabló en su alma y que no la dejaría ya hasta el final de sus días: la solían asaltar acuciantes dudas de si había sabido discernir su vocación y si no había escogido una vida fácil. Le reconfortaba la constante presencia del Corazón de Jesús, que ya antes de la entrada al convento, durante su vida de retiro en Darfeld, había comenzado a insinuársele. Escribe a propósito: “Nuestro Señor me consolaba bastante a menudo antes de la santa comunión y en los días de exposición: me enseñaba a llevar la cruz y me hacía comprender que mis sufrimientos irían aumentando cada vez más, debiendo yo seguirle por el camino de la cruz y permanecer unida y clavada con Él sobre la cruz”. A los dos años como novicia, una religiosa del Buen Pastor emitía los primeros votos (que eran ya perpetuos por la época de la que nos ocupamos). Seis meses antes las novicias pedían tres veces formalmente en capítulo su admisión en la orden. Para María, agitada por sus dudas, ello constituyó una dura prueba; sentía que la voz le faltaba a la hora de hablar delante de sus hermanas, pero se hizo violencia y “su espíritu de fe y sus recursos de energía la salvaron” (Abbé L. Chasle: Soeur Marie du Divin Coeur). Finalmente, el 20 de enero de 1891 emitió sus votos como sor María del Divino Corazón.

Los sufrimientos espirituales no cesaron, sin embargo, y vino a añadirse a ellos la pérdida de su querida superiora la R. M. Bouchy, que murió el 4 de junio siguiente. Ella había sido su único apoyo humano en medio de sus incertidumbres y la había tratado verdaderamente como una madre solícita y amorosa. El nombramiento de una nueva provincial y superiora, la R.M. María de Santa Inés Nacke, determinó un cambio de cargos en el convento de Münster y así sor María se convirtió, el 31 de julio, de simple asistente en la clase del Corazón de María en primera jefa de la misma. Como tal, ayudaba a la superiora ocupándose de la dirección de las “chicas” (es decir, las penitentes). Hay que decir que en todo momento, desde su ingreso en la orden, se distinguió por un espíritu sencillo sea con sus superioras que con sus hermanas de hábito y con las acogidas. Nunca se notó en ella el afán de hacerse notar, lo cual denotaba la delicadeza de su espíritu, naturalmente noble. Era especialmente dulce en el trato con sus “ovejas”. Si llegaba al convento alguna de carácter difícil o antipática, sor María del Divino Corazón la reclamaba para sí: “Son las chicas más pobres, las más desgraciadas, las más abandonadas las que yo quiero”. Las llamaba “mis tesoros” y más de una vez obtuvo para las más díscolas gracias del cielo.

El 22 de enero de 1894 le fue anunciado a sor María que debía partir de Münster para Portugal por disposición de la casa generalicia de Angers. La pena fue grande para todos, pero especialmente para la principal interesada, a la que la separación no sólo de su mundo conventual, sino de su patria, iba a ser especialmente dolorosa. Con la bendición del cardenal-arzobispo Kremenz y del obispo de Münster, partió al día siguiente en tren hacia su nuevo destino, acompañada por sus padres. La primera etapa fue Colonia, donde la fueron a saludar las penitentes locales, cosa que le produjo una gran emoción. En París visitó Nuestra Señora de las Victorias y Montmartre. De allí fue a Angers, a la casa madre de la orden, donde fue recibida por la madre general, María de Santa Marina Verger, que la acogió con gran bondad. Ambas almas se entendieron en seguida. Recibidas las últimas instrucciones, reemprendió viaje no sin el gran dolor de deber separarse de sus padres, que se volvían a Alemania. La ruta escogida hacia Portugal fue la más larga para poder visitar los conventos de Perpiñán y Barcelona, ciudades en las que permaneció algunos días. Al salir de esta última quiso visitar la cueva de Manresa, donde San Ignacio se había retirado después de su conversión. Quiso también visitar Ávila, pero tuvo que contentarse con bajarse del tren, al oír anunciar la estación, para poder al menos pisar, en medio de la fría noche, la tierra donde había vivido Santa Teresa de Jesús. El 24 de febrero llegaba a Lisboa después de pasar por Oporto, sin sospechar que esta ciudad iba a ser su último destino.

En el convento de Lisboa, sobre el panorama del Tajo, sor María fue nombrada asistente de la superiora, la baronesa Schorlemer, y responsable de las penitentes. Tuvo que luchar contra el carácter indolente de muchas de ellas, lo que agravaba su ignorancia del portugués, que, sin embargo, se empeñó y logró en aprender rápidamente con su habitual energía. Esta fue su preparación para otro encargo más importante al que le tenía destinada la madre general. El 12 de mayo, vigilia de Pentecostés, a menos de tres meses de su llegada a Lisboa, un despacho de Angers notificaba su nombramiento como nueva superiora del Buen Pastor de Oporto, en el norte del país. Se trataba de una ciudad con un gran espíritu católico, conocida como la Civitas Virginis (la ciudad de la Virgen), por su devoción a la Madre de Dios, que campea en su blasón. También célebre por su procesión de Corpus, Oporto era regida en la época de la llegada de sor María del Divino Corazón por el santo cardenal Americo Ferreiro dos Santos Silva. La orden se había establecido allí en mayo de 1881, cuando cinco religiosas llegaron desde Le Havre, enviadas por la R. M. María de San Pedro de Coudenhove (la general de entonces) a petición del Padre Luiz Martins Rua, sacerdote diocesano y con la doble aprobación del cardenal Silva y monseñor de Freppel, obispo de Angers. Los comienzos fueron difíciles por la falta de recursos, pero el celo y la destreza desplegados por la primera superiora, R.M. María de San Francisco Javier Fitz-Patrick (que había fundado el Buen Pastor en Chile con un extraordinario éxito), lograron consolidar la fundación, que encontró su sitio en el barrio Paranhos, habitado por obreros. El convento disponía de un recinto muy extenso, ideal para albergar a las religiosas y las penitentes, y con la ventaja de estar rodeado de jardines y bosques. No faltaron los problemas causados por algunos sectarios que azuzaban a veces a la masa contra las buenas monjas, pero éstas siempre respondieron con exquisita caridad y lograron ganarse a la gente.

El Buen Pastor de Oporto contaba con una veintena de religiosas y 78 penitentes cuando llegó la nueva superiora el miércoles 16 de mayo de 1894 por la mañana. La primera cosa que hizo la R. M. María Droste zu Vischering fue consagrar la casa y confiar sus penas y responsabilidades al Sagrado Corazón de Jesús. Aquí iba a desarrollarse la parte más intensa de su vida y se le iba manifestar la gran misión a la que estaba destinada por su Divino Esposo.

La primera cosa que hizo la nueva de superiora del Buen Pastor de Oporto fue entronizar la imagen del Sagrado Corazón de Jesús sobre el altar mayor de la capilla, diciendo que, puesto que era el Señor de la casa, en ella debía reinar bien visible y desde el lugar de honor. Dio también un nuevo impulso a la guardia de honor del Santísimo Sacramento que encontró ya establecida. Fue para ella una grata y consoladora sorpresa hallar que la capilla se hallaba contigua a su celda y que, practicada en la pared había una trampilla desde donde podía ver la lamparilla del Santísimo, con lo que en cualquier momento del día o de la noche le bastaba volver los ojos hacia ella para saludar a la Eucaristía y sentir la presencia real de Jesucristo en ella. Pero no se crea que la R. M. María del Divino Corazón se arrullaba en los consuelos de la devoción. Su cargo le imponía una responsabilidad y un empeño enormes, pero precisamente de su sólida piedad sacaba las luces para poder asumirlos de la mejor manera.

El trabajo para mantener y gobernar la casa era ingente y requería de una mano decidida y vigorosa. La R. M. María del Divino Corazón era la superiora ideal por su gran aptitud para la administración y sus conocimientos de economía doméstica adquiridos durante los años en los que vivió retirada en Darfeld. Voluntad y brío, como sabemos, no le faltaban; es más: debía dominarlos. Pero el tiempo pasado en el Buen Pastor de Münster, bajo la sabia dirección de la R.M. Bouchy le había servido para moderar sus impulsos. No obstante, había momentos en los que las circunstancias parecían desbordar toda previsión y entonces debía apelar al auxilio especial de la Providencia. A este respecto, tenía, como Santa Teresa de Ávila, una firme confianza en San José, a quien más de una vez rogó para que sacara a la casa de apuros económicos. Y el santo patriarca no la defraudaba, pues siempre recibía alguna limosna importante por su intercesión que cubría alguna necesidad urgente.

La Madre Droste zu Vischering nunca negaba el ingreso en el Buen Pastor a ninguna penitente. A un monje benedictino que le recomendaba a una pobre infeliz le respondía: “La buena chica puede venir cuando quiera, pero sólo los ángeles custodios saben dónde la podremos alojar porque no hay plaza”. De hecho, de 78 penitentes que encontró a su llegada, como queda dicho, en pocos años y bajo su gobierno subió su número a 157, más del doble. Obviamente las instalaciones del convento tuvieron que ampliarse y, como siempre, no faltó la ayuda providencial de gente generosa. Tampoco faltaron algunas incomprensiones de los sectarios, que la apostrofaban de “jesuíta” cada vez que abría sus ventanas. Hoy parece un insulto anodino, pero en boca de esos anticlericales de finales del siglo XIX, inficionados de masonería y con todos los prejuicios existentes contra los Padres de la Compañía, tenía una carga especialmente hiriente, aunque para la monja, que venía de una saga de católicos perseguidos y combatientes, era, en realidad, un timbre de gloria.

En enero de 1896, a la noticia de que la madre general iba a celebrar el quincuagésimo aniversario de su toma de hábito, la superiora de Oporto pidió y obtuvo poder acudir a los festejos no sólo para felicitarla, sino para exponerle la situación de su convento. Partió el 30 de ese mes en un viaje que sería rico en experiencias espirituales y humanas. Se detuvo en Salamanca para hacer la peregrinación a Alba de Tormes, donde su querida y admirada Santa Teresa había terminado la suya en esta tierra. Tuvo el consuelo de asistir en el Carmelo a la misa que, delante del relicario con el corazón transverberado de la gran mística española, celebró el abad benedictino de Seckau (Austria), Dom Ildefons Schober (futuro abad de Beuron), que se hallaba también allí. Durante la comunión se le manifestó el Corazón de Jesús, que le hizo entender que el tiempo del deseo vehemente de sufrimiento había pasado y que lo que ahora Él quería de su servidora era un total y sereno abandono. Debía dejar de preocuparse y de esperar en los apoyos humanos y en sus propias fuerzas para reposar toda su confianza en su divino amor. El Señor le dio como modelos y patronas a Santa Teresa, Santa Gertrudis y Santa Catalina de Siena. También le anunció que algún tiempo después de ese viaje no volvería a caminar (lo que fue una predicción de su futura enfermedad).

El 2 de febrero, día de la Purificación, llegó a Lourdes y tuvo la dicha de participar en la procesión de candelas. Pocos días después llegaba a Angers, donde fue amorosamente recibida por la R. M. Nacke, que la escuchó y le dispensó toda su comprensión y aprobación. Quiso llevarla consigo a visitar los conventos del sur de Francia, pero antes la R.M. María hizo un breve viaje a Alemania para ver a los suyos. Después de una breve estancia en el Buen Pastor de Aquisgrán, llegó a Münster, donde fue recibida con gran dicha por las que habían sido sus hermanas en los comienzos de su vocación y vida religiosa. Puede imaginarse también la felicidad de la familia. Pocos días después partía definitivamente de regreso a su destino. Acompañó en su viaje a la madre general, pero ésta se sintió mal en Angulema, de modo que tuvo que servirle de enfermera y de secretaria, desenvolviéndose con admirable dedicación. El 10 de marzo regresaba a Oporto, aunque notablemente fatigada, síntoma de la enfermedad que ya había hecho presa de ella.

El 21 de mayo, después de muchas indisposiciones, tuvo que guardar cama y se le manifestó la mielitis, infección de la médula espinal, aunque los médicos fueron prudentes y no declararon de momento el mal que padecía. Su estado se agravó de tal manera que el 27 de junio pidió recibir la extremaunción. Y aunque se recuperó esta vez, quedó clavada en el lecho de doliente (tal y como le había sido anunciado en Alba de Tormes). Varias crisis parecidas, que la ponían a las puertas de la muerte iban a sucederse todavía. Fue en esta sazón como el Corazón de Jesús hizo de su sierva María una apóstol, a la que había reservado para una misión especialísima (la que se convertiría en la razón de su vida terrena): pedir al Papa la consagración del mundo a ese mismo Sagrado Corazón.

El 4 de junio de 1897, fecha en que se inauguró en el Buen Pastor de Oporto la práctica solemne de los primeros viernes de mes, recibió el primer encargo del Señor de escribir a León XIII para consagrar el mundo a su Corazón Sacratísimo. María lo confió a su confesor, Don Teotonio Emanuele Ribeira Vieira de Castro, vicerrector del seminario diocesano de Oporto y futuro arzobispo de Goa, diciéndole que Dios dejaba a su criterio la oportunidad de escribir una carta al Santo Padre. Por prudencia y a la espera de señales más claras, el buen sacerdote no dio su consentimiento. El 7 de abril de 1898, Jueves Santo, la Madre Droste zu Vischering tuvo otra manifestación en la que Jesucristo volvía a pedirle que escribiera al Papa. Pocas semanas después, el 25 de abril, día de las Letanías Mayores, su salud se agravó súbitamente, permaneciendo varios días entre la vida y la muerte. A sus instancias, el confesor accedió esta vez a que escribiera la carta, que fue enviada el 10 de junio a Roma. León XIII quedó muy impresionado, pero de momento no hizo nada. A la monja bastó saber que el Romano Pontífice la había recibido, de lo cual fue informada por el abad primado de la orden benedictina, que había servido de intermediario. Ella se sometía a la obediencia y dejaba todo en manos de su Divino Esposo.

El 2 de diciembre, primer viernes de mes, volvió a abordar el tema de la consagración Nuestro Señor, aunque sin pedir nada, pero el 7 siguiente, festividad de San Ambrosio fue muy explícito: María debía escribir nuevamente al Papa pidiéndole la consagración del género humano a su Corazón Divino. Ella le objetó dulcemente que la primera vez ya le había costado obtener el permiso de su confesor y que pensaba que ahora no se lo daría en absoluto. Le fue respondido que confiara. Don Teotonio, a la grata sorpresa de su dirigida, no puso ninguna objeción y la carta fue escrita el día de la Inmaculada de 1898, es decir, al siguiente de la tercera instancia del Corazón de Jesús. Sin embargo, el confesor no permitió que fuera despachada hasta el día 6 de enero de 1899, en la fiesta de la Epifanía (ya conocemos la devoción de María por los Reyes Magos).

Esta vez el tiro dio en el blanco. El 15 de enero la carta llegó a manos de León XIII, que quedó más impresionado si cabe que con la anterior. En seguida encargó al cardenal Domenico Maria Jacobini que se informara a través del nuncio en Portugal que obtuviese informes sobre la Madre Droste zu Vischering, “de la que se dice que es santa y tiene comunicaciones celestiales”. Los informes no pudieron ser más favorables y, a raíz de la difícil operación a la que fue sometido y cuyo feliz e inesperado éxito atribuyó él mismo al Corazón de Jesús, el Papa decidió el 25 de marzo hacerle la consagración del género humano y no sólo de la Iglesia (tal y como lo había señalado en su carta religiosa). El 2 de abril firmó el decreto aprobando las letanías del Sagrado Corazón y mandando que se cantasen en el triduo de preparación al acto consagratorio. El 18 de mayo, León XIII recibía en audiencia a los padres de María, dándoles un mensaje de bendición para ella. El 25 de mayo se publicaba la encíclica Annum Sacrum, que fijaba la consagración para el 11 de junio, domingo siguiente a la solemnidad del Corazón de Jesús. El Santo Padre dispuso que se le enviaran dos ejemplares del documento a la que había sido el instrumento del cielo para llevar a cabo el trascendental acto.

María tuvo el inmenso consuelo de leer la encíclica por la prensa, que la publicó el 2 de junio, pero aún tuvo tiempo de ver los ejemplares enviados por el Papa, que llegaron a sus manos la mañana del 8 de junio, cuando se hallaba ya en sus últimos momentos debido a un agravamiento definitivo e irreversible de su enfermedad. Exhaló el último suspiro pasadas las 3 de la tarde de ese día, en las primeras vísperas de la solemnidad del que había sido el objeto de su amor y entrega y cuya confidente y mensajera fiel había sido. Dos días después fue enterrada en el cementerio de Oporto, con gran concurso de clero, pueblo y autoridades. Al día siguiente, León XIII hacía realidad, en la Capilla Paulina del Palacio Apostólico, el deseo del Sagrado Corazón y María podía asistir desde el cielo a la consagración por la que tanto se había prodigado. Después del regular proceso canónico comenzado simultáneamente en Oporto, Angers y Münster, fue beatificada por Pablo VI, el 1º de noviembre del año santo 1975, María del Divino Corazón, condesa Droste zu Vischering, una de los grandes apóstoles del corazón de Jesús.

2 comentarios

  
pablo
Que bello relato.
Un saludo.
11/08/10 8:07 PM
  
Rosario
Cristo se sigue sirviendo de nuestra voluntad, para realizar su Obra. Recurre a los operarios de su Reino, siendo que estos mismos operarios, a veces se vuelven esquivos. No es el caso de esta monja, que pudo realizar cuanto el Señor le requería, sé que en medio de graves y profundas dificultades. Para mí lo mayor no es "cada escollo" que se halla al paso, sino que halla "quienes no dejan pasar la verdad", y de este modo, dificultan el comienzo mismo. Ver artºs en http://rosario-asuntosdejesucristo.blogspot.com
12/08/10 12:52 PM

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