El purgatorio (I)

La doctrina católica sobre el purgatorio se concretó eclesiásticamente en los dos concilios medievales donde se intentó la reconciliación con las iglesias orientales. De nuevo se formuló en Trento, al rechazar las tesis de los protestantes.

En el Nuevo Testamento no se desarrolló totalmente la cuestión de la «situación intermedia» entre la muerte y la resurrección, sino que la dejó abierta, situación que se aclaró poco a poco con el desarrollo de la antropología cristiana y su relación con la cristología. Como se ha visto más arriba, la decisión tomada en la vida se cierra de modo definitivo con la muerte, pero eso no implica necesariamente que el destino definitivo se alcance en ese momento. Puede ser que la decisión fundamental de un hombre se encuentre recubierta de adherencias que haya que limpiar. Esto es lo que se llama en la tradición occidental, «purgatorio».

La Iglesia oriental, por el contrario, mantuvo la idea de la situación tal como la dejó San Juan Crisóstomo, de modo que la doctrina sobre el purgatorio apareció en forma de controversia en los concilios de Lyon (1.274) y Ferrara-Florencia (Bula de Unificación de los Griegos, 6/7/1.439). En síntesis podemos decir que los ortodoxos rechazan la doctrina de un castigo y una expiación en el más allá, pero tienen en común con los latinos la plegaria por los difuntos, que se puede llevar a cabo con oraciones, limosnas, buenas obras y también, y de modo especial, ofreciendo la eucaristía por ellos. En las antípodas se encuentran los protestantes que ven en ello, especialmente en la «misa por los difuntos», que un ataque contra la suficiencia contra la suficiencia universal expiatoria de la muerte de Cristo en la cruz, y, desde luego, no admiten ninguna clase de expiación a causa de su doctrina sobre la justificación.

Las primeras fuentes de la doctrina sobre el purgatorio nos remiten al ámbito del judaísmo primitivo. Así en 2 Mac 12, 32-46 se relata el hallazgo de amuletos paganos en los cuerpos de los caídos judíos. Su muerte se interpreta como castigo por apartarse de la ley. El relato nos narra que se tuvieron preces cultuales por los caídos, orando para que el pecado cometido fuese borrado. Se procuró además que se ofreciera en Jerusalén un sacrificio expiatorio. El texto no dice nada sobre el efecto purificador de dichas precies ni se imagina una «situación intermedia» de los pecadores.

Más explícitos resulta el apócrifo de la Vida de Adán y Eva (siglo I d.C.), que habla de la tristeza de Set por la muerte de Adán y de la misericordia de Dios, anunciada por Miguel: «Levántate de junto al cuerpo de tu padre, ven a mí y mira lo que Dios ha determinado sobre él. Es su imagen y por eso ha tenido misericordia de él». Pero esa misericordia implica, con todo, castigo. «Y entonces vio Set que Dios tenía a Adán en su mano extendida, entregándolo a Miguel, al tiempo que le decía: que esté en tu mano hasta el día de la manifestación, que se le castigue hasta los últimos años, cuando yo cambie su sufrimiento en alegría. Entonces se sentará sobre el trono de aquel que le echó una zancadilla». Aquí se ve con claridad una especie de purgatorio en el que el sufrimiento expiatorio de las almas representa la preparación para la salvación definitiva.

Para rastrear la doctrina del purgatorio en el Nuevo Testamento nos remitiremos a los Padres. Cuando ellos se ocupan del purgatorio remiten a 1 Cor 3, 10-15, donde leemos lo siguiente: «Según la gracia de Dios que me fue dada, yo, como sabio arquitecto, puse los cimientos, otro edifica encima. Cada uno mire cómo edifica, que cuanto al fundamento, nadie puede poner otro son el que está puesto, que es Jesucristo. Si sobre este fundamento uno edifica oro, plata, piedras preciosas o maderas, heno, paja, su obra quedará de manifiesto pues en su día el fuego lo revelará y probará cuál fue la obra de cada uno. Aquel cuya obra subsista recibirá el premio, y aquel cuya obra sea consumida sufrirá el daño; él, sin embargo, se salvará, pero como quien pasa por el fuego». El purgatorio adquiere su sentido estrictamente cristiano. En su sentido plenamente cristológico, es el Señor el mismo fuego juzgador, que transforma al hombre haciéndolo «conforme» a su cuerpo glorificado (Rom 8,29; Flp 3,21). Precisamente en este pasaje se nos pone en claro cuál es el significado esencial del purgatorio. No es una especie de campo de concentración – por llamarlo de alguna manera – tal como piensa Tertuliano, donde el hombre tiene que purgar penas que se le imponen de una manera más o menos positivista. Sino que es más bien el proceso radicalmente necesario de transformación del hombre gracias al cual se hace capaz de Cristo, capaz de Dios, y, en consecuencia, capaz de la unidad con toda la communio sanctorum (1).

Respecto a la oración de los difuntos, hay que decir que el ser del hombre no es una mónada cerrada, sino que se encuentra referido a los demás en el amor y en el odio y está inmerso en ellos. El decir que también los santos «juzgan» significa que el encuentro con Cristo es encuentro con todo su cuerpo, con mi culpa contra los miembros sufrientes de este cuerpo y con su amor que perdona, un amor que brota de Cristo. Por el juicio que ejercen es por lo que están dentro de la doctrina sobre el purgatorio en su cualidad de orantes y salvadores, y dentro igualmente de la práctica cristiana correspondiente. El amor vicario es un dato central en el cristianismo, y la doctrina sobre el purgatorio dice que para este amor no existe la frontera de la muerte. Las posibilidades de ayudar y beneficiar no se agotan para el cristiano con la muerte, sino que abarcan a toda la comunión de los santos de este y del otro lado de la muerte. La posibilidad y hasta el deber de corresponder a ese amor que va más allá delos sepulcros constituyen incluso el dato verdaderamente radical de esta corriente de la tradición, que se expresa tan claramente en 2 Mac 12,42-45 (y quizás ya en Eclo 7,33)(2).

(1) Ratzinger, op.cit., p. 247.
(2) Ibid p. 249.

3 comentarios

  
Luis López
Indirectamente el Señor pudo referirse al Purgatorio cuando hablando del pecado contra el Espíritu Santo señaló que este pecado no se perdonaría "ni en esta vida ni en la otra" (Mt. 12,32), abriendo la posibilidad de que unos pecados pudiesen ser purificados post mortem.

Se ha señalado también la Parábola del siervo despiadado (Mt. 18, 23-34): el Señor entregó al verdugo a su siervo cruel (por no perdonar a su semejante) "hasta que pagase la deuda". El sufrimiento del mal siervo no es definitivo, pues una vez que salde la deuda con su Señor alcanzará de nuevo su amistad.
09/11/09 1:58 PM
  
jose de maria
Buen comentario Luis Lopez
10/11/09 1:13 AM
  
Isaac García Expósito
Luis López: Muy interesante. Muchas gracias.
10/11/09 12:58 PM

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