Carta pastoral de los obispos de Aragón con motivo de la entrada en vigor de la nueva Ley del aborto

Carta Pastoral de los Obispos de las Diócesis de la Provincia Eclesiástica de Zaragoza y del Obispo de Jaca

No podemos callar, debemos actuar  

A propósito de la entrada en vigor, el pasado 5 de julio, de la Ley del Aborto de 3 de marzo de 2010

A todos los sacerdotes y consagrados, religiosos y seculares, y a todos los fieles cristianos de nuestras Iglesias particulares, como también a todos los hombres de buena voluntad.

Amadísimos hijos:
Acaba de entrar en vigor la ampliación de la ley del aborto con la Ley 2/2010 de 3 de marzo, llamada eufemísticamente “Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo”. Callar y no hacer nada ante este nuevo y gravísimo atentado contra la vida de los más inocentes nos puede convertir en cómplices por omisión. Por eso, no podemos callar y debemos pararnos a pensar qué respuesta activa en favor de la vida debemos dar cada uno: individuos, familias, comunidades, instituciones…, todos.

En primer lugar, hay que dejar bien claro que el mayor rechazo y la más grande repulsa que merece la nueva ley del aborto, en vigor desde el pasado 5 de julio, no significa que fuera aceptable la ley anterior. En la práctica, ya existía el aborto libre en España bajo la presunta justificación de embarazo con riesgo para la salud psíquica de la madre. Lo prueban las cifras crecientes de aborto, por encima ya de 150.000 al año los oficialmente registrados. Y no contamos los no registrados, como tampoco los producidos por la así llamada ‘píldora del día después’, por las técnicas de reproducción asistida y por otros procedimientos. La situación era ya devastadora y ahora lo va a ser más todavía.

La nueva ley del aborto añade nuevas razones de inmoralidad e injusticia a la anterior. Entre las más graves están las siguientes: Considera el aborto como un derecho de la mujer hasta la semana 14 de gestación, negando en ese tiempo el derecho fundamental a la vida del hijo concebido. De ese modo, considera el aborto como un modo más de ‘planificación de la reproducción’ y de anticoncepción. Atenta contra la responsabilidad y misión de la familia al permitir el aborto a las jóvenes desde los 16 años sin el conocimiento de sus padres si así lo quieren ellas. Impone la instrucción práctica para realizar abortos en la formación de los médicos, cuando el aborto no es un verdadero acto médico, porque no corresponde al fin de la Medicina, y la Universidad debe formar médicos, sólo médicos. Puede restringir el derecho a la libertad de conciencia y a la consiguiente objeción de los profesionales sanitarios. Impone un programa educativo escolar en la infancia y en la juventud que es abortista y con una idea falsa de la sexualidad humana. Con lo cual, la nueva ley se arroga despóticamente competencias que no le corresponden en la educación moral de los escolares y atenta contra el principio de subsidiaridad respecto de los padres de familia.

El aborto ni es ejercicio del derecho a la maternidad, ni es un derecho de la mujer a su autodeterminación, ni es un modo de promover la salud sexual y reproductiva. El aborto es la acción de matar intencionalmente al hijo concebido, ya vivo y no nacido todavía. En modo alguno se puede afirmar que la mujer embarazada y el varón responsable del embarazo sólo ‘serán’ padres en el futuro, tras su aceptación libre y consciente del fruto de su unión. No. El y ella ya son padres en el presente. El hijo no es ‘algo’ que se puede eliminar si interesa, sino ‘alguien’ a quien se debe amar dando desinteresadamente la vida por él.

El bien de la vida humana y el derecho correspondiente a la misma son inviolables e incondicionales. La vida humana es siempre un bien, y ha de ser reconocida como tal en cada uno por el mero hecho de existir, por el simple hecho de darse. No se necesita ningún otro título para tener la dignidad propia de la persona humana. Este valor y esta dignidad no se tienen porque los reconozca el Estado o la ley, sino que pueden ser reconocidos porque se tienen con anterioridad, por el mero y simple hecho de su existencia, porque son a priori. Y este valor y esta dignidad los tienen todos seres humanos desde el momento de la concepción hasta el de su muerte natural, independientemente de sus condiciones de desarrollo, salud, calidad de vida o integridad físico-psíquica.

Ninguna circunstancia puede justificar ni convertir en moralmente aceptable el hecho de causar la muerte intencionalmente a un ser humano inocente. Pues bien, dado que eso es precisamente lo que pasa con el aborto, éste es siempre, para todos y sin excepción, un acto inmoral de la máxima gravedad.

La mujer es quien acude a abortar, pero no siempre lo hace con plena libertad. Circunstancias que pueden parecerle sin salida y el hecho de verse abandonada e incluso empujada a abortar por quienes habrían debido apoyarla en su embarazo, pueden disminuir su responsabilidad moral. Lo sabemos y lo tenemos en cuenta. Pero eso no puede convertir en moralmente aceptable el hecho del aborto. Objetivamente el aborto es un crimen abominable, como afirma el Concilio Vaticano II.

En la ley que acaba de entrar en vigor, se afirma que el aborto es un derecho de la mujer en las primeras 14 semanas del embarazo. Se presenta aquélla como una ley que defiende y promueve la libertad y la dignidad de la mujer. Pero, en realidad, hace todo lo contrario. La primera víctima del aborto es el hijo que se elimina matándolo en el propio seno materno. La segunda víctima, independientemente de que se tenga o no conciencia de ello, es la mujer, la madre, porque ésta mata a su hijo y a la vez mata su maternidad, algo intrínseco a su femineidad, un significante maravilloso y exclusivo de esa forma de presentarse y de realizarse el ser humano, que es la mujer, una forma cardinalmente distinta y complementaria a aquella en que se muestra el ser humano varón. Huelga decir que femineidad y masculinidad constituyen las dos formas cardinales únicas de ofrecerse el ser humano en el mundo, dos formas idénticas en su esencia, pero distintas y complementarias. Pues bien, el aborto deja una herida tal en la mujer, que sólo la acción de la gracia divina del perdón podrá sanar definitivamente. Y la responsabilidad de esta herida y la herida misma se extienden también al padre y a quienes deberían haber apoyado la vida del concebido y no lo han hecho.

A veces se oye decir: ‘yo no abortaría, pero estamos en una sociedad plural y hay que aceptar que lo hagan los que tienen otro modo de pensar’. Los que así hablan no tienen en cuenta a los hijos que son eliminados. Uno de los mínimos éticos que toda sociedad ha de exigir incondicionalmente a sus miembros para poder ser comunidad humana es el contenido en el quinto mandamiento de la ley mosáica, asumida por el evangelio de Cristo: “¡No matarás!”. Abrazar este mínimo ético no depende de tener una u otra mentalidad, pues constituye éste uno de los preceptos morales mínimos necesariamente exigidos para convivir humanamente. Y, como tal, está siempre presente de forma natural en el corazón de todo hombre y de toda mujer.
Una sociedad libre, pluralista y abierta ha de fundarse sobre la verdad y el bien, y debe afirmar, promover y custodiar efectivamente el primero de los derechos fundamentales de todos sus miembros: el derecho a la vida. Una sociedad que promulga leyes que niegan el derecho a la vida de algunos de sus ciudadanos no está construida sobre la verdad y el bien y, por tanto, carece de futuro. Podrá tener aspectos apreciables, pero sus pies son de barro y acabará más pronto o más tarde por derrumbarse. Además: al reconocer como derecho que unos ciudadanos puedan matar impunemente a otros y negar el derecho a la vida, ya ha comenzado su destrucción. Hoy lo hacen los legisladores ampliando la práctica del aborto; mañana, podría presumirse hagan aquellos formalmente lo mismo con la legalización de la eutanasia.

Todos hemos recibido la vida como un don. Y la vida, que hemos recibido como don, nos constituye a cada uno en don para los demás. El aborto nos importa a todos, porque tiene consecuencias sociales para todos. En cada aborto procurado son eliminados quienes estaban llamados a ser un don para los demás y el don que con ellos y en ellos se nos quería comunicar. En el que es abortado, ¿qué bienes nos iban a llegar a todos y hemos perdido? Cada aborto tiene inevitablemente una gran repercusión social para el presente y para el futuro. Este daño deberá ser redimido.

¿Cómo responder a la ampliación del aborto? ¿Con pasiva resignación? ¿Con un corazón frío y embotado? ¿Afirmando que nada puede cambiar? No. Es preciso actuar renovada e incansablemente. En la sangre de Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación tenemos la certeza de que la cultura de la vida vencerá.

Es preciso establecer cauces para ayudar a las madres que se encuentran tentadas de abortar ofreciéndoles alternativas efectivas y sosteniendo cada vez mejor las ofertas diocesanas ya existentes.

Es preciso cultivar la disposición a la adopción en los matrimonios idóneos que no pueden tener hijos y también en los que los tienen. Es preciso apoyar efectivamente la posibilidad de llevar adelante el embarazo para entregar en adopción al recién nacido cuando los padres biológicos no se pueden hacer cargo de él. Es preciso revisar los procedimientos de adopción nacional, para facilitarla procurando siempre el mayor bien del hijo adoptado.

Es preciso seguir ofreciendo una adecuada educación afectivo-sexual según la verdad del hombre y de la mujer, y según la verdad de la procreación humana, tal como ésta es conocida y enseñada por el Magisterio de la Iglesia, madre y maestra.

Es preciso ofrecer a las mujeres que han abortado o que se han visto empujadas a ello la reconciliación con Dios, consigo mismas y con sus hijos por medio del encuentro con Cristo en el sacramento de la confesión. Cristo quiere perdonarlas, hacer que nazcan de nuevo por el don del Espíritu Santo y regalarles vivir en el seno de una comunidad cristiana. Así, se convertirán en testigos y misioneras del Evangelio de la vida para el desafío del difícil tiempo presente. Esa es una misión que todos tenemos y que todos debemos cumplir con la ayuda de Dios, la cual no nos faltará nunca.

Que el Señor nos ayude con su gracia a disipar las profundas tinieblas que se ciernen sobre la conciencia de los hombres de nuestro tiempo y que no pocas veces la ciegan. Y que la luz de la verdad sobre el hombre, una luz que emerge de la razón no ideologizada y, de forma total y plena, de la Revelación, comience a brillar en nuestro horizonte.

 

Dado en Zaragoza, a 16 de julio, Memoria obligatoria de Nuestra Señora del Carmen,
del año de gracia de 2010

† Manuel Ureña, Arzobispo Metropolitano de Zaragoza
† Jesús Sanz, Arzobispo Metropolitano de Oviedo y Administrador Apostólico de Huesca y de Jaca
† Alfonso Milián, Obispo de Barbastro-Monzón
† José Manuel Lorca, Obispo de Cartagena y Administrador Apostólico de Teruel y de Albarracín
† Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba y Administrador Apostólico de Tarazona