Los zarpazos del progresismo hace 40 años

El Concilio Vaticano II había concluido en diciembre del 65 y en menos de dos años el Papa Pablo VI había tenido que contemplar como aquellos pilares de la fe y aquellos resortes institucionales que él creía bien afianzados se derrumbaban. Durante todo el Concilio el Papa había auspiciado una renovación de la Iglesia que trajera fecundidad y frescura a un catolicismo que sin duda, en su visión de la realidad, juzgaba anquilosado, y si no estéril, al menos incapaz de enfrentarse a los retos sociales e ideológicos que el mundo occidental vislumbraba. Estaban también muy presentes en la mente del Papa las duras situaciones que los regímenes coloniales o las dictaduras infligían al llamado Tercer Mundo. Deseaba el Santo Padre que los cristianos fuesen la semilla de renovación de un mundo que parecía despertarse de muchas pesadillas y de no menos somnolencias.

Pero poco a poco el rostro del Pontífice tenazmente optimista fue dibujando la amargura de muchas defecciones. Y de entre estas, las más amargas sin duda, las de millares de sacerdotes y religiosos en todo el mundo que pedían lo que entonces se denominó simplemente “secularización”. El Papa trató de encajar la situación con dignidad. Pero sin duda intuyó que una gran parte de culpa de aquella inesperada situación la tenían aquellos que estando obligados a perfilar con mayor claridad el fecundo depósito de la Fe del que la Iglesia era depositaria, habían sido los principales autores del desconcierto en que vivía buena parte del Pueblo de Dios.

Y es por eso, que aprovechando el XIX Centenario del Martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, el Santo Padre Pablo VI proclamó aquel año, desde junio del 67 hasta junio del 68, Año de la Fe. El Papa quería fortalecer con su inestimable Magisterio los fundamentos de la doctrina cristiana en todas sus vertientes, especialmente en los aspectos teológicos y morales más puestos en entredicho. Por ese motivo, el día 30 de junio de 1968, en una solemne celebración en la Basílica Vaticana como colofón del mencionado Año de la Fe, proclamó con voz sin duda quebrada por muchas amarguras pero firme en sus principios, el Credo del Pueblo de Dios.

Ese maravilloso texto que el Papa regalaba a la Iglesia, justamente en la festividad entonces conocida como Conmemoración de San Pablo, complemento de la Solemnidad de San Pedro celebrada el día anterior, sin duda adquiría una mayor dimensión a la sombra de la figura del Apóstol de las Gentes. El Papa, con ello, otorgaba un fuerte acento misional a la Fe que todo el Pueblo de Dios no sólo debía proclamar, sino vivir.

No pasó ni siquiera un mes y Pablo VI, tras muchos estudios y consultas que le acarrearon un sinfín de preocupaciones, el 25 de julio proclamó la encíclica “Humanae Vitae”, sin duda una de las más importantes de su Pontificado.

La “Humanae Vitae” que representaba un increíble esfuerzo de la Iglesia por presentar con un lenguaje portentosamente moderno y sencillo los principios sobre los que se sustentaba el ejercicio responsable y amoroso de la sexualidad humana, fue presentada por el progresismo como una “alta traición de Pablo VI”. A partir de ese momento, y por espacio de 10 años, hasta prácticamente su fallecimiento el 6 de agosto del 78, la vida de Pablo VI se convirtió en un autentico calvario moral que se vería coronado con el terrible drama personal vivido con el secuestro y asesinato de su íntimo amigo y Presidente del Consejo de Ministros Italiano, el democristiano Aldo Moro en mayo de 1978 a manos de las Brigadas Rojas.

El progresismo se echó al monte. Se desarrollaron todos los postulados progresistas que más o menos encubiertamente se habían aposentado en el día a día del ser y del existir de la Iglesia. Y no lo olvidemos: la reforma litúrgica del 69 fue su correa de transmisión. Sin ella el progresismo hubiera visto muy mermada y comprometida su expansión. El clero, que había recibido sus influjos en las Facultades y Seminarios ya hacía más de un decenio en el resto de Europa, y poco menos de un lustro en nuestros países meridionales (Italia, Portugal y España), no hubiera podido trastornar la vida del Pueblo de Dios como llegó a hacerlo a través del influjo de la liturgia.

La devoción y la vida de piedad, toda la práctica sacramental en su conjunto quedó profundamente afectada por las aristas de una Reforma Litúrgica que en muchísimos lugares adquirió tonos dramáticos. Pablo VI se dio cuenta de ello demasiado tarde. Y ni siquiera el alejamiento y confinamiento de su principal autor, el cardenal Annibal Bugnini, en Tierra Santa pudo moderar las brutales consecuencias que la reforma estaba acarreando. Pero no era la Reforma Litúrgica en sí, era el progresismo que penetraba en los huesos y en la sangre de la Iglesia a través de ella, trastornando su vida y dañando a sus miembros…

De todo ello aún no tenemos la suficiente perspectiva. Ahora únicamente empezamos a darnos cuenta del daño causado. La mayoría aún no ha confesado donde estaban las raíces de todo. Y por supuesto, el progresismo, aunque parezca lo contrario, tiene incólumes sus posiciones, se vista de clergyman y se presente como moderado y dialogante o lleve en sus hombros la púrpura cardenalicia y se insiera en el boato que el nuevo ceremoniero pontificio impone. Creer lo contrario es ser iluso.

El Directorio

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