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10.02.17

Sobre resguardar el territorio conquistado

Dado que el clima por estas latitudes se muestra instable, que la ambigüedad moral dentro y fuera de nuestra amada Iglesia es el pan de cada día y que, del mismo modo, para muchos sectores de la sociedad no es fácil encontrar equilibrio económico, he debido reconocer que, bajo estas condiciones, no habrá cuerpo que aguante.

Seguir los eventos que a diario, en lugar de aportar el necesarísimo balance provocan mayor zozobra, no parece ser la solución razonable; tampoco lo es meter la cabeza en el agujero como el avestruz, sin embargo, si hubiese que meterla para resguardar la salud de cuerpo y alma, habrá que hacerlo o, al menos, retirarse, detenerse, silenciarse por el tiempo que sea necesario pero, además, pedir a Dios la ayuda para descubrir nuevas maneras de intimidad con Él a fin de permanecer a su servicio.  

Sobrevivir a la alternancia del frío y calor, al estado financiero mundial y al dichoso Relativismo que por más ideológico que lo presenten es y será la mejor arma que contra Dios y por odio a los hombres, ha logrado desarrollar el demonio a quien, aunque vencido está, se le ha permitido mortificarnos por lo que, como Job hemos de reconocer, tendría que servir para mayor gloria de Dios y santificación nuestra.

Santidad es lo que resuena en mi cabeza. “Busca mi rostro”, escucho. “Tu rostro busco, Señor”, respondo. “No me escondas tu rostro”.

Unidos al coro celestial de los Apóstoles, a la multitud de los Profetas y al ejército de los Mártires, seremos el ejército de Resistencia que, ante todo, buscará su rostro en lo que pareciera ser tierra de nadie pero que no es otra cosa que territorio conquistado por la Sangre del Cordero.

El instructivo que nos servirá para resguardarlo lo tenemos  en los cuarenta días de Jesús en el desierto: ayuno, silencio, penitencia y oración ante las múltiples y diversas tentaciones. 

“Tu rostro buscaremos, Señor. Así se nos vaya la vida en ello. No permitiremos que arrebaten el territorio conquistado. Mantennos firmes en tu gracia. Que este amargo y oscuro pasaje de la historia sirva para que lleguemos a Ti habiéndote permitido colocar en nuestro pecho un corazón de carne. Uno que, como el tuyo, llora y muere por los pecados del mundo. Qué más quisiéramos, Señor, que llegar ante tu presencia con un corazón semejante al tuyo. ¡Qué más quisiéramos!”

Pues bien, todo lo anterior sirva para declarar que, debido a las penas que me somete este pontificado, ya no soy quién fui hasta el día en que fue electo papa Francisco; de tal modo que deberé descubrir con ayuda de Dios quién seré de aquí en más. 

Adelanto que se vislumbra alegre, bello e interesante ya que, para empezar, me he inscrito en un taller de oración, estoy asistiendo a misa casi a diario, yendo a la Hora Santa, rezando el rosario en comunidad, rezando la Liturgia de las Horas con mayor frecuencia, orando cuando noto movimiento en mí alma y, a la vez, procurándola; pensando en los demás antes que en mi misma, saliendo para encontrarme con mis semejantes. Sosteniendo, consolando a la vez que aceptando lo que se me ofrece y que, en su mayoría, es más de lo que esperaba o merecía.

Sospecho que el clima recrudecerá, la ambigüedad moral alcanzará límites que no imaginamos y que, si mejora la situación económica, habrá que utilizar los recursos para el crecimiento del Reino de Dios en el servicio a los demás.

Cierto, nunca seré de quienes podrían ni remotamente rechazar la autoridad del papa; sin embargo, daré la cara por Cristo y por mis hermanos que podrían sufrir debido a su fidelidad, así fuera que me declararan excluida de la Iglesia.

 

“Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron”