La educación cristiana

La educación cristiana asume todo lo verdadero y noble de la vida natural del hombre y promueve la adquisición de las virtudes y demás cualidades naturales que forman parte de la educación de la persona. Pero lo específico de la educación cristiana se refiere a la vida eterna. Su fin propio consiste en que el educando libremente se abra a la acogida de la vida divina que Cristo le regala y crezca en ella hasta alcanzar la santidad y el Cielo. Para ello, para lo específicamente cristiano, el educador cuenta con los dones sobrenaturales que Cristo dejó en su Iglesia: la Revelación divina y la infalibilidad del Magisterio de la Iglesia, por las cuales conoce perfectamente la verdad. La gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, que son comunicados y acrecentados por los sacramentos, y por los cuales es capaz de realizar el bien que Dios quiere. No sólo el bien sobrenatural, sino también la perfección del bien natural que la misma gracia posibilita. La sobrenaturalidad del fin exige necesariamente unos medios sobrenaturales.

Santo Tomás de Aquino define la educación, en general, como “conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud” (Suma Teológica, Supl. III, q. 41, a. 1). Y el Papa Pío XI, en una encíclica considerada como la carta magna sobre la educación cristiana, decía que “la educación esencialmente consiste en la formación del hombre tal cual debe ser y cómo debe comportarse en esta vida terrenal, a fin de conseguir el fin sublime para el cual fue creado” (Divini illius Magistri, n° 5).

En la primera definición se contiene lo esencial de la educación, lo que es común a una educación puramente natural y a una formalmente cristiana. En relación a la naturaleza del proceso educativo se afirma que es “conducir”, lo que implica un fin preciso y objetivo, y no un mero acompañar o facilitar un   proceso de despliegue de las facultades en cualquier dirección. Se dice también que es “promover”, por tanto ayudar a levantar al educando a un estado superior, y no un adecuar los contenidos a la realidad del alumno. Además, supuesto que es una definición metafísica (expresiva de la esencia), se afirma que es propiamente obra de padres al precisar el educando como la “prole” (los hijos).  Y se afirma explícitamente el fin de la obra educativa, el estado de virtud, como el estado perfecto del hombre, en cuanto hombre.

En la expresión de Pío XI que, como en toda afirmación teológica del Magisterio de la Iglesia, asume su correspondiente realidad y verdad natural-filosófica, aparece la especificidad propia de la educación cristiana al entenderla ordenada al “fin sublime para el cual (el hombre) fue creado”; fin último que en toda la encíclica aparece como la plenitud de la vida en Cristo, que es en lo que esencialmente consiste la vida eterna. La sobrenaturalidad del fin implica, necesariamente, que la perfección del “ser” y del “comportarse” humano, a que se ordena como fin la educación cristiana, consiste en el desarrollo perfectivo de la vida sobrenatural, por el crecimiento en la gracia santificante, virtudes infusas y dones del Espíritu Santo.

Naturalmente considerada, la educación se ordena a la actualización de las virtudes humanas –hábitos intelectivos, morales y productivos– que sólo germinal o potencialmente están en la naturaleza del hombre. La educación cristiana, supuesta y progresivamente reordenada la naturaleza por el mismo don sobrenatural de la gracia, se orienta al pleno desarrollo de unos hábitos sobrenaturales –el hábito entitativo que es la gracia santificante y los hábitos operativos que son las virtudes infusas, más los siete dones del Espíritu Santo– infundidos directamente por Dios en el momento del Bautismo, por los cuales podemos, en Cristo, vivir la vida de hijos de Dios Padre y cooperar eficazmente en la obra de la redención del mundo.

El fin de la educación cristiana, por tanto, no se identifica sin más con el fin último sobrenatural del hombre, que es la visión beatífica del Cielo por toda la eternidad. El fin último es, ciertamente, la norma directiva de todo su proceso, pero no es el fin de la obra educativa. Este es un cierto estado perfecto, el estado de virtud (virtudes sobrenaturales desarrolladas por el crecimiento en la gracia santificante, y virtudes humanas plenamente actualizadas por el obrar humano movido por la gracia), desde el cual el cristiano puede vivir de modo perfecto, feliz y fecundo su vida cristiana. Vida plenamente humana por ser perfectamente cristiana. El fin de la educación no puede ser el fin último, pues así la educación sería obra de toda la vida. Y es verdad que durante toda la vida podemos y debemos crecer en el conocimiento y en el amor a Dios y al prójimo, pero hay un fin próximo, que es el fin del proceso educativo. Fin por el cual, una vez alcanzado, puede decirse de hombre que está educado. Y este es lo que Santo Tomás de Aquino llama “el estado de virtud”.

La perfección propia del hombre, en cuanto ser personal, consiste esencialmente en el conocimiento de la verdad y en el amor del bien que, en la creación, se encuentran máximamente en el ser personal y, de modo infinito, en las Personas divinas. La comunión de amor (o amistad) con otra persona perfecciona y hace feliz al hombre, y la unión contemplativa y amorosa con Dios, suma Verdad y Bien, es el fin último y la felicidad perfecta del hombre. Fin que sólo por el don sobrenatural de la luz de la gloria (planificación, en el Cielo, de la gracia con que se llega a la muerte) puede alcanzarse.

En relación a los hábitos naturales (o adquiridos), la persona humana es perfeccionada en su inteligencia mediante la adquisición de las virtudes intelectuales que le capacitan para conocer y contemplar la verdad y, desde ella, juzgar y ordenar todas las cosas. Las virtudes morales adquiridas ordenan y perfeccionan de tal modo su voluntad y sus tendencias sensibles que logran la perfección de su libertad, posibilitando con ello el amor personal y la amistad. También es fin de la educación, supuesto el previo discernimiento de las aptitudes naturales, la adquisición y perfeccionamiento de las virtudes prácticas productivas que habilitan para la vida laboral. Perfeccionado el educando en sus dimensiones propiamente humanas –intelectiva, moral y productiva–, queda bien dispuesto para realizar la comunión y el servicio en su relación con otras personas, propia de su naturaleza social. En la dimensión natural de la educación cristiana se trata, por tanto, de ayudar a la adquisición de las virtudes humanas para que por ellas el hombre pueda vivir perfectamente lo propio de la vida humana que es la sabiduría, el amor personal y el trabajo realizado sabiamente y por amor.

De lo anterior se desprende que la educación del hombre, ya considerado en su dimensión puramente natural, no debe reducirse  a la mera capacitación o formación técnico-profesional. La capacitación laboral, como comunicación de conocimientos prácticos y formación de aptitudes productivas (arte o técnica) en orden al trabajo, es ciertamente buena y necesaria, y forma parte de la obra educativa de una persona. Pero la educación de un hombre es más que esto, busca la perfección del hombre no sólo como trabajador o agente productivo, sino que busca antes y sobre todo su perfección como hombre, en la convicción de que si se logra esto, por eso mismo, se dará aquello. Ningún hombre puede ser, verdaderamente, un buen hombre si no estudia, no se capacita responsablemente y no realiza bien su trabajo.

Por otra parte, la educación cristiana asume todo lo verdadero y noble de la vida natural del hombre y promueve la adquisición de las virtudes y demás cualidades naturales que forman parte de la educación de la persona. No sería auténticamente cristiana una educación que infravalorase y no procurase la perfección cognoscitiva, moral y productiva natural del hombre. No es cristiana la negación y descuido de lo humano. Pero también es verdad que la pedagogía cristiana, por la luz superior de la fe bajo la cual procede, libera de errores y desviaciones humanas a la obra educativa y la eleva al orden de la vida sobrenatural. La entiende y la realiza en su sentido más profundo, en la verdad del designio de Dios para el hombre contenido en la Revelación. Lo específico de la educación cristiana se refiere a la vida eterna. Su fin propio consiste en que el educando libremente se abra a la acogida de la vida divina que Cristo le regala y crezca en ella hasta alcanzar la santidad y el Cielo.

Para ello, para lo específicamente cristiano, el educador cuenta con los dones sobrenaturales que Cristo dejó en su Iglesia: la Revelación divina y la infalibilidad del Magisterio de la Iglesia, por las cuales conoce perfectamente la verdad. La gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, que son comunicados y acrecentados por los sacramentos, y por los cuales es capaz de realizar el bien que Dios quiere. No sólo el bien sobrenatural, sino también la perfección del bien natural que la misma gracia posibilita. La sobrenaturalidad del fin exige necesariamente unos medios sobrenaturales.

El sujeto de la educación es una persona, fin en sí  misma (alguien, digno de ser conocido y amado por sí mismo) y, por ello, toda la obra educativa debe ordenarse a su propio bien y felicidad. Su dignidad excluye ser educado como simple medio para otra cosa, aunque sea buena esa otra cosa. El fin directo es su ser y no sólo su obrar. Educar a la persona en orden a su bien implica ayudarlo a conocer, amar y servir a Dios, de lo que se sigue un profundo amor y servicio al prójimo, pues en ello consiste su bien y felicidad. Educar a la persona según su dignidad exige que se le ayude a conocer la verdad pues, solo si él conoce la verdad sobre el sentido de su vida y su bien, puede quererlo y buscarlo libremente para sí. Para que obre desde sí mismo, de modo auténtico y original, para que su obrar sea radicalmente libre debe conocer la verdad. Sólo en cuanto entendida la verdad se constituye en el núcleo más íntimo desde el cual el hombre orienta su amor y elección desde lo más profundo de sí. Sin la personal intelección de la verdad, el principio orientador de su vida será algo exterior (lo que otros, en cuanto otros, dicen o hacen, las modas, la ideología de turno presentada por los medios de comunicación social, etc.). Lo propio de una persona es que se mueva libremente, desde sí misma, a su bien, lo cual no es posible si no conoce la verdad.

Aunque la educación se orienta al perfeccionamiento del hombre en los bienes objetivos y universales propios de la naturaleza humana, sin embargo debe procurarlos para cada uno según la singularidad y originalidad propia de cada persona humana. Por ello, no puede haber educación sino en el contexto de un verdadero encuentro personal entre el educador y el educando. En este sentido, la verdadera educación no puede ser una técnica. Es más bien una actividad teórica, en cuanto esencialmente consiste en la comunicación de la verdad, y también moral, en la medida que sólo puede darse en el contexto del amor de amistad.

El hombre que debe ser educado tiene su naturaleza herida por el pecado original. Se encuentra debilitado en su inclinación natural al bien, afecto a los deseos desordenados de la concupiscencia. En esta situación, para ser perfectamente educado, requiere la luz de la fe, la gracia redentora de Cristo y, junto con ello, una auténtica autoridad que le ayude a ordenar su vida. En la educación cristiana el educando aparece en su verdad más profunda, un hombre destinado a la vida divina pero herido por el pecado y, por tanto, radicalmente necesitado de la redención de Cristo. El alumno que el educador cristiano tiene al frente no es un sujeto perfecto en su naturaleza, tal que debamos entender la educación como el mero acompañar un proceso necesariamente orientado a lo mejor (en el sentido del mito liberal del progreso indefinido), tal como aparece en el naturalismo pedagógico moderno, formalmente afirmado en el Emilio de Rousseau.

En todo hombre, particularmente en el bautizado, está el deseo de la vida eterna, el anhelo de la felicidad y la paz en la comunión filial con Dios Padre. Sin embargo, en virtud del pecado, este deseo puede estar velado, de tal manera obscurecido o deformado, que Dios y sus dones, en Cristo y la Iglesia, no aparezcan como el bien que ha de ser amado y procurado. En esta realísima situación del hombre contemporáneo, el educador cristiano ha de saber que la realización de su obra educativa muchas veces no será valorada, incluso podrá ser rechazada inicialmente por el mismo educando. Será el momento de permanecer, sacrificada y esperanzadamente, en la fidelidad a lo que se debe entregar, sin sucumbir a la tentación de reducir o adaptar el mensaje y la vida cristiana a la mentalidad del mundo, reduciendo su objetivo educativo a un horizonte puramente natural o mundano. Esta sacrificada fidelidad ha sido siempre en la Iglesia de una fecundidad espiritual inmensa y es absolutamente necesaria en la educación cristiana.

La verdad del carácter sobrenatural del fin de la educación cristiana, y de que solo Cristo y su gracia pueden sanar al hombre y elevarlo a participar de la vida divina, explica  una de las certezas fundamentales de la educación cristiana. Educar es una obra que supera las capacidades naturales del hombre, no puede realizarse sin la gracia de Dios. Por tanto, es fundamental en el proceso educativo acercar al educando a las  fuentes de la gracia, a los sacramentos, la Sagrada Escritura,  la oración, la intercesión de los santos, especialmente de la Virgen María y de San José, sus padres del Cielo. Resulta también la necesidad de una profunda vida cristiana en el educador que, junto con su ejemplo y palabra sabia, tendrá que tener siempre  a su alumno ante Dios en su oración.

La educación cristiana es una obra realizada por hijos de Dios que creen en la Revelación divina y viven, en Cristo, la misma vida de Dios. Es una obra que se realiza con hijos de Dios Padre y que consiste en cooperar con El en la conducción de ellos a la vida eterna. El educador cristiano coopera con Cristo y su Iglesia en la tarea de hacer crecer en los bautizados la vida de la gracia: vida de fe, esto es, de progresivo conocimiento y penetración contemplativa del misterio de Dios, y del hombre en su relación con Dios; vida de  esperanza, es decir, de abandono filial, confiado y seguro, en la paternal providencia divina; vida de caridad, esto es, amor de amistad con Dios amado por sobre todas las cosas, y amor a sí mismo y al prójimo por amor a Dios y en orden a Dios. Conduce al educando por el camino de la santidad, que lo dispone para ser activo y fecundo colaborador de Cristo en la transformación de este mundo en Reino de Cristo o civilización del amor. Muestra a sus alumnos, bajo la guía divina, el camino hacia la vida eterna en el seno de la Santísima Trinidad.

Para el logro de estos fines es necesario que la persona educada alcance un conocimiento sólido y profundo de las principales verdades de la fe, de manera que posea una visión unitaria del misterio de la vida cristiana. Por medio de una formación filosófica adecuada, debe comprender la armonía y no contradicción entre la fe y la razón, entre la naturaleza y la gracia; y entender que la vida natural tiene su fin y plenitud en la vida sobrenatural. Es necesario que tenga una vida sacramental permanente (recepción cotidiana de los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía), valorada como principal medio de santificación. Debe comprender y amar la oración, la intimidad con Dios, como núcleo fundamental de la vida cristiana. Conocer adecuadamente y procurar vivir permanentemente en la voluntad de Dios, tal como se manifiesta en los mandamientos y consejos evangélicos. Meditar y amar la Sagrada Escritura como gran medio para conocer a Jesucristo y como luz orientadora de su vida. Valorar y obedecer el Magisterio de la Iglesia como guía segura y maternal de la vida cristiana. Comprender la situación espiritual del hombre contemporáneo para que, desde una viva conciencia de la misión de la Iglesia en el mundo y de su propia responsabilidad como miembro de ella, quiera y sepa cómo realizar fecundamente su vocación cristiana en el mundo. Y, finalmente, necesita reconocer y querer hacer fructificar los dones y talentos naturales y sobrenaturales, la específica vocación que Dios le ha dado, para ponerlos a su servicio en la obra del reinado de Cristo en el mundo.

La tarea educativa requiere necesariamente, además, unos determinados contextos de lugar, de ambientación, de vestimentas, de disciplina, etc. Contextos que si no se dan, se entorpece grandemente la obra educativa al aparecer en la mente del educando como disociados, e incluso enfrentados, los principios enseñados teóricamente con la vida práctica de la institución.

La educación cristiana es un deber y por tanto un derecho inviolable, primera y principalmente de la Iglesia y de los padres cristianos. La Iglesia ha recibido de Cristo su fundador y esposo, el mandato y la misión de educar a los hombres, sus hijos, en orden a la Vida eterna. Además, ella es madre que engendra hijos por el bautismo y los educa en orden al Cielo por la predicación y la catequesis. Por esto, ella tiene primera y principalmente el derecho a enseñar las verdades sobrenaturales, todo lo concerniente a la Vida eterna. También puede y debe educar en las cosas temporales, en cuanto tienen relación y afectan la vida sobrenatural de sus hijos. Su derecho a la educación no debe ser conculcado o entrabado por ninguna autoridad humana, pues no es de ella que lo recibe, sino del Señor. La Iglesia es sociedad perfecta, cuenta con todos los medios necesarios para alcanzar su fin propio que es la continuación en el tiempo de la obra divina de redención y santificación de los hombres.

Los padres, en virtud de la generación, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los que se encuentran naturalmente mejor dispuestos para ello, pues la educación es la culminación perfectiva de la generación. Es una cierta generación espiritual, en ese “útero espiritual” que es la familia, por la que se completa la generación física de los hijos. Sin duda, el mismo amor con que se engendra es el mismo amor con que se educa. Por ello, la educación es obra de padres. Nadie como ellos ama a la persona por sí misma, educándola en orden a su propio bien. Los padres no reciben del Estado ni de ninguna autoridad humana su derecho a educar, lo tienen naturalmente en cuanto procreadores de sus hijos. Por el Bautismo, y particularmente por el sacramento del Matrimonio, los padres cristianos tienen el deber y el derecho de educar cristianamente a sus hijos.

Al Estado le corresponde el deber y el derecho de educar solo de modo subsidiario y subordinado respecto de la familia. Ciertamente, no le corresponde educar religiosamente a los ciudadanos, pues lo suyo es procurar el bien común natural de la sociedad humana, proveyendo aquello que la familia no puede dar a sus hijos. La familia es sociedad imperfecta, no cuenta en sí misma con todos los medios necesarios para la perfección de sus miembros. Requiere, por tanto, que la sociedad civil por medio del Estado les procure lo que falta. Los padres cristianos normalmente no pueden dar formación humanista, científica, técnica, profesional o capacitación para la vida laboral de sus hijos. Por tanto, necesitan de los establecimientos educativos  de la sociedad civil en sus diferentes niveles. Pero, dado que los miembros de la Iglesia y de la familia cristiana son también miembros de la sociedad civil, el Estado debe facilitar la obra educativa cristiana, propia de la Iglesia y de los padres cristianos, velando para que en la sociedad civil, tanto en el orden teórico como en el práctico, nada impida o dificulte la vida cristiana de los ciudadanos, su bien trascendente. Y en orden a ello, la mejor ayuda que puede proporcionar es el cuidado de la moralidad pública.

Los establecimientos educativos, principalmente los de educación escolar, no están para suplir la obra educativa de los padres cristianos y menos todavía para obstaculizarla o negarla. Su fin es cooperar con los padres en aquello que ellos no pueden dar a sus hijos. En el caso concreto de los establecimientos cristianos, sus directivos y sus profesores han de comprenderse como cooperadores de la educación que los padres quieren dar a sus hijos. Pero la primera fidelidad de un profesor cristiano debe ser a Cristo y a su Iglesia. De ella recibe, primera y fundamentalmente, la misión de educar en la fe y en la moral cristiana. La institución educativa católica debe obediencia y fidelidad al Magisterio de la Iglesia, y en la medida que así lo haga existe la certeza de que su obra educativa es realmente un bien para el educando. La garantía, por tanto, de un verdadero amor y fidelidad al alumno está en el amor y fidelidad a Cristo y a su Iglesia.

4 comentarios

antonio grande
San Josè de Calasanz, como pedagogo que es, nos enseña , de modo corto y claro, que la educaciòn cristiana de los chicos se realiza educàndolos en: La Piedad y en Las Letras. En las dos virtudes a la vez.
30/08/10 11:44 AM
Liliana
La educación de estos tiempos no esta ni cerca de cómo usted la ha expresado, será porque el pecado ha velado el verdadero sentido de la vida, y de la educación.
La vida sacramental permanente, es el rumbo, pedir perdón por nuestros errores, es querer comenzar con otra educación, para que las instituciones formen una sociedad interesada en el bien común, que hace Dios Trinitario con nosotros, cuando en El creemos y confiamos en que nos dará las posibilidades y las palabras para una buena enseñanza, en el lugar que nos toca a cada uno. Si vemos un cambio, menos violencia, menos egoísmos, menos corrupción es porque de verdad hemos aceptado una educación cristiana, la que Dios promueve a través de usted. Lo felicito.
Un abrazo.
31/08/10 2:10 PM
Pedro de Argentina
Gracias Leonardo por su bellísimo artículo sobre la educación y gracias a Infocatólica por ser una página llena de Verdad, acercándonos lo verdaderamente "bello" y "bueno" que hoy escasea tanto.

Esto es lo que hace feliz al hombre y bella el alma, pero que el mundo tiene tan olvidado que es por eso que anda patas para arriba, sufriendo "dolores de parto".

Se ha sacado a Sto Tomás de la educación, de la filosofía, y de la formación humana en general, como también de inmensa mayoría de los seminarios y universidades, por lo menos en Argentina.

MUY SIMPLE: Así nos va y así estamos.

Sto Tomás es el "psicólogo" por excelencia porque nos habla de las más grandes verdades que atañen al hombre y su esencia; y como usted nos manifestó en su artículo nos explica la dinámica de la gracia que és indispensable conocer para saber cuál es el remedio a todos los males que aquejan al hombre.
31/08/10 5:34 PM
Vicente
una verdadera educación cristiana ha de tender a promover verdaderos cristianos.
31/08/10 9:19 PM

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