InfoCatólica / La Esfera y la Cruz / Categoría: Religión

21.02.14

Compaginando los relatos de la resurrección (parte II)

En esta segunda parte, abordamos algunos de los aspectos que más llaman la atención del del relato de la resurrección: la intervención de los ángeles.

¿Quién quitó la piedra del sepulcro?

Todos los evangelios mencionan de una u otra forma la piedra que cubría la entrada del sepulcro, incluso San Marcos señala que las mujeres se preguntaban quién podría quitarla para que ellas pudieran entrar, pero el de San Mateo es el único que registra la intervención de un ángel para removerla. Esta obvia intervención sobrenatural ha generado dudas acerca de que tal evento haya realmente ocurrido, y por eso livianamente se ha atribuido este párrafo a una interpolación posterior.

El segmento en cuestión señala:

2 De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Angel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. 3 Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos.

Ya hemos explicado nuestros cuestionamientos a la teoría de la interpolación y lo difícil que sería ejecutarla, pero en este caso hay otros datos en contra de esa posibilidad.

De partida, este párrafo no está aislado dentro de la narrativa, sino que se encuentra precedido por el énfasis que San Mateo pone en el gran tamaño de la piedra que tapaba la entrada al sepulcro, y una larga explicación que justifica la presencia de los guardias en el lugar. Esto implica que, para introducir este párrafo en una copia temprana de evangelio original, el supuesto falsario habría tenido que intervenir no sólo agregando este párrafo, sino que además la mitad del capítulo anterior, referido a los preparativos de la sepultación, lo que hace mucho más difícil cometer la adulteración, y más improbable que haya ocurrido.

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19.02.14

Compaginando los relatos de la resurrección (Parte I)

Entre los comentaristas de la entrada anterior, acerca de la historicidad de los evangelios, vivo interés han provocado las presuntas incoherencias que creen observar los escépticos entre los relatos de la resurrección de NSJC que nos proporcionan los cuatro evangelios canónicos.

Es un tema por demás interesante y desde luego fundamental para la teología cristiana (ya que “si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe” y todo eso), de modo que dedicaremos esta entrada a leer con atención esos relatos, y verificar si existen tales contradicciones.

Un par de “claves” para la interpretación, que nos ayudarán a dilucidar este enigma, son la distinción que debemos hacer entre los evangelios sinópticos y el de San Juan, y el principio de que el silencio no implica contradicción.

La primera clave se refiere a la marcada diferencia que desde un inicio los cristianos notaron entre los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, por una parte, y el de Juan. En efecto, los evangelios sinópticos siguen una estructura similar en cuanto a la secuencia de los hechos, los milagros e incluso las palabras que emplean para relatar los mismos episodios; mientras que el de San Juan parece esmerarse en relatar hechos no contenidos en los otros tres evangelios, consignar otros milagros –a los que llama “signos”—, y en general entregar una perspectiva diferente, mucho más elevada o teológica, de los eventos de la vida de NSJC. A partir de estas observaciones, en general se entiende que el evangelios según San Juan fue el último en ser escrito y que su autor tuvo a la vista el trabajo previo de los otros tres evangelistas.

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4.01.14

El salario del pecado

Furias

Rom 6,23 Porque el salario del pecado es la muerte, mientras que el don gratuito de Dios es la Vida eterna, en Cristo Jesús, nuestro Señor.

Así nos advierte San Pablo clara y directamente, acerca de la opción fundamental que se nos presenta: el pecado y la muerte, por un lado, o NSJC y la vida, por otro.

Puesto así, todos deberíamos ser santos, pero el pecado sigue siendo una realidad en nuestras vidas, porque, aun cuando reconozcamos que no hacemos lo correcto, nos engañamos en pensar que es necesario o inevitable, un medio para arribar a un fin bueno. Al mismo tiempo, la consecuencia sobre las que nos advierte el Apóstol, la muerte, se siente como algo lejano en nuestra vida diaria, y así fácilmente se olvida.

Pero San Pablo se refiere sólo a la muerte del cuerpo sino especialmente de la espiritual, y más aún, enseña que el pecado es en sí mismo un castigo. En la misma carta a los romanos dice:

1:21 en efecto, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias como corresponde. Por el contrario, se extraviaron en vanos razonamientos y su mente insensata quedó en la oscuridad. 22 Haciendo alarde de sabios se convirtieron en necios, 23 y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes que representan a hombres corruptibles, aves, cuadrúpedos y reptiles.

24 Por eso, dejándolos abandonados a los deseos de su corazón, Dios los entregó a una impureza que deshonraba sus propios cuerpos, 25 ya que han sustituido la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a las criaturas en lugar del Creador, que es bendito eternamente. Amén.

26 Por eso, Dios los entregó también a pasiones vergonzosas: sus mujeres cambiaron las relaciones naturales por otras contrarias a la naturaleza. 27 Del mismo modo, los hombres dejando la relación natural con la mujer, ardieron en deseos los unos por los otros, teniendo relaciones deshonestas entre ellos y recibiendo en sí mismos la retribución merecida por su extravío.

28 Y como no se preocuparon por reconocer a Dios, él los entregó a su mente depravada para que hicieran lo que no se debe.

Este fragmento de la Escritura no se refiere al problema de algunos romanos con la idolatría, sino que describe un verdadero itinerario de descenso progresivo en la vida espiritual, que puede ocurrirnos a todos. El proceso se inicia en lo más alto, haber conocido a Dios, y desde ahí comienza a bajar, pasando por dejar de darle gloria, luego no dar gracias como corresponde, extraviarse en justificaciones y hacerse necios, para terminar cambiando la gloria de Dios por la de los ídolos. Sólo una vez que el hombre ha llegado a ese punto es que Dios lo castiga, abandonándolo a su pecado.

En algunos casos, ese vínculo entre pecado y castigo todavía es evidente, como sucede con el consumo de drogas, y por ello todavía hablamos de ese fenómeno como un “vicio”. Aquí San Pablo usa como ejemplo de este camino, las inmoralidades en el ámbito de la sexualidad, lo que puede resultar chocante a una audiencia moderna, pero no debemos olvidar que hasta hace apenas 60 años, todo tipo de “prácticas alternativas” en este ámbito conllevaban graves enfermedades, frecuentemente con consecuencias visibles, como por ejemplo la sífilis, que cubría el cuerpo de pústulas y provocaba la caída de carne del rostro.

El versículo 28 termina con un resumen: El que parte por no reconoce a Dios, terminará depravado (del lat. pravus, torcido, desviado, malformado) ; y con esto confirma que el principal castigo del pecado es su misma naturaleza, que nos aleja de Dios. A lo largo de este descenso Dios nos acompaña a cada paso, llamándonos para que volvamos a Él, y sólo como medida desesperada nos abandona al pecado, para que ese castigo inherente nos haga reflexionar y regresar.

En conclusión, el precio del pecado es la muerte en el futuro, y el pecado mismo en lo inmediato.

Sin embargo, no podemos dejar de mencionar que en nuestra vida cotidiana, esto de que el pecado sea su mismo castigo, es una conclusión extraña y sorprendente. Después de todo, habitualmente el pecado se nos presenta como una tentación, algo atractivo, y si pecar implicara un claro sufrimiento, nadie lo cometería, así como nadie entra a la cárcel voluntariamente.

Algo de la respuesta a esta paradoja había intuido yo en una entrada anterior de este mismo blog, pero en su artículo The Furies of Conscience, el profesor de Filosofía en la Universidad de Texas, J. Budzisezwski (se pronuncia Buducheski),  explica y profundiza mucho mejor los fenómenos que se producen en el ser humano cuando hacemos del pecado una parte integrante de nuestra vida e identidad.

El profesor Budzisezwski utiliza la imagen de las míticas Furias (espíritus vengadores que acosaban incesantemente a los culpables de un crimen, hasta llevarlos a la locura y el suicidio) para hablar del precio que nos impone la conciencia, y de los efectos que sufrimos cuando nos negamos a pagarlo. Así, el artículo identifica cinco “furias”:

El remordimiento: La culpa es el sistema nervioso del alma, es decir, cuando se activa es señalo clara de que algo anda mal. Sin embargo, quien no puede admitir haber hecho algo malo tiene la necesidad de acallar su conciencia, y frecuentemente esto deriva en conductas adictivas o de alcoholismo. En otros casos la culpa lleva a extrañas “compensaciones morales”, y así vemos que los mismos que jamás admitirían que haya algo malo con el aborto, son los campeones de los derechos de los animales.

La confesión: Ante la conciencia del pecado, nuestro primer impulso es admitirlo, pero cuando nuestra voluntad se niega a hacerlo, surge en nosotros la compulsión de contar una y otra vez lo que hemos hecho, pero presentándolo como algo bueno y loable y esperando que la aprobación de los demás convierta nuestro pecado en una virtud. Lamentablemente en nuestra cultura este tipo de historias han encontrado un importante mercado en cierto tipo de literatura “de confesión”, y que es comúnmente recibida con alabanzas por su sinceridad y pasión.

La expiación: Todo pecado demanda una reparación del mal causado, los católicos tenemos acceso a ella en la penitencia, y los que no lo son, a través de un corazón contrito y humilde. Pero los que han cerrado la puerta esa posibilidad (¿por qué debería pagar nada, si no he hecho nada malo?), deben recurrir a formas alternativas de expiación, que se traducen en más sufrimiento y en definitiva no sirven para nada y muchas veces agravan el pecado. Así, el profesor Budzisezwski relata el caso de mujeres que, luego de abortar a su primer hijo, vuelven a hacerlo con el segundo, porque la culpa les dice que son indignas de ser madres; y la exigencia de expiación, que no han sufrido lo suficiente por su primer aborto.

La reconciliación: Todo pecado grave, sea conocido o no por los otros, afecta a la comunidad, y por eso es que no basta con confesarlo directamente a Dios sino que lo hacemos ante un sacerdote, como representante de la Iglesia. Cuando esta vía no está disponible, esta furia nos dice que no podemos mirar a los demás cara a cara y nos lleva a apartarnos de la sociedad. Pero como no podemos vivir aisladamente, terminamos vinculándonos con otros que han cometido el mismo pecado, y una vez rotos los vínculos con la sociedad e insertos en esta comunidad alternativa, el pecado que nos llevó ahí se profundiza y pasa a formar parte de nuestra identidad.

La justificación: Cada una de las perversiones de la justicia que hemos descrito de alguna forma expresan nuestra capacidad para inventar excusas, para justificarnos y explicar por qué lo que nuestra conciencia nos muestra como malo, no lo es realmente. Sin embargo, el verdadero peligro de esta furia en particular es que nos obliga no sólo a defender el pecado cometido, sino además otros que originalmente no queríamos justificar. Así, un supuesto derecho al placer sexual que en un principio motivo la revolución de la píldora anticonceptiva, haya su consecuencia lógica en la aceptación del aborto, conclusión que ciertamente habría horrorizado a nuestros abuelos.

Hasta aquí el brevísimo resumen del artículo de J. Budzisezwski. Les recomiendo que lo lean, porque explica en mucho más detalle y con ejemplos cada uno de los puntos.

Lo que más me impresiona de este fenómeno es cómo, llegado un cierto punto de depravación, las furias comienzan a “tirar” de alma en diferentes y opuestas direcciones: al tiempo que confesamos y creamos nuevas relaciones en torno a nuestro pecado, caemos en conductas adictivas y auto destructivas.

Para mí, es una de las exposiciones más claras acerca de la forma como nos afecta el pecado, y que conviene tener siempre presente para darnos cuenta cuándo estamos huyendo de las furias y lo que debemos hacer realmente.

5.12.13

Acción de gracias

El fin de semana recién pasado asistí a una cena de acción de gracias. Y no me refiero a la que hacen los gringos por esta época del año, bajo las órdenes del gobierno federal y las casas comerciales, sino a la que celebramos los católicos cada domingo. Porque la misa es ante todo un sacrificio, y también un acto de comunión, pero no podemos olvidar que además es acción de gracias.

¿Se imaginan lo difícil que debió hacer sido agradecer para los primeros cristianos? Reunidos en una catacumba húmeda y oscura, a la que llegaron a escondidas de guardias y ciudadanos romanos que los culpaban de todo lo malo que ocurría en su ciudad, muchos de ellos habrían perdido sus bienes o algún familiar que hubiera terminado en el circo devorado por leones. Para ellos sí que debió ser difícil escuchar al sacerdote decir “levantemos el corazón” (es decir, “¡ánimo, alégrense!") y responder “lo tenemos levantado hacia el Señor".

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19.11.13

¿Honrar a tu padre y a tu madre?

En el blog de Luis Fernando, un visitante consulta:

Nunca he entendido lo de "honraras a tu padre y a tu madre"… ¿Qué quiere decir honrar¿ ¿Es lo mismo que obedecer?

El Catecismo de la Iglesia Católica explica que en este mandamiento, la ley divina expresa el bien que implica la familia y, a través de ella, la naturaleza social del hombre y el adecuado orden que debe existir en la comunidad. Por eso, en mi opinión, no debe sorprendernos que el cuarto mandamiento tome precedencia sobre el quinto, que nos ordena no matar, pues es más grave destruir a toda la comunidad, que a un individuo.

En lo que preocupa al lector de Luis Fernando, el Catecismo indica que “El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud” y “se expresa en la docilidad y la obediencia verdaderas” (2215 y 2216). Luego, distingue tres etapas en el desarrollo de esa relación:

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