Capítulo 9º: Los gestos de reverencia (parte 2ª)

La incensación.

Ab illo benedicaris, in cuius honore cremáberis

Seas bendecido por Aquel en cuyo honor serás quemado.

(Fórmula de la bendición del incienso)

Nuestros antepasados tenían un concepto sumamente simple de Dios. Lo consideraban espíritu por analogía al aire que se respira (para ellos inmaterial). Por eso creyeron que de los sacrificios (que formaban parte de la economía alimentaria), le correspondía al hombre lo que se come, y a Dios lo que se aspira: “olor de suavidad para Dios”. Y por eso también, entendieron nuestros antepasados que una manera gratísima de culto a Dios era ofrecerle el perfume que se desprende de quemar maderas y resinas aromáticas. Entre éstas, cobró merecida fama la resina de los cedros del Líbano, hasta el punto de que en griego al incienso lo llaman sin más “ líbanon ”, con una veintena de derivados.

Nuestro nombre del incienso se refiere al hecho de que se quema la sustancia aromática (en latín, incensus –a –um , participio perfecto pasivo de incendere =encender, y de ahí incendio). El hecho de ofrecérselo a alguien, implica reconocerle la espiritualidad, pues es un don para ser aspirado. Entendieron, en efecto, los antiguos, que a Dios se le rendía culto ofreciéndole el perfume (los diversos perfumes vinculados a los sacrificios). A ese criterio obedece la prescripción litúrgica que coloca al turiferario abriendo el cortejo sagrado de las procesiones. Con la progresiva espiritualización de la humanidad, se extendió primero, y luego se trasladó el concepto de perfume a las buenas obras: ése es en la Biblia, el perfume más agradable a Dios. La Iglesia, con el salmista, ve en el incienso un símbolo de la plegaria Dirigatur, Domine, oratio mea sicut incensum in conspectu tuo : diríjase, Señor, mi oración como incienso en tu presencia. Lo explicita el Apocalipsis en la imagen de los veinticuatro ancianos que tienen en sus manos los incensarios de oro llenos de perfumes, que son las oraciones de los santos: phialas áureas plenas odoramentorum, quae sunt orationes sanctorum.

El empleo antiquísimo del incienso en el culto no se constata pues sólo entre los hebreos , sino también en todas las liturgias paganas, las cuales, especialmente en Roma, lo usaban largamente. Es quizá por esto por lo que la Iglesia antigua, a pesar de que no le era desconocida la profecía de Malaquías, se abstuvo por tanto tiempo de adoptarlo en el servicio litúrgico. Tertuliano lo declara formalmente: el cristiano ofrece a Dios optimam et maiorem hostiam quam ipse mandavit, orationem de carne púdica, de anima innocente, de Spiritu Sancto profectam; non grana thuris unius assi arabicae arboris lacrymas (1). Y San Agustín, que refleja también el uso de Roma en el siglo IV, escribe: Securi sumus; non imus in Arabiam thus quaerere, non sarcinas avari negotiatoris excutimus. Sacrificium laudis quaerit a nobis Deus (2).

Con todo esto, los fieles lo usaban, pero en casa y en las reuniones festivas, para aromatizar el ambiente. Para este fin se sirvió a veces de él la Iglesia, como sabemos por el Liber pontificalis, el cual refiere de gruesos y preciosos incensarios donados por Constantino a la basílica lateranense y por otros en época muy posterior, no con fin litúrgico propiamente dicho, sino para llenar con su perfume las naves de la basílica. Este fue el origen del famoso botafumeiro compostelano, “despejar” el ambiente fuertemente cargado del sudoroso aroma de los peregrinos.

En Roma, el incensario hace su primera aparición durante los siglos VII-VIII, como gesto de honor tributado al papa y al libro de los Evangelios. El primer Ordo romano refiere que cuando el papa se dirige del secretarium al altar para la misa, un subdiácono cum thymiamaterio áureo praecedit ante ipsum, mittens incensum (3) (n.46). Que el incensario humeante tuviese el significado preciso de honrar al pontífice, resulta de cuanto el mismo Ordo nos dice en relación con la salida del clero de la iglesia estacional para ir al encuentro del papa, que llegaba para la celebración de la misa:… similiter et presbyter tituli vel ecclesiae ubi statio fuerit (va al encuentro) cum subdito sibi presbítero et mansionario thymiamaterium deferentibus in obsequium illius (4) (n.26). Lo mismo sucede en el regreso a la sacristía al final de la misa: Tunc septem céreostata praecedunt Pontificem, et subdiaconus regionarius cum thuribulo ad secretarium (5) (n.125). Un rito semejante se desarrolla para el canto del evangelio: el diácono va al ambón precedido por dos ceruferarios y por dos subdiáconos, de los cuales uno lleva el incensario y el otro le pone el incienso (n.II). La rúbrica del Gelasiano en la ceremonia del Aperitio aurium (6) describe el cortejo de los cuatro diáconos que llevan los cuatro Evangelios, praecedentibus duobus candelabris cum thuribulis (7).

Fue en el siglo IX, bajo la influencia de la liturgia galicana, dependiente a su vez de las liturgias orientales, cuando la Iglesia Romana introdujo en la misa la incensación: en primer lugar, la del altar; después, la del clero y la de las oblatas; hasta que en la primera mitad del siglo XIV, por lo que respecta al incienso en la misa, el Ritual se encuentra ya substancialmente conforme con lo prescrito por las rúbricas en vigor. Se nota sobre el particular cómo en un principio la incensación de las personas sagradas y de los fieles se cumplía arrimando a ellos el incensario de manera que pudiesen aspirar el perfume como un sacramental, Thuribula per altaría portantur — dice el V Ordo et postea ad nares homínum feruntur et per manum fumus ad os trahitur (8).

Siempre en relación con el honor del incienso dado al Evangelio, encontramos en seguida en las fiestas el uso de incensar el altar durante el canto de los dos cánticos evangélicos del oficio, el Benedictus en laudes y el Magníficat en vísperas. Alude por primera vez a una carta del 744 escrita desde Roma a San Bonifacio en Alemania; en el siglo XI era practicada universalmente.

También en la liturgia funeraria el uso del incienso fue considerado en la Iglesia antigua como una señal de honor y de respeto hacia el difunto. En este sentido se expresa el llamado testamento de San Efrén (+ 373), uno de los primeros testimonios de este género en Oriente. El cadáver de San Pedro de Alejandría (+ 311) fue llevado a la sepultura flammantibus cereis, fragrantibusque thimiatibus (9), y el de San Honorato de Arles (+ 429), praelata sunt ante feretrum ipsius arómata et incensum (10). A los difuntos muertos en la paz de Cristo era natural que fuesen asimilados los mártires, a las reliquias de los cuales fue también tributado el honor de los inciensos. San Gregorio de Tours narra que la traslación de las reliquias de San Lupiscino, en el 488, se hizo cum crucibus cereisque atque odor e fragrantis thimiamatis (11). Estos honores a los despojos del mártir han pasado al ritual de la Dedicación de las iglesias según el uso de Roma ( Ordo de San Amando, siglos VIII-IX), según el cual el traslado de las reliquias, para colocarlas en la nueva iglesia, tiene lugar triunfalmente entre los cirios encendidos y los thuribula cum thymiama (12), que humean en honor del mártir. Este homenaje del incienso a las reliquias ha quedado todavía en la incensación del altar, prescrita en la misa y en el oficio de vísperas y ejecutada extendiendo el perfume sobre la mesa, a los lados y delante, con el fin evidente de honrar a los mártires, cuyos huesos están guardados en el sepulcro debajo del altar. En la baja Edad Media, olvidadas las finalidades primitivas del incienso, fue dado a este gesto litúrgico un carácter preferentemente lustral, y por eso en la incensación del altar y de los cadáveres se vio un medio ut omnis nequitia daemonis propellatur; fumus enim incensi valere creditur ad daemones effugandos (13). Pero en la mente de la Iglesia la acción purificadora del incienso no emana de su valor intrínseco, sino de la bendición que se le da y que lo vuelve un factor de santificación. Por este motivo son incensados en la liturgia muchos elementos (cenizas, ramos, candelas, etc.) que constituyen los más importantes sacramentales de la vida cristiana.

El incienso, como veíamos, no recibía en un principio bendición alguna; quien llevaba el acerra (naveta) con el aroma, ponía sin más una parte en el turíbulo, llevado por un subdiácono o por un acólito. Y en el ceremonial del X Ordo romano (siglo x) fue reservado al obispo el poner el incienso, pero sin decir nada. La fórmula actual de bendición, per intercessionem beati Michaëlis… (14) aparece después del siglo XI, notando que los libros de este tiempo ponen Gabrielis en relación con la visión de Zacarías, mientras los misales posteriores lo sustituyen por Michaëlis, interpretando a su favor la célebre visión del Apocalipsis 8,3.

Los primeros incensarios ( thymiamaterium, incensarium ) tuvieron forma variada, como puede deducirse de lo que decíamos antes. Algunos eran fijos, apoyados sobre el pavimiento mediante un pie; otros se colgaban establemente del ciborio o en otro lugar; otros eran movibles, llevados en la mano mediante un mango, o bien, más comúnmente, tomados con cadenillas, según el uso actual. Del primer tipo tenemos una muestra en el Líber pontificalis, que entre los dones hechos por Constantino a la basílica lateranense enumera: Thymiamateria dúo ex auro purissimo, pensantes libras triginta; y otro: Thymiamaterium ex auro purissimo cum gemmis prasinis et hyacintis XLII pensans libras decem (15). Más aún, para el consumo del incienso está prevista una asignación anual de 150 libras de este aroma. De este tipo nos ha llegado un interesante ejemplar del siglo IV o del V, conservado en Mannheim. De la segunda forma, el mismo Líber pontificalis menciona un thymiamaterium aureum maiorem cum columnis et cooperculo (16), que el papa Sergio (+ 701) hizo colgar ante imágenes tres áureas B. Petrí Apostoli (17). De incensarios móviles encontramos la representación en los mosaicos de San Vital, en Ravenna y en el célebre marfil de Tréveris. Puede ser un ejemplar contemporáneo el incensario encontrado en Crikvenica (Dalmacia), entre las ruinas de una basílica cristiana. Lleva tres cadenillas y una pequeña palomita sobre la parte superior de la cubierta. En la copa había todavía residuos de carbón.

NOTAS:

  1. La mejor y mayor hostia (sacrificio) que él mismo nos encomendó es la oración absteniéndonos de las impurezas de la carne, con el alma inocente asistida por el Espíritu Santo; no los granos de incienso de un as (una libra, probablemente reducida ya a onza), lágrimas del árbol arábigo.
  2. Estamos seguros; no vamos a Arabia a buscar incienso, no sacudimos las alforjas del avaro negociador. Dios pide de nosotros el sacrificio de alabanza.
  3. Con el incensario de oro se avanza y se coloca ante él, poniendo incienso. El nombre “thumiamaterio” está formado a partir de thymiama , nombre griego del incienso.
  4. Del mismo modo el presbítero del título o de la iglesia en que se celebrase la estación, va a su encuentro con el presbítero de menor grado y con el mansionario (clérigo que vive en el recinto de la iglesia y sus dependencias), que llevan el incensario en su honor.
  5. Entonces siete portadores de cirios preceden al Pontífice, y el subdiácono regionario con el incensario hacia la sacristía.
  6. Apertura de los oídos.
  7. Precediendo dos candelabros con turíbulos (incensarios: del latín thus =incienso).
  8. Los incensarios se llevan por los altares y después se ponen ante las narices de los hombres y mediante las manos se lleva el humo hacia la cara.
  9. Con cirios encendidos e incienso fragante.
  10. Son llevados hacia su féretro aromas e inciensos.
  11. Con cruces y cirios y con el perfume del fragante incensario.
  12. Turíbulos con incienso.
  13. Para que toda maldad del demonio sea expulsada; el humo del incienso, en efecto, se cree que vale para ahuyentar a los demonios.
  14. Por la intercesión del bienaventurado Miguel.
  15. Dos incensarios de oro purísimo que pesan treinta libras; y otro incensario de oro purísimo con 42 piedras preciosas, esmeraldas y amatistas, que pesa diez libras.
  16. Incensario de oro mayor, con columnas y cubierta.
  17. Ante las tres imágenes de oro del bienaventurado Pedro Apóstol.

    Dom Gregori Maria