Naturaleza y providencia cristiana frente al helenismo.

Desde cualquier punto que quiera considerarse, en el cristianismo la naturaleza tiene como origen y como fin un orden sobrenatural. El hombre es, en última instancia, una imagen de Dios y la felicidad a que aspira es a la de la bienaventuranza eterna para la que fueron establecidos su intelecto y su voluntad. Definitivamente el cristianismo no puede concebir otro objeto más noble del intelecto y la voluntad humana que el de un ser trascendente ante el que ha de responder. Pero además del hombre, todo el universo físico es una creación de Dios hecha para su propia gloria. De modo que todo el mundo lleva implícito el amor que atrae toda su acción hacia Dios. Cada existente, está en dependencia en su eficacia y en su ser, de la Voluntad omnipotente de Dios que lo ha creado, lo conserva y le provee de todo lo necesario para desarrollarse. Por eso la visión de la naturaleza en el cristianismo no es la de la filosofía griega ni la de las ciencias experimentales modernas. En el cristianismo, los entes de la naturaleza son substancias activas, cuya esencia es causa de movimiento, mientras la naturaleza es el conjunto de los entes naturales. En el cristianismo las causas manifiestan la esencia o naturaleza, es decir, su carácter necesario. Porque de hecho los efectos que se producen generalmente nos conducen a la necesidad de las causas.[1]

Si comparamos la concepción cristiana medieval del mundo con la concepción científica de hoy, es evidente que el universo era muy poco conocido desde el punto de vista científico experimental. Sin embargo, cuando los medievales consideran la naturaleza al margen de los seres libres, aceptan que los movimientos de los cuerpos inferiores son causados por los movimientos de los cuerpos celestes, de modo que los fenómenos del mundo sublunar son regidos por los movimientos de los astros.[2] Aunque no contaron con los avances de las ciencias experimentales,  los medievales alcanzaron una mayor profundidad que los científicos actuales en el conocimiento de las características esenciales de la naturaleza. Y esto se debió a que alcanzaron la causalidad última de la naturaleza aun cuando no tuvieron los recursos técnicos para conocer la causalidad próxima como se conoce en la actualidad.

Para profundizar un poco en esto, pensemos en el azar del peripatetismo griego. La casualidad para los medievales no es un puro indeterminado o algo que existe sin causa como lo fue para algunos griegos, sino que lo concibe como algo incompletamente determinado. Por eso con respecto a la causa eficiente es algo accidental porque ella no lo produce en vista de un fin. Sin embargo, en el cristianismo en sentido estricto no hay casualidad porque todo tiene o depende de un orden racional del cual recibe su existencia. Esto sucede porque todo en el mundo cristiano es obra de Dios y nada escapa a su providencia. En sentido estricto nada sucede por casualidad en el universo. De modo que los cristianos sólo pudieron aceptar la postura aristotélica del azar con una validez condicionada. El azar cristiano es la intersección accidental de dos series de causas de las cuales ningún fin humano determina su encuentro. Pero como nada escapa a la providencia divina, en ese plano no puede haber casualidad. Lo que parece accidental y azaroso depende del orden de la providencia que dispone todo con su sabiduría para que cada cosa del universo llegue en tiempo y forma al lugar que Dios ha dispuesto.[3]

En el cristianismo los defectos son permitidos por Dios en vista de un fin. La naturaleza cristiana sólo sigue la ley que Dios ha establecido en ella.[4] Los griegos aceptan la indeterminación, mientras la Filosofía cristiana sostiene que el aparente desorden de la naturaleza, en realidad no es desorden porque responde a las leyes de una Inteligencia superior. Pero, además, los griegos admiten también una necesidad antirracional que es el destino fatum, y que el cristianismo no puede aceptar. En el cristianismo no existe la fatalidad de los griegos, es decir, acontecimientos que responden a un orden necesario pero independiente de la voluntad de los hombres y de la voluntad de Dios. El único fatum que puede aceptarse en el cristianismo es el de la Voluntad de Dios que prescribe leyes a la naturaleza.[5] De suerte que, la providencia es otra aportación importante del cristianismo en cuanto es la inteligencia que comprende toda naturaleza y toda ley. Y el destino no es otra cosa que el orden universal, que es uno con la providencia y que rige las cosas conforme al orden establecido por Dios. Todo lo que está sometido al “destino”, lo está a la providencia porque la providencia es el principio del destino y el destino queda contenido dentro de la providencia al punto que queda absorbido por ella.

Aristóteles admite un azar absoluto y por tanto niega el Destino. Pero hay otros griegos como los estoicos que niegan la casualidad o el azar y quieren someterlo todo, aun lo aparentemente fortuito, a la influencia de los cuerpos celestres y dan el nombre de Destino a las leyes de los astros. Frente a estas posturas está la doctrina cristiana de la libertad humana que escapa a la necesidad de los astros y en la que todo lo que parece azaroso no puede ser explicado con el destino, porque su razón última de ser está en la providencia divina. Por eso en el cristianismo, la providencia divina es la que explica los acontecimientos que parecen fortuitos de modo que Santo Tomás sostiene que el término destino es mejor evitarlo o callarlo.[6]

Como vemos hay un abismo entre la concepción griega de la naturaleza y la concepción cristiana que involucra la creación y la providencia. La concepción de los futuros contingentes es radicalmente opuesta. Aristóteles acepta los futuros contingentes porque reconoce la causalidad. Lo que por esencia es accidental, escapa al orden de lo necesario y pertenece a lo contingente. Pero lo fortuito es lo que no tiene causa y por lo mismo no es objeto de ciencia ni de previsión. Si se pudiera prever sería porque está determinado y eso se opone a su naturaleza contingente. Por otra parte, los estóicos, la previsión de lo porvenir es posible por medio de la adivinación basada en la doctrina del Destino que excluye todo lo contingente. Como vemos, estas dos posturas se oponen porque, o se acepta lo contingente y se niega que sea previsible, o se acepta la previsión negando la contingencia. El cristianismo se enfrentó a estas dos posturas aceptando la contingencia y la previsibilidad, porque separa lo contingente de lo azaroso y lo determinado del destino. Esa es la gran aportación del cristianismo que se separa de la visión griega del universo.

El cristianismo acepta la libertad y la presciencia divina. Porque siendo Dios creador y providente, creó las causas y por lo mismo sabe lo que estas son, lo que serán y lo que harán. En cuanto a las causas libres, sabe muy bien lo que las causas libres van a hacer. Por eso en el orden físico todo lo que para nosotros es accidental, está bajo la providencia y la presciencia de Dios que ha dispuesto esos concursos. Y en lo que se refiere a las creaturas libres, Dios sabe lo que harán con sus actos libres sin impedir la libertad. Porque Dios sabe que los entes libres realizarían esos actos fundando de ese modo la libertad. Dios funda la libertad humana con su presciencia que es su providencia que funda la libertad.

El azar aristotélico irracional e imprevisible, bajo la perspectiva cristiana es racional y previsible. El destino fatal estoico que eliminaba el azar y la contingencia, es superado por la doctrina cristiana en que la providencia prevé, como el Destino, pero respeta la contingencia.[7] En el cristianismo el orden de las cosas es perfectamente visto por Dios, pero eso no significa que no haya libre albedrío. La libertad forma parte del orden de la causalidad que Dios conoce mediante su presciencia. Dios sabe por anticipación todas las causas porque sabe que son causas de lo que hacemos. A Dios nada se le escapa porque Dios conoce todo tal como lo ha creado, y entre lo creado encontramos lo necesario, lo contingente y lo libre.

Pero además en el cristianismo con la omnipotencia divina entra una noción más que es la de milagro como un hecho sobrenatural en el universo creado. Y aunque en sentido amplio, en el cristianismo todo es un milagro, en sentido estricto los milagros son aquellos que se producen fuera del curso y del orden habitual de la naturaleza. No se trata de cosas espectaculares, porque lo más admirable y espectacular es lo que vemos todos los días al contemplar el universo. Sin embargo, lo que sale del curso habitual de la naturaleza es algo extraordinario para nosotros, aunque no lo sea para Dios. A nosotros nos puede parecer que un milagro va en contra del orden de la naturaleza, pero en el cristianismo eso no puede ser porque Dios es su autor y la naturaleza no puede dejar de ser lo que Él ha hecho de ella. Lo que procede de la inteligencia y de la voluntad de Dios no puede estar en contra de Dios.  Y es que la naturaleza, vista desde el cristianismo, no procede de Dios por emanación necesaria, sino por un acto libre de Dios que en cualquier momento puede producir los efectos de las causas segundas prescindiendo de ellas, o incluso puede producir efectos que las causas segundas no pueden producir. Aunque el milagro sea algo irracional para nosotros, es completamente racional visto desde Dios. Y esto sucede porque por encima de la ley natural, está otra ley más alta que es Dios mismo.[8] La potencia obediencial es la posibilidad que tiene la naturaleza, en sí misma, de llegar a ser lo que Dios quiere que llegue a ser. Dios puede todo lo que no implica una contradicción lógica, es decir, todo lo que es posible, aunque sea imposible para nosotros. La potencia obediencial es, por tanto, pura posibilidad pasiva que no implica ninguna capacidad natural de actualidad. Aunque es posibilidad real porque Dios puede todo lo posible y por eso de hecho realiza muchas de esas cosas posibles. Además de lo que la naturaleza puede lograr por sí misma, está lo que la naturaleza puede llegar a ser por la voluntad de Dios.

La naturaleza en Aristóteles y en el mundo griego, no es creada por Dios y no recibe influencia divina. La naturaleza cristiana se apoya en la necesidad del Ser divino del que participa su ser. Y por eso las naturalezas, al ser creadas están abiertas a lo que Dios puede hacer de ellas en el orden sobrenatural.  De hecho, la visión beatífica del hombre es la naturaleza misma del hombre a imagen de Dios que le da la capacidad de conocer. Dios da la gracia al alma porque el alma es susceptible de recibirla en cuanto creada por Dios. Porque la gracia, no es sino la participación formal, aunque analógica de la vida divina en la creatura racional. La potencia obediencial es la que posee la naturaleza para obedecer ad nutum. Es decir, para obedecer si Dios lo ordena porque es pasiva y está abierta a su creador. En el cristianismo, la naturaleza no racional es como un instrumento en manos de Dios,[9] mientras en la naturaleza racional y libre, Dios respeta la libertad que Él mismo le dio, aunque la mueve desde dentro, llamándola, invitándola a colaborar.

Como vemos, aunque el cristianismo conserva muchos de los principios filosóficos de la filosofía griega, las diferencias son grandes y nos dan una visión muy distinta de las cosas. Por eso podemos decir que el cristianismo extrae del pensamiento filosófico griego, sus más profundas conclusiones que permanecen actuales frente a los adelantos de las ciencias experimentales de todos los tiempos.



[1] “Hoc enim est naturale quod similiter se habet in ómnibus, quia natura Semper eodem modo operatur.” Aquino, Tomás de. In VIII Phys., 8, 15, 7.

[2] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I, q.115, a.3, Resp.

[3] Cfr. Aquino, Tomás de. Comp. Theol. I, 137.

[4] Cfr. Aquino, Tomás de. In VI Metaph., lect. 3; S.Th., I-II, q.93, a.5, ad.3.

[5] Cfr. San Agustín. De civ. Dei., V, 1.

[6] Cfr. Aquino, Tomás de. Compendio de Thología. I, 138.

[7] Cfr. Aquino, Tomás de. In VI Metaph., lect. 3.

[8] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I, q.105, a.6 y 7, Resp.

[9] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., I-II, q.1, a.2, Resp.

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