La descomposición del catolicismo, por Louis Bouyer (y III)

Conocí a un profesor protestante de teología pastoral que decía hace ya treinta años que si la Iglesia quisiera hacerse oír por el mundo, tendría que comenzar por procurar resumir su credo en una tarjeta de visita. En realidad Gaudium et Spes, la proclama del Concilio al mundo, es el más voluminoso de sus documentos, y de una lectura tan poco amena, que uno se pregunta cuántos de los mismos que lo votaron lo leyeron desde el principio hasta el fin….m y cuántos de los que lo han leído lo han comprendido. Tres objetos formales, como dirían nuestros maestros, se dan codazos en este documento, como los frères Jacques en su inolvidable parodia de un partido de fútbol, y el último para el tiempo tratando inútilmente de colarse a la primera línea. En un principio se quería, aun hablando entre bastidores tratar de darse ánimos para afrontar aquello que no se había observado nunca sino con una visión marginal. Se quería luego, y aquí fue donde se desplegó mayor prodigalidad, dar (¿al mundo mismo o en la Iglesia?, esto no aparece muy claro) una descripción de este mundo, en la que, desgraciadamente, la buena voluntad es más conmovedora que el rigor de los hechos y sobre todo que la precisión de los criterios. Y luego se tenía también la intención de anunciarle el Evangelio. Pero, aunque esta solicitud subyacente reaparece a todo lo largo del documento, como eco de la conciencia profunda, es innegable que el documento no logró expresarse claramente. Sería exagerado decir que se tiene la sensación de que los padres no osaban ya pedir nada al mundo. Más bien dan la sensación de no haber sabido exactamente qué decirle….Estas flaquezas de un documento abigarrado, incompleto, aunque de una prolijidad desalentadora (son siempre los predicadores que no saben exactamente lo que quieren decir, los que no acaban nunca de decirlo), no le impedían tener algunas buenas bases como punto de partida para un conato de recuperación, y el mero hecho de reconocer finalmente su urgencia habría sido quizá lo mejor que se hubiera podido esperar de tal asamblea.

Desgraciadamente, lo fuerte que contenía este texto no fue lo que despertó mayor eco. Hasta ahora, sus debilidades demasiado llamativas son prácticamente las únicas que han hecho escuela, y el rasgo se ha extremado de golpe hasta la caricatura.

La apertura al mundo que se proponía a los católicos, la conversión al mundo que se les sugería ¿en qué se han quedado para ellos, por lo menos para los que inmediatamente se apoderaron del micrófono y que monopolizan la prensa? Al escucharlos resulta difícil no evocar a estos salvajes de tieras remotas, que delante de un transistor, de una cadena de water o de un paquete de preservativos caídos repentinamente a su puerta, no saben sino caer de rodillas y creen a pie juntillas que el avión de carga que les ha arrojado esas maravillas no puede ser sino Nuestro Señor en persona.

Se ha hablado de postración delante del mundo para describir la moda de hoy en el pensamiento católico o en lo que lo remplaza. Realmente es decir muy poco. «No me gustan esas postraciones, no me gustan esas postraciones cobardes, todas esas sucias postraciones de esclavos», decía el Dios de Péguy. Hay que suponer que los católicos han oído por fin por lo menos esa palabra de Dios.

Pero las postraciones en cuestión de tal manera deben formar parte de su naturaleza, que no han podido hacer, no se les ha ocurrido, sino transferirlas a una divinidad menos hastiada de adoradores. Así multiplican las zalemas, amontonan los superlativos, se prosternan a porfía. Se piensa en la frase inaudita, hábilmente destacada por el canónigo Martimort en su estudio Le Gallicanisme de Bossuet: «Colgado de los pechos de la Iglesia Romana, me postro a los pies de Vuestra Santidad…» ¡Qué gimnasia, cielo santo! Los católicos de hoy, manteniéndose colgados de los pechos del progreso no acaban nunca de arrastrar el vientre por el suelo, a los pies más o menos hendidos de todos los becerros de oro que aquél ha hecho popular. Pero lo verdaderamente extraordinario es que, absortos en sus oraciones, no oyen la enorme carcajada que lanza poco a poco el mundo ante el espectáculo ofrecido por su servilismo maníaco. A decir verdad, hace ya tiempo que se había dejado de tomarlos en serio.

Pero ante este súbito e inesperado hormigueo a cuatro patas, de personas que os volvían la espalda desde hace generaciones, ¿qué queréis que se haga sino desternillarse de risa? Hay, sin embargo, en este mundo personas delicadas, más numerosas de lo que imaginan los católicos, que no sólo no se han embriagado con todo ese incienso rancio, desviado de Dios para el solo provecho de sus fosas nasales son que les da náuseas el hedor de esa humildad abyecta….

Los católicos de ayer eran incapaces de recibir ninguna lección del mundo. Ahora están convencidos como Mussolini, de que el mundo ha sempre raggione. Pero olvidan que el mundo no está compuesto únicamente de imbéciles y que todo lo que en él tiene lucidez se plantea cuestiones cada vez más angustiosas. Si la Iglesia puede tener todavía sentido para el mundo de hoy, hay que suponer que es capaz de responderle o, cosa quizá todavía más importante, de ayudarle a plantearse por fin las verdaderas cuestiones. ¿Qué queremos que haga con toda esa pandilla de histéricos, a los que la idea descabellada de que ya no hay problemas que no haya resuelto el mundo o que no esté a punto de resolverlos, basta para sumergirlos en un estado de delirio?

El aggiornamiento va de la mano con la apertura al mundo, aunque la desborda. El aggiornamiento que quería Juan XXIII, el que el Concilio, a tientas, como era inevitable, pero después de todo con vigor, había tratado de incoar, era el del escriba avisado que busca nova et vetera en un tesoro que había perdido la costumbre de frecuentar, estando como estaba totalmente ocupado en guardarlo y defenderlo, como un dragón arisco agazapado sobre su inútil tesoro. Y para responder finalmente a las necesidades del momento había que comenzar por dar de nuevo con las necesidades de siempre. El aggiornamiento que se nos propone y se nos quería imponer consiste simplemente en largar toda la tradición para saltarle al cuello a una futuridad que nade sabe exactamente qué figura tendrá. Pero la idea misma de una historia que para ir hacia su meta tuviera que abolir su pasado, es una de esas que han desaprobado los pensadores más modernos. Un Einstein no creyó ni un instante que con su obra estaba aboliendo a Newton: sabía mejor que nadie que, según el dicho de Pascal, podía escasamente montarse sobre sus hombros para procurar ver más lejos. Si hay algo cierto en el estructuralismo contemporáneo, es que el espíritu humano de nuestro tiempo, así como el de todos los que lo han precedido, trabaja dentro de marcos que han heredado y de los que no puede evadirse, como uno no puede tampoco saltar fuera de su sombra. Todavía más profundamente, las psicologías profundas no shan advertido que los que creen suprimir su pasado para emanciparse de él, no hacen más que reprimirlo en vano. Refugiado en el subsuelo de nuestra personalidad, corroe sus bases y nos veda todo desarrollo verdadero. Habría que comenzar por asumirlo francamente para que comience el verdadero presente, donde el futuro se construye libremente.

Con más razón hay que decir esto cuando nuestro pasado, como es el caso de los cristianos, lleva en sí la revelación única y definitiva de lo eterno. Esos católicos que sólo quieren mirar el punto omega, sólo pueden conservar a Cristo volatilizándolo en la pura mitología. Lo que dijo, lo que hizo, lo que es y será para siempre, ya no les interesa. Ya no lo guardan sino como un símbolo tribal vaciado de todo contenido y con el que están dispuestos a etiquetar cualquier cosa, con tal que sea o parezca nueva. No les preguntemos ya si creen todavía en su divinidad: os responderán muy ufanos que están más allá de esa cuestión. Sólo les interesa el futuro de la humanidad, es decir, lo que la nuestra, llegada a la edad adulta, tomando sola en la mano su destino, puede devenir (sea lo que fuere, un supermán o un mono con un ojo en la punta de la cola, que eso les tiene sin cuidado, con tal que sea algo nuevo o que por lo menos lo parezca).

Jesús, un Jesús ahora ya completamente humano, porque únicamente humano, no tiene ya para ellos otro sentido que el de ser la promesa, la garantía de esas mutaciones que se nos anuncian como inminentes. ¿Por qué fue elegido para este papel precisamente Jesús, más bien que cualquier otro personaje de la historia humana? Verdaderamente no se ve por qué…Seguramente la única fuerza de la costumbre que es tanto más tiránica en todos los que tienen la fobia de su pasado. Sin embargo, si hay un rasgo de la personalidad de Jesús que están acordes en reconocerle todos los historiadores, aun los más críticos, es que no vivía sino para Dios: el Evangelio del reino era para él lo que san Pablo resumiría felizmente en la fórmula: «Dios, todo en todos».

Pero Dios mismo ha muerto para estos neo-adoradores del mundo. Él les había dicho ya que no se puede servir a dos amos. Ellos han escogido. El mundo, Mammón, los ha acaparado inmediatamente. Como me decía poco ha una religiosa de la nueva ola: «Para mí mi religión sólo conoce la dimensión horizontal». Ahora bien, la dimensión horizontal por sí sola no ha constituido jamás una religión. Se ha lanzado, pues, por la borda la religión, después de haber hecho almoneda de lo sagrado. Pero como en un cristianismo desacralizado no había ya nada que hacer con el Cristo de la fe, ni tampoco con el de la simple historia, en un mundo irreligioso, consagrado finalmente en su profanidad moderna, Dios no ha tardado evidentemente, en convertirse en el vocablo más vacío de sentido que se pueda imaginar

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La descomposición del catolicismo, Louis Boyer. Ed. Herder, pp. 46 – 52.

3 comentarios

  
Chimo Vice
Isaac, más bien habría que titular el libro "La descomposición de las herejías" o "El renacimiento del catolicismo" por lo que leo. No alegremos la vista a los enemigos de la fe con el título de esta obra.
24/09/10 3:18 PM
  
Catholicus
Al escucharlos resulta difícil no evocar a estos salvajes de tieras remotas, que delante de un transistor, de una cadena de water o de un paquete de preservativos caídos repentinamente a su puerta, no saben sino caer de rodillas y creen a pie juntillas que el avión de carga que les ha arrojado esas maravillas no puede ser sino Nuestro Señor en persona
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Menuda descripción tan acertada de la mediocridad de estos años pasados de la tonto-progresía.
25/09/10 4:37 PM
  
solodoctrina
Opino que al P Bouyer Iglesia de Dios le quitó con justicia el capelo cardenalicio, en virtud de la publicación de este libro.

Libro que está plagado de abstracciones, simplificaciones y acusaciones genéricas: a los obispos, a los teólogos, a la prensa, al Concilio Vaticano II.

Una pena, ya que esta obra contiene algunos pocos análisis muy interesantes, hechos en tono positivo y sereno, a los cuales se pueden atender por ser innovadores. Se perdió una posibilidad, entonces, de contar con una obra en conjunto creadora y profunda.
27/09/10 3:07 PM

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